“Le di a Candy demasiado dinero. Error. Debí haber comenzado con un cucurucho de maní y llegar hasta una banana. Entonces un pequeño cambio verdadero, lento y fácil, siempre lo tiene ansioso. Le diste demasiado para empezar y muy pronto consiguió quien le financie Puede vivir en México durante un mes, vivir a lo grande con lo que aquí le cuesta vivir un día. Cuando consiga ese dinero, ¿qué hará?, ¿un hombre cree que tiene suficiente dinero si piensa que puede conseguir más? Puede ser que esté bien. Tal vez debería matar a ese canalla de ojos brillantes Un hombre bueno murió por mí una vez, ¿por qué no una cucaracha de chaqueta blanca?
“Olvida, Candy. Siempre hay una forma de poner roma la punta de una aguja. La otra no la olvidaré nunca Está grabada en mi hígado con fuego verde.
“Mejor telefonear. Pierdo el control. Las siento que saltan, saltan, saltan. Mejor llamar a alguien rápido antes de que las cosas rosadas sé arrastren sobre mi cara. Mejor llamar, llamar, llamar. Llamar a Sioux City Sue. Hola, operadora, déme larga distancia. Hola, larga distancia, déme con Sioux City Sue. ¿Cuál es su número? No tengo número, sólo el nombre, operadora. La encontraré caminando a lo largo de la calle Diez, del lado de la sombra, bajo los grandes árboles con sus hojas extendidas. Muy bien, operadora, muy bien. Cancele todo el programa y permítame que le diga algo, quiero decir, que le pregunte algo. ¿Quién es el que va a pagar por todas esas fiestas que Gifford está dando en Londres si usted cancela mi llamada de larga distancia? Sí, usted cree que su empleo es seguro. Usted cree. Oiga, será mejor que hable con Gifford directamente. Que venga al aparato. Su criado acaba de traerle el té. Si él no puede hablar, enviaremos allí a alguien que pueda ¿Para qué escribí esto? ¿En qué estaba tratando de pensar? Teléfono. Mejor telefonear ahora. Estoy muy mal, muy, muy… “
* * *
Esto era todo. Doblé las hojas y las introduje en el bolsillo interior de mi americana, detrás de la libreta de notas. Me dirigí hacia las puertas-vidrieras, las abrí de par en par y salí a la terraza. Las nubes a ratos tapaban la luna y arruinaban un poco el paisaje. Pero era verano en Idle Valley y el encanto de las noches de verano subsiste siempre. Permanecí de pie contemplando el lago oscuro e inmóvil mientras reflexionaba y analizaba todos los acontecimientos del día. En aquel momento sonó el tiro.
Capítulo XXIX
En la galería vi dos puertas abiertas, la de Eileen y la de Roger, y los dos cuartos tenían las luces encendidas. Se oía ruido de lucha proveniente de la habitación de Roger. De un salto atravesé la puerta y encontré a Eileen inclinada sobre la cama, luchando a brazo partido con su marido. Dos manos estaban levantadas, una grande de hombre y otra chica de mujer, y las dos tenían agarrado un mismo revólver por el cañón. Roger estaba sentado en la cama y se inclinaba hacia adelante tirando con todas sus fuerzas. Ella tenía un salto de cama color azul pálido, de tela acolchada, el cabello suelto echado sobre la cara, y en aquel preciso momