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– ¿Podría tratarse de un caso de homicidio si el tipo estaba dormido o se había extralimitado con la bebida? -preguntó Ohls.

– Por supuesto, pero hasta ahora no hay indicio alguno. El revólver es una Webley Hammerless. Es un arma difícil de amartillar, pero requiere una presión muy leve para descargarla. El rebufo explica la posición del revólver. Hasta ahora no veo nada en contra del suicidio. Espero una cifra alta de concentración alcohólica. Si fuera muy elevada -el hombre hizo una pausa y se encogió de hombros intencionalmente -podría inclinarse a dudar de la hipótesis del suicidio.

– Gracias. ¿Alguien avisó al juez del crimen?

El hombre asintió levemente y salió del cuarto. Ohls bostezó y miró la hora en el reloj. Después me miró y preguntó:

– ¿Quiere irse?

– Seguro, si me deja. Pensé que estaba detenido bajo sospecha.

– Tal vez lo hagamos comparecer más adelante. Lo único que le pido es que se quede donde podamos encontrarlo, si es que lo necesitamos; eso es todo. Usted es detective y sabe cómo marchan estos asuntos. A veces hay que trabajar rápido antes que la evidencia desaparezca. Este caso es justamente lo contrario. Si no se trata de un homicidio, ¿quién quería que él muriese? ¿Su mujer? No estaba aquí. ¿Usted? Magnífico, tenía la casa para usted solo y sabía dónde estaba el revólver. Un plan perfecto. Está todo menos el motivo, y creo que debemos darle cierta importancia a su experiencia. Creo que si usted quería matar al tipo lo habría hecho en forma un poco menos evidente.

– Gracias, Bernie.

– La servidumbre no se hallaba en la casa. Había salido. De modo que debe haber sido alguien que cayó por aquí expresamente con el objeto de eliminarlo. Esa persona tenía que saber dónde estaba el revólver de Wade, tuvo que encontrarlo bastante borracho como para que estuviese dormido, tuvo que apretar el gatillo en el momento en que aquella lancha hacía suficiente ruido como para amortiguar el sonido del disparo y tuvo que desaparecer antes de que usted regresara a la casa. Dado el estado actual de la investigación, no puedo imaginarme quién puede ser. La única persona que tenía los medios y la oportunidad era precisamente el tipo que no los habría utilizado… por la sencilla razón de que él era el único tipo que disponía de ellos.

Me puse de pie dispuesto a irme.

– Muy bien, Bernie. Por si me necesita, estaré en casa toda la noche.

– Algo más -dijo Ohls, pensativamente-. Este Wade era un escritor de fama. Mucha plata, mucha reputación. Por lo que a mí respecta, no entro en esa clase de juego. Uno puede encontrar tipos mucho mejores que él en verdaderos antros Eso es cuestión de gustos, y como policía no es asunto mío. Con todo este dinero, él tenía una casa hermosa en uno de los mejores lugares del distrito. Tenía una hermosa mujer, montones de amigos y ninguna preocupación. Lo que quisiera saber es qué fue lo que transformó todo eso en algo tan penoso para el que tuvo que apretar el gatillo. Seguro que algo debe haber sido. Si usted lo sabe, mejor será que se vaya preparando para decirlo. Hasta pronto.

Me dirigí hacia la puerta. El hombre que hacía guardia miró a Ohls, recibió la señal y me dejó salir. Subí al coche y tuve que ir bordeando el césped para poder abrirme paso entre los numerosos autos oficiales que se apretujaban en el camino. En el portón otro agente me miró, pero no dijo nada. Me puse los anteojos oscuros y llegué hasta el camino principal en marcha atrás. El camino estaba vacío y tranquilo. El sol vespertino iluminaba los céspedes cuidados y las grandes mansiones, espaciosas y caras, que se levantaban detrás de los jardines.

Un hombre que no era desconocido para el mundo había muerto en un baño de sangre, en una casa de Idle Valley, pero la ociosa quietud no había sido perturbada. Por lo que a los diarios concernía, hubiera podido ocurrir en el Tibet.

