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Capítulo XXXVII

Ohls era un hombre fornido, de mediana estatura, cabello corto y enrulado, de un rubio descolorido y ojos azules. Tenía cejas blancuzcas y rígidas, y en la época lejana en que lo conocí usaba sombrero y siempre uno se sorprendía cuando se lo sacaba…, tenía la cabeza mucho más grande que lo que uno podía esperar. Era un policía rudo y de carácter fuerte que parecía mirar la vida con ceño torvo, pero en el fondo era un tipo muy decente. Hacía años que debía ser capitán. Media docena de veces había aprobado el examen entre los tres mejores. Pero él no le gustaba al alguacil y el alguacil no le gustaba a él.

Bajó las escaleras con paso rápido mientras se frotaba la mandíbula. Los fotógrafos habían estado trabajando todo el tiempo en el estudio con las lámparas de magnesio. Continuamente entraba y salía gente. Yo permanecí sentado en el living-room con un detective vestido de civil, y esperé.

Ohls se sentó en el borde de una silla, balanceando las manos. Mascaba un cigarrillo apagado. Me dirigió una mirada cavilosa.

– ¿Se acuerda de los viejos tiempos cuando en Idle Valley había una caseta en la entrada y fuerza policial privada?

– Y también juego -añadí con un signo de asentimiento.

– Claro. No se puede impedir. Toda esta parte sigue siendo propiedad privada, como lo eran Arrowhead y Emerald Bay. Hace mucho tiempo que no estoy en un caso sin tener a los periodistas saltando alrededor. Alguien debió haber susurrado en la oreja del alguacil Peterson y no lo pusieron en el teletipo.

– Han sido realmente considerados -expresé-. ¿Cómo está la señora Wade?

– Demasiado laxa. Debe haberse tomado unas cuantas píldoras. Ahí arriba hay una media docena de clases… ¡hasta Demerol! Es una substancia bastante mala. Sus amigos no tiene mucha suerte últimamente, ¿no? Se mueren.

No tuve nada que responder a eso.

– Los suicidios con armas de fuego siempre me interesan -dijo Ohls en tono despreocupado-. Permiten falsear las cosas con facilidad. La esposa dice que usted lo mató. ¿Por qué dice eso?

– No quiso decir eso realmente.

– No había nadie más aquí. Ella dice que usted sabía dónde estaba el revólver, sabía que el marido se estaba emborrachando, sabía que las otras noches él disparó un tiro con el revólver y ella tuvo que trabarse en lucha para sacárselo. Usted también estuvo aquí aquella noche. Eso creo que no le ayuda mucho, ¿no le parece?

– Esta tarde revisé el escritorio. El revólver no estaba. Yo le había dicho a la señora Wade que el revólver estaba allí y que lo guardara en otra parte. Ahora ella dice que no creía en esa clase de métodos.

– ¿Cuándo es “ahora”? ¿Quiere precisar? -preguntó Ohls, malhumorado.

– Después que la señora Wade regresó a su casa y antes de que yo telefoneara a la estación de policía.

– ¿Por qué revisó el escritorio?

Ohls levantó las manos y las apoyó sobre las rodillas. Me miraba con indiferencia, como si no prestara atención a mis palabras.

– Wade estaba bebiendo mucho. Pensé que sería prudente sacar el revólver de ahí. Pero la otra noche él no intentó suicidarse. Fue nada más que un alarde.

Ohls asintió. Sacó de la boca el cigarrillo que había estado masticando, lo dejó caer en el cenicero y lo reemplazó por uno nuevo.

– Dejé de fumar -me dijo-. Me hacía toser mucho. Pero no me puedo librar de estos malditos cigarrillos. No me acostumbro a estar sin uno en la boca… ¿Usted estaba encargado de vigilar al hombre cuando se quedaba solo?

– De ninguna manera. Me pidió que viniera a verlo y que almorzáramos juntos. Charlamos un rato y lo vi bastante deprimido porque su trabajo no marchaba. Comenzó a beber. ¿Piensa que debía haber impedido que se emborrachara?

– Todavía no pienso nada. Estoy tratando de hacerme una idea general. ¿Qué es lo que bebió usted?

– Cerveza.

– Es una mala suerte para usted haberse encontrado aquí, Marlowe. ¿Para qué era el cheque? Aquel que escribió a su orden y firmó y rompió después.

