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– Sí, tal vez.

– Bueno, no se ponga de mal humor. No se tome las cosas tan a pecho. ¿Qué le parece si nos vamos a tomar una copa a algún lugar fresco y tranquilo?

Ahora no es el momento, señor Maioranos. No tengo tiempo.

– En una época éramos muy buenos amigos -dijo tristemente.

– ¿Nosotros? Me parece que se trataba de otras dos personas. ¿Vive en México permanentemente?

– Sí. Ni siquiera estoy legalmente aquí. Nunca lo estuve. Le conté que había nacido en Salt Lake City, pero nací en Montreal. Dentro de muy poco tiempo seré ciudadano mexicano. Todo lo que se necesita es un buen abogado. Siempre me ha gustado México. No correría mucho riesgo si fuéramos al bar Victor a beber un gimlet.

– Llévese su dinero, señor Maioranos. Está manchado con demasiada sangre.

– Usted no es más que un pobre hombre.

– ¿Cómo podría saberlo usted?

Recogió el billete, lo alisó con los dedos y se lo guardó negligentemente en el bolsillo interior de la americana. Se mordió el labio con los dientes.

– No pude decirle nada más que lo que le conté aquella mañana que me llevó a Tijuana. Entonces le di la oportunidad de que llamara a la policía y me entregara.

– No estoy enojado con usted. Lo que pasa es que usted es un tipo de hombre así. Durante mucho tiempo no pude formarme una idea sobre su persona. Tenía un modo de ser agradable y cualidades agradables, pero había algo que no me acababa de gustar. Tenía sus normas y vivía en conformidad con ellas, pero eran normas personales. No guardaban relación con ninguna clase de ética, de moral o de escrúpulos. Usted era un buen muchacho porque poseía una naturaleza buena, pero se sentía tan feliz en compañía de rufianes o gente de mal vivir, como en la de gente honesta. Siempre que los rufianes se expresaran correctamente y tuvieran en la mesa modales aceptables. Usted es un derrotista moral. Puede ser que la guerra tenga la culpa o quizá haya nacido así.

– No alcanzo a comprenderlo -exclamó-, realmente no lo entiendo. Estoy tratando de pagarle lo que le debo y usted no me deja. No hubiera podido contarle más que lo que le dije. Usted no me lo habría permitido.

– Ese es el cumplido más agradable que me hayan dicho nunca.

– Me alegro de que le guste algo de lo que digo. Me encontraba en un aprieto terrible y justamente conocía a personas que saben manejárselas en esos casos. Tenían una deuda de agradecimiento conmigo por un incidente ocurrido hace mucho tiempo, durante la guerra. Fue probablemente la única vez en la vida que hice lo que tenía que hacer a su debido tiempo y rápido como el rayo. Y cuando necesité de ellos, se pusieron a mi disposición. Y gratis. Usted no es el único tipo en el mundo que no tiene precio, Marlowe.

Se inclinó sobre el escritorio y agarró uno de mis cigarrillos. Bajo el cutis moreno pude percibir que se había sonrojado y las cicatrices resaltaban aún más. Sacó del bolsillo un encendedor en forma de cartucho de revólver y prendió el cigarrillo.

– Usted compró mucho de mí y por nada, Terry. Por una sonrisa, una inclinación de cabeza, un saludo con la mano y algunas copas tomadas de vez en cuando en un bar tranquilo y confortable. Fue agradable mientras duró. Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final.

– Regresé demasiado tarde -dijo-. Estos trabajos plásticos llevan tiempo.

– Usted no habría regresado si yo no hubiera descubierto todo el asunto.

En sus ojos vi súbitamente un reflejo de lágrimas. En seguida se colocó los anteojos oscuros.

– No estaba seguro -me contestó-. No me había decidido. No querían que le dijera nada a usted y yo no estaba decidido.

– No se preocupe por eso, Terry.

– Estuve en los comandos, amigo. Uno no puede ingresar ahí si es un tipo blando. Quedé malherido y le aseguro que no era nada divertido estar con esos médicos alemanes. Eso influyó mucho en mi modo de ser.

– Estoy enterado de todo, Terry. En muchos sentidos usted es un muchacho bueno. No lo estoy juzgando y nunca lo hice. Lo que pasa es que usted ya no está más aquí. Hace mucho tiempo que se fue. -Ahora usa ropas finas y perfume y está tan elegante como una ramera de cincuenta dólares.

– No hago más que representar un papel -dijo casi con desesperación.