En una vuelta del camino, donde se juntaban las paredes de dos propiedades, estaba estacionado un coche policial verde oscuro. Un agente bajó del auto y levantó la mano. Se acercó a la ventanilla.

– ¿Puedo ver su carnet de conducir?

Saqué mi billetera y se la entregué abierta.

– Sólo el carnet, por favor. No puedo tocar su billetera.

Saqué el carnet y se lo di: -¿Qué sucede?

Dirigió una mirada dentro del coche y me devolvió el carnet.

– No pasa nada -dijo-. Simple trabajo de rutina. Lamento haberlo molestado.

Me hizo ademán de que continuara mi camino y volvió a su coche. Como un verdadero policía. Ellos nunca dicen por qué están haciendo algo. De esa forma uno no se entera de que ellos mismos no lo saben.

Llegué a casa, compré un par de bebidas refrescantes, salí después a cenar; cuando regresé abrí las ventanas y esperé a que ocurriera algo. Esperé largo tiempo. Eran las nueve cuando Bernie me llamó, me dijo que fuera en seguida y que no me detuviera en el camino para coger flores.

Capítulo XXXVIII

Candy se hallaba en la antesala de la oficina del administrador del distrito, sentado en una silla colocada contra la pared. Me miró con ojos llenos de odio cuando pasé a su lado para dirigirme a la gran sala cuadrada donde el alguacil Petersen impartía justicia, rodeado de una colección de certificados y testimonios del público agradecido a sus veinte años de dedicación y fidelidad en el desempeño de sus tareas oficiales. Las paredes estaban cubiertas de fotografías de caballos y Petersen hacía su aparición personal en cada foto. Las esquinas de su escritorio tallado eran cabezas de caballos. El tintero era un pulido casco de caballo y los bolígrafos estaban en uno idéntico a aquél, lleno de arena blanca. Encima de cada uno de los cascos había una placa de oro con una inscripción y una fecha. En medio de un inmaculado secante de escritorio había una bolsita de tabaco Bull Durham y un paquete de papeles marrones para liar cigarrillos. Petersen se los preparaba él mismo. Podía liar uno montado a caballo y con una sola mano, y a menudo lo hacía cuando dirigía un desfile, montado en un gran caballo blanco con montura mexicana, cargada con hermosos tallados e incrustaciones de plata. Cuando iba a caballo usaba un sombrero mexicano de copa chata. Montaba magníficamente y su caballo siempre sabía exactamente cuándo quedarse quieto y cuándo debía comportarse en tal forma que el alguacil, con su sonrisa tranquila e inescrutable, pudiera dominarlo con una mano. Petersen sabía representar muy bien. Tenía un hermoso perfil de aguilucho, que se iba aflojando un poco debajo de la barbilla, pero él sabía cómo colocar la cabeza para disimularlo. Se empecinaba en que le sacaran fotos. Tenía unos cincuenta y cinco años y su padre, que era danés, le había dejado mucho dinero. El alguacil no parecía de ascendencia danesa porque era de cabello oscuro y tez morena y tenía la impasible apostura de un indio de opereta y más o menos la misma clase de cerebro. Pero nadie lo había tratado nunca de fullero. Había habido fulleros en su departamento y lo habían engañado a él, así como habían engañado al público, pero ninguna de esas picardías habían salpicado y mancillado al alguacil Petersen. Seguía siendo elegido, sin siquiera intentarlo, continuaba montando caballos blancos a la cabeza de los desfiles e interrogando a los sospechosos frente a las cámaras. Eso es lo que decían los titulares. Pero, a decir verdad, nunca interrogaba a nadie. No hubiera sabido cómo hacerlo. Se limitaba a sentarse en su escritorio y mirar al sospechoso con mirada severa, dando el perfil a la cámara. Entonces se encendían las luces del magnesio, los fotógrafos agradecían al alguacil su deferencia, el sospechoso era sacado de allí sin que hubiera abierto la boca y Petersen se iba a su hacienda en el valle de San Francisco. Allí se le podía encontrar siempre. Si uno no podía abordarlo en persona, podía hablar con uno de sus caballos.

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