– Todos ellos querían que yo viniera a vivir aquí y lo mantuvieron en línea. Todos quiere decir él mismo, su mujer y su editor, un hombre llamado Howard Spencer. Creo que está en Nueva York. Puede verificar con él lo que le digo. Yo no acepté la propuesta. Después vino a verme la señora Wade y me dijo que su marido había desaparecido, que estaba preocupada y me pidió que lo buscara y lo llevara de vuelta a casa. Hice lo que me pidió. La vez siguiente que nos encontramos, él estaba tirado en el jardín y yo lo arrastré como pude y lo acosté en la cama. No quería tener nada que ver con ellos, Bernie. Simplemente me fueron envolviendo sin que me diera cuenta.

– No hay alguna relación con el caso Lennox, ¿eh?

– Pero, ¡por Dios! No existe ningún caso Lennox.

– Eso es verdad -contestó Ohls secamente. Se restregó las rodilleras. Un hombre entró por la puerta principal, hablo con el otro detective y después se dirigió hacia Ohls.

– Afuera hay un médico que dice llamarse Loring, teniente. Parece que lo llamaron. Es el médico de la señora.

– Déjelo entrar.

El detective se alejó y al minuto volvió con el doctor Loring que tenía en la mano su maletín negro. Llevaba un traje tropical y tenía aspecto fresco y elegante. Pasó a mi lado sin mirarme.

– ¿Está arriba? -preguntó a Ohls.

– Sí… en su cuarto. ¿Para qué le da el Demerol, doctor?

El doctor Loring frunció el ceño.

– Receto a mis pacientes lo que considero apropiado -dijo fríamente-. No tengo por qué explicar el motivo. ¿Quién dice que le doy Demerol a la señora Wade?

– Yo. La botella está arriba y tiene escrito su nombre. Ella tiene una verdadera farmacia en el cuarto de baño. Puede ser que lo ignore, doctor, pero en nuestra oficina tenemos un despliegue completo de todas esas pildoritas: “grajos”, “cardenales”, “avispas”, “ jilgueros” y todo el resto de la lista. El Demerol es una de las peores. En alguna parte leí que Goering seguía viviendo gracias al Demerol. Cuando lo atraparon tomaba dieciocho por día. Los médicos del ejército necesitaron tres meses para mermarle la ración.

– No sé lo que quieren decir esas palabras -dijo el doctor Loring fríamente.

– ¿No? Es una lástima. “Grajos” es el amital sódico. “Cardenales”, el Seconal. “Avispas”, el Nembutal. “Jilgueros” es uno de los barbitúricos mezclado con benzedrina. Demerol es un narcótico sintético que tiene mucha facilidad para formar hábito. Así que usted los receta a todos, ¿eh? ¿La señora sufre de algo serio?

– La borrachera de un marido puede ser enfermedad muy grave para una mujer sensible -contestó el doctor Loring.

– Usted no se llevaba bien con él, ¿eh? ¿No consiguió convencerlo? Lástima. La señora Wade está arriba, Doc. Gracias por el tiempo que me concedió.

– Usted es un impertinente, señor. Me quejaré de usted.

– Sí, hágalo -asintió Ohls-. Pero antes de presentar la queja haga algo más. Despeje la cabeza de la señora. Tengo que hacerle algunas preguntas.

– Haré exactamente lo que considere mejor para el estado de mi paciente. ¿Sabe por casualidad con quién está tratando? Y le diré, nada más que para poner las cosas en claro, que el señor Wade no era enfermo mío. No atiendo a alcohólicos.

– Se dedica únicamente a sus mujeres, ¿eh? -gruñó Ohls-. Sí, sé quién es usted, doctor, y estoy temblando de miedo por dentro. Mi nombre es Ohls, teniente Ohls.

El doctor Loring subió las escaleras. Ohls se sentó de nuevo y me hizo una mueca burlona.

– Hay que ser diplomático con esta clase de gente -dijo.

Un hombre salió del estudio y se acercó a Ohls. Era un tipo de aspecto serio, delgado, de anteojos y frente despejada.

– Teniente…

– Hable.

– La herida es de contacto, típicamente de suicidio, con una gran dilatación por la presión del gas. Los ojos están exoftálmicos por la misma razón. No creo que se encuentren impresiones digitales en la parte de afuera del revólver. La sangre las debe haber borrado.

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