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– Está bien -le dije-. No lo volverá a hacer. Vaya a acostarse.

Eileen le dirigió una mirada larga e intensa y salió del cuarto. Entonces me senté en el borde de la cama donde ella había estado sentada.

– ¿Más pastillas?

– No, gracias, No importa si duermo o no. Me siento mucho mejor.

– ¿Acerté con respecto al disparo? Fue una manera irreflexiva de comportarse.

– Más o menos -contestó, dando vuelta la cabeza-.

Creo que fui un tanto atolondrado.

– Nadie puede impedir que usted se mate, si es que realmente quiere hacerlo. Yo lo comprendo así y usted también.

– Sí -replicó-. ¿Hizo lo que le pedí…, aquellos papeles en la máquina de escribir?…

– Ajá. Me sorprende que lo recuerde. Es muy disparatado todo lo que escribió. Cosa extraña, la escritura a máquina es correcta.

– Siempre puedo hacerlo…, borracho o sobrio…, hasta cierto límite, se entiende.

– No se preocupe por Candy -le dije-. Se equivoca si cree que no lo quiere. E hice mal en decir que nadie lo quería. Trataba de irritar a Eileen, de hacerla enojar.

– ¿Por qué?

– Ella ya tuvo un desmayo esta noche.

Roger sacudió ligeramente la cabeza.

– Eileen nunca se desmaya.

– Entonces lo simuló.

Mis palabras no le agradaron.

– ¿Qué es lo que quiso decir…: que un hombre bueno murió por usted? -pregunté.

Frunció el ceño, tratando de pensar.

– Son tonterías. Ya le dije que tuve un sueño…

– Me refiero a lo que escribió en la máquina.

Hizo girar la cabeza sobre la almohada como si tuviera un peso enorme y me miró.

– Otro sueño.

– Probaré de nuevo. ¿Qué es lo que Candy consiguió de usted?

– Déjeme en paz -pidió y cerró los ojos.

Me levanté y fui a cerrar la puerta.

– Usted no puede escapar siempre de sí mismo, Wade. Candy podrá ser un chantajista, seguro. A pesar de ello, hasta podría comportarse bien…, quererlo y al mismo tiempo sacarle el dinero. ¿De qué se trata…, es una mujer?

– Usted cree lo que dijo aquel loco de Loring -dijo Wade, sin abrir los ojos.

– No exactamente. ¿Y qué hay con respecto a la hermana…, aquella que murió?

Fue como arrojar algo a ciegas y que justamente diera en el blanco. Abrió los ojos de golpe y en los labios aparecieron burbujas de saliva.

– ¿Es por eso… que usted está aquí? -preguntó lentamente y en voz casi susurrante.

– Usted lo sabe mejor que yo. Fui invitado. Usted me invitó.

Comenzó a levantar y a bajar la cabeza; a pesar del Seconal se veía que los nervios lo consumían. Tenía el rostro cubierto de sudor.

– No soy el primer esposo que ha sido adúltero. Déjeme solo, maldito sea. Déjeme solo.

Me dirigí al cuarto de baño, tomé una toalla y le sequé la cara. Le sonreí con gesto burlón. Me sentía implacable. Espero a que el hombre esté caído y entonces lo golpeo y lo golpeo de nuevo. El se siente débil. No puede resistir o devolverme los golpes.

– Uno de estos días volveremos sobre ese asunto -le dije.

– No estoy loco.

– Esa es la esperanza que tiene.

– He estado viviendo en el infierno.

– Ah, claro. Eso es evidente. El punto interesante es saber por qué. Oiga…, tome esto. -Le alcancé otro Seconal y un vaso de agua. Roger se enderezó apoyándose sobre el codo y trató de agarrar el vaso, pero lo erró por unos buenos diez centímetros. Se lo coloqué en la mano. Se las arregló como pudo para beber y tragar la pastilla. Después se acostó de espaldas, agotado, con rostro inexpresivo. Casi podía haber sido un hombre muerto. Esa noche no iba a tirar a nadie por ninguna escalera. Lo más probable es que no lo hubiese hecho nunca.

Cuando se le cerraron los párpados salí de la habitación. El Webley me pesaba en el bolsillo. Comencé a bajar las escaleras. La puerta del cuarto de Eileen estaba abierta. La habitación estaba a oscuras, pero había suficiente claridad lunar y su silueta se recortaba sobre el fondo oscuro. Estaba parada justo al lado de la puerta. Me gritó algo que me pareció un nombre, pero no era el mío. Me acerqué a ella.

