Wade abrió los ojos. Al principio la mirada era vaga e indecisa, pero después se aclaró y me vio parado al lado de la cama. Se llevó la mano a la cabeza y palpó la tira plástica. Masculló algo confuso, pero también la voz se le aclaró en seguida.
– ¿Quién me golpeó? ¿Usted?
– Nadie lo golpeó. Usted se cayó.
– ¿Me caí? ¿Cuándo? ¿Dónde?
– En el lugar donde estaba cuando telefoneó. Usted me llamó. Yo lo oí caer.
– ¿Yo lo llamé? -se sonrió en forma burlona-. Usted siempre disponible, ¿eh amigo? ¿Qué hora es?
– Pasada la una de la madrugada.
– ¿Dónde está Eileen?
– Se fue a la cama. Ella pasó un mal momento.
Se quedó pensativo. Sus ojos expresaron un dolor profundo.
– ¿La he…? -inquirió, pero se detuvo sin completar la pregunta.
– Usted no la ha tocado, al menos que yo sepa, si es eso lo que le preocupa. Lo único que hizo es vagar por afuera y se desplomó cerca de la verja. Ahora deje de hablar y duerma.
– Dormir -repitió lentamente, como un niño que recita su lección-. ¿Cómo podría lograrlo?
– Tal vez le ayude si toma una pastilla. ¿Tiene alguna a mano?
– En el cajón de la mesita de noche.
Lo abrí y encontré una botellita plástica que contenía cápsulas rojas. Seconal, un gramo y medio. Receta del doctor Loring. Ese simpático doctor Loring. La receta de la señora Eileen Wade.
Saqué dos cápsulas, coloqué el frasco en su lugar y llené un vaso con agua que saqué de un termo que estaba sobre la mesita de luz. Wade dijo que una cápsula sería suficiente. La tragó, tomó después un poco de agua, se reclinó sobre la almohada y se puso a mirar el techo. Transcurrió el tiempo. Me senté en una silla y lo observé. No parecía que fuera a dormirse. De pronto me dijo lentamente:
– Ahora recuerdo algo. Hágame un favor, Marlowe. Estuve escribiendo una serie de disparates y no quiero que Eileen los lea. Están sobre la máquina de escribir, debajo de la tapa. Rómpalo todo, ¿quiere?
– ¡Cómo no! ¿Eso es todo lo que recuerda?
– ¿Eileen está bien? ¿Seguro?
– Sí. Sólo está cansada. Vamos, Wade, deje de pensar.
No debí haberle preguntado nada.
– Deje de pensar, dice el hombre. -La voz era un poco soñolienta. Parecía que hablara consigo mismo-. Dejemos de pensar, de soñar, de amar, de odiar. Buenas noches, dulce príncipe. Tomaré la otra pastilla.
Se la alcancé con un poco más de agua. Se reclinó de nuevo sobre la almohada, pero esta vez con la cara dada vuelta, de modo que podía mirarme.
– Oiga, Marlowe; escribí una serie de cosas y no quiero que Eileen…
– Ya me lo dijo. Me ocuparé de eso cuando usted se duerma.
– Oh, gracias. Es agradable tenerlo a usted por aquí.
Muy agradable.
Se produjo otra larga pausa. Los párpados se le iban entrecerrando, como si pesaran mucho.
– ¿Alguna vez mató a un hombre, Marlowe?
– Si.
– Sensación desagradable, ¿no le parece?
– A algunas personas les gusta.
Cerró los ojos, pero los abrió en seguida, aunque la mirada era vaga e imprecisa.
– ¿Cómo puede gustarles?
No contesté. Los párpados se cerraron de nuevo, muy gradualmente, como el telón de un teatro. Comenzó a roncar. Esperé un momento más, apagué algunas luces y salí de la habitación.
Capítulo XXVII
Me detuve frente a la puerta del cuarto de Eileen y presté atención. No oí ningún ruido ni movimiento alguno, de modo que no llamé. Si Eileen quería saber cómo estaba su marido, era cosa de ella. Abajo, el living estaba vacío y brillantemente iluminado. Apagué algunas de las luces. Estaba cerca de la puerta de entrada y levanté la vista para mirar la galería. La mitad superior del living-room se elevaba hasta la altura total de las paredes de la casa y estaba atravesada por vigas abiertas que también sostenían la galería. Esta era ancha, bordeada a ambos lados por una barandilla sólida, que parecía tener un metro treinta de altura. Los soportes verticales también eran cuadrados, para hacer juego con las vigas transversales. El comedor estaba separado por un arco cuadrado, cerrado por puertas dobles de tipo persiana. Encima creo que se encontraba el departamento de servicio. Aquella parte del segundo piso estaba separada por una pared, de modo que debía haber otra escalera para llegar allí desde la cocina. La habitación de Wade estaba en la esquina, encima del estudio. Por la puerta abierta de su dormitorio podía ver la luz que se reflejaba contra el techo alto y la parte inferior de la entrada de su cuarto.
Apagué todas las luces, excepto la de una lámpara de pie, y me dirigí hacia el estudio. La puerta estaba cerrada, pero había dos lámparas encendidas, una lámpara de pie al lado del sofá de cuero y otra sobre el escritorio. La máquina de escribir estaba sobre una especie de tarima pesada y a su lado había un montón de hojas de papel amarillo, en completo desorden. Me senté en el sillón tapizado y examiné la disposición de los muebles. Quería averiguar cómo se había hecho aquel tajo. Agarré el teléfono con la mano izquierda. El resorte del sillón estaba muy flojo. Si me inclinaba hacia atrás y perdía el equilibrio, mi cabeza podía golpear contra la esquina del escritorio. Mojé el pañuelo y froté la madera: no había sangre. Había muchas cosas sobre el escritorio, incluso una hilera de libros entre dos elefantes de bronce y un antiguo tintero cuadrado de cristal. Probé con estos dos objetos sin resultado. Esto no era ningún indicio, ya que si alguien lo había golpeado el arma no tenía por qué estar en la habitación. Me levanté y encendí las luces de la cornisa. Estas iluminaron los rincones oscuros y en seguida encontré la respuesta a lo que me venía intrigando, una respuesta muy sencilla por cierto. Al lado de la pared había un canasto de papeles volcado de costado y algunos papeles por el suelo. Era un canasto cuadrado, de metal. Con seguridad lo habían tirado allí o le habían dado un puntapié. Probé los bordes filosos con el pañuelo humedecido y esta vez apareció una mancha de sangre rojo-pardusca. No había misterio alguno. Wade se había caído y golpeó la cabeza contra el borde filoso del canasto, probablemente el golpe fue un poco sesgado, se levantó después y dio un puntapié al maldito canasto, arrojándolo al otro extremo del cuarto. Muy fácil.
Con seguridad, entonces habría tomado otro rápido trago. La bebida estaba sobre la mesa, frente al sofá. Había una botella vacía, otra llena hasta las tres cuartas partes, una jarra de agua, un balde de plata con agua, que debió haber contenido cubitos de hielo, y un solo vaso de tamaño grande.
Después de beber, seguramente se sintió un poco mejor. En medio de su aturdimiento observó el teléfono descolgado y es muy probable que no se acordara con quién había estado hablando, de modo que se acercó y colgó el receptor. El tiempo transcurrido coincidía con mi suposición. Hay algo de compulsivo en un teléfono. El hombre desprejuiciado de nuestra época lo quiere, lo detesta y le tiene miedo. Pero siempre lo trata con respeto, aun cuando esté borracho. El teléfono es un fetiche.
Cualquier hombre normal hubiera dicho ¡hola! antes de colgar, nada más que para estar seguro. Pero no tenía por qué pasar eso con un tipo que estaba todavía aturdido por la bebida y por el golpe. Ahora ese detalle carecía de importancia. Tal vez su mujer hubiera colgado el teléfono; pudo haber sentido la caída y el golpe del canasto al chocar contra la pared y entró en el estudio. Para ese entonces ya la última copa habría producido su efecto fulminante en Roger, que habría salido de la casa dando tumbos para ir a desplomarse en el lugar donde yo lo había encontrado. Alguien había sido avisado para que viniera a buscarlo. En aquel momento ella no sabía quién era. Quizás el buen doctor Verringer.
Hasta aquí, el razonamiento era perfecto. Entonces, ¿qué es lo que habría hecho su mujer? No podía manejarlo o razonar con él y podría tener miedo de intentarlo. De modo que lo único que se le ocurriría fue pedir ayuda a alguien. Los sirvientes habían salido, así que sólo le quedaba el teléfono. Bueno, ella había llamado a alguien. Había llamado al simpático doctor Loring. Hacía un rato yo había supuesto que ella lo había llamado después que yo llegué. Pero ella no me había dicho eso. De aquí en adelante las cosas no se explicaban tan claramente. Lo lógico hubiera sido que Eileen fuera a buscar a Roger, lo encontrara y se cerciorara de que no estaba herido. No es que le hiciera mal a Roger estar acostado sobre el césped durante un rato en una noche de verano. Claro que ella no hubiera esperado nunca que me la encontrara de pie al lado de la puerta, fumando un cigarrillo, sin saber exactamente dónde se hallaba su marido. Yo no sabía qué es lo que pudo haber ocurrido entre ellos, cuán peligroso era él en ese estado, cuán asustada pudo haber estado ella para acercársele. “Aguanté todo lo que pude”, me dijo cuando yo llegué. “Vaya usted a buscarlo.” Después entró en la casa y se desmayó.