– Y con eso no sacó nada bueno, ¿no es así?

Sus labios se abrieron en una sonrisa amarga.

– Por supuesto. Todo no es más que una representación. No hay nada más. Aquí dentro -se golpeó el pecho con el encendedor-, no hay nada. Antes había algo, Marlowe. Hace mucho tiempo. Bueno… creo que éste es el final de todo.

Se puso de pie y yo hice lo mismo. Me extendió la mano y se la estreché.

– Hasta la vista, señor Maioranos. Me alegro de haberlo conocido… aunque sea por un momento.

– Adiós.

Se dio vuelta y se encaminó hacia la salida. La puerta se cerró. Escuché los pasos que se alejaban por el corredor de mármol. Después de un momento fueron haciéndose cada vez más leves hasta que reinó el silencio. Sin embargo seguí escuchando. ¿Para qué? ¿Hubiera querido que se detuviera de pronto, que regresara y disipara con sus palabras el estado de ánimo en que me encontraba? Bueno, de todos modos no lo hizo. Aquélla fue la última vez que lo vi.

Nunca volví a ver a ninguno de ellos…, excepto a los policías. A éstos todavía no se ha inventado la forma de decirles adiós.

EL AUTOR Y SU OBRA

Raymond Thornton Chandler nació en Chicago, en 1888, y murió en La Jolla (California) en 1959. Sin duda el más grande de los narradores policíacos americanos, junto a Dashiell Hammett, su acceso a la literatura fue sin embargo tardío, desesperado, casual. Los años de la Depresión trajeron para Chandler el fin de una floreciente carrera comercial: era gerente por entonces de una pequeña compañía petrolífera que no consiguió esquivar la bancarrota. En los años siguientes hizo un poco de todo, alistándose como trabajador eventual en la cosecha del albaricoque, o dedicándose al armado de raquetas de tenis. Así llegó a California, región que ya no abandonaría y en cuyos balnearios de lujo transcurre buena parte de su obra. En 1933, casado con Sissy -una mujer sexagenaria que fue su único amor -se encuentra en Los Angeles, realizando media docena de humildes oficios en las playas de Bel Air y Bay City: tiene 45 años, y aún no ha escrito una sola página literaria, pero es un devoto lector de Black Mask, la revista fundada y dirigida por el capitán Joseph B. Shatu que estaba revolucionando por entonces el enfoque tradicional de la narrativa policíaca, y en cuyas páginas colaboraba con asiduidad el ya famoso Dashiell Hammett. Chandler decide que puede hacer algo parecido, y escribe de una sentada su primer cuento (Los chantajistas no matan) que la dirección de Black Mask se apresura a publicar: en los cinco años siguientes escribirá y publicará allí mismo una veintena de relatos que hubieran bastado para hacer su nombre memorable. Pero su criatura lo esperaba junto al desafío de su primera novela (El sueño eterno, 1939): allí abandona a Mallory y a John Dalmas, protagonistas de sus creaciones anteriores, para inventar a Philip Marlowe, uno de los personajes más complejos y fascinantes de la literatura norteamericana contemporánea. A lo largo de veinte años y siete novelas (Adiós, muñeca, 1940, La ventana alta, 1942, La dama del lago, 1943, La hermana pequeña, 1949, El largo adiós, 1953, y Playback, 1958, son las otras), Chandler y su alter ego Marlowe serán ya inseparables: juntos envejecerán, se volverán más cáusticos y desilusionados, se harán sabios, escépticos, aceptarán su ingenuidad y su fracaso. Entre el Marlowe deportivo y eficaz, de 33 años, que va a visitar cuatro millones de dólares en la primera página de El sueño eterno, y el que ha cumplido los 45 y bebe más de la cuenta, en Playback, discurre una profunda reflexión sobre los Estados Unidos, la maduración de una ética, el ejercicio lúcido de la desesperanza. Comparado con toda justicia a Hemingway y a Scott Fitzgerald por la crítica europea, Chandler no obtuvo el mismo reconocimiento de sus compatriotas, cegados por una preceptiva literaria que sólo ahora comienza a modificarse: como estos dos autores, como Hammett o como su discípulo Ross Mac Donald, Chandler posee en alto grado las virtudes atribuidas a los conductistas (sobriedad expresiva, desconfianza por las descripciones de carácter, habilidad y economía en el planteo de las acciones), pero es indiscutible su aporte personal a esta corriente, a través del personaje de Philip Marlowe.

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