– Hable en voz baja -le dije-. Roger se volvió a dormir.

– Siempre supe que regresarías -me dijo suavemente-. Aun después de diez años.

Le dirigí una mirada escrutadora. Uno de los dos estaba loco.

– Cierra la puerta -prosiguió ella, con la misma voz acariciante-. Todos estos años te he estado esperando y me he reservado para ti.

Me di vuelta y cerré la puerta. En aquel momento me pareció una buena idea. Cuando me enfrenté con ella vi que estaba a punto de caer en mis brazos, de modo que la agarré por la cintura. No tuve más remedio que hacerlo. Ella se apretó con fuerza contra mí y su cabello me rozó la cara. Levantó la boca para que la besara. Estaba temblando. Entreabrió los labios y los dientes y sentí su lengua que se introducía en mi boca como una saeta. Entonces dejó caer las manos, dio un tirón a algo y el salto de cama que llevaba se abrió y apareció desnuda como una sirena y sin ninguna muestra de timidez.

– Llévame a la cama -murmuró.

Lo hice. La rodeé con mis brazos, tocando su piel desnuda, su piel suave, su carne que ofrecía. La levanté y la llevé a la cama y la acosté. Ella siguió rodeándome el cuello con sus brazos. Hacía una especie de ruido sibilante con la garganta. Después se agitó y gimió. Sentí que perdía yo mi propio control.

Candy me salvó. Oí un leve chirrido y al darme vuelta vi que el picaporte de la puerta se estaba moviendo. Me solté de un tirón y fui corriendo hasta la puerta. La abrí de golpe y salí lentamente, justo a tiempo para ver al mexicano que atravesaba el hall y comenzaba a bajar las escaleras. En la mitad de la escalera se detuvo, se dio vuelta y me miró de soslayo. Al cabo de un momento desapareció.

Regresé hasta la puerta y la cerré…, esta vez desde fuera. Se oyeron algo así como una especie de ruidos fantasmagóricos provenientes de la mujer extendida en el lecho, pero entonces no eran nada más que eso. Ruidos fantasmagóricos. El encanto estaba roto.

Bajé rápidamente las escaleras, me dirigí al estudio, agarré la botella de whisky y empecé a beber. Cuando no pude beber más, me apoyé contra la pared, jadeando, y dejé que el alcohol me quemara las entrañas hasta que los vapores llegaron al cerebro.

Había transcurrido mucho tiempo desde la hora de la cena. Había transcurrido mucho tiempo desde que pasara cualquier cosa normal. El whisky hizo su efecto rápidamente y con fuerza, pero seguí bebiendo hasta que se me empezó a nublar la vista, y vi los muebles colocados en lugares inverosímiles y la lámpara me pareció un fuego fatuo o un relámpago. Entonces me tiré sobre el sofá, tratando de mantener la botella en equilibrio sobre el pecho. Me pareció que estaba vacía. Cayó rodando y golpeó sobre el suelo.

Aquél fue el último detalle que recuerdo con precisión.

Capítulo XXX

Un rayo de sol acariciaba uno de mis tobillos. Abrí los ojos y vi la copa de un árbol que se balanceaba suavemente contra el cielo brumoso y azulado. Me di vuelta hacia el costado y el cuero me tocó la mejilla. Sentía como si me hubieran partido la cabeza con una hacha. Me senté. Estaba tapado con una manta. La aparté y puse los pies en el suelo. Miré el reloj. El reloj marcaba casi las seis y treinta.

Me puse de pie, pero me costó trabajo. Necesité bastante fuerza de voluntad. Me quedé casi sin fuerzas, y éstas no me sobraban, precisamente, como en otras épocas. Los años duros y difíciles me habían agotado.

Me arrastré hasta el lavabo, me saqué la corbata y la camisa y comencé a echarme agua en la cara y en la cabeza con ambas manos. Cuando me empapé por completo comencé a frotarme salvajemente con la toalla. Me puse de nuevo la camisa y la corbata y agarré la chaqueta que estaba colgada en la pared. Saqué el revólver del bolsillo, hice girar hacia afuera el cilindro y volqué en la mano los cartuchos, había cinco llenos y una cápsula ennegrecida. Pero entonces pensé que no valía la pena, que si quería siempre se encontraban más, de modo que los volví a colocar donde estaban antes y fui con el revólver hasta el estudio y lo guardé en uno de los cajones del escritorio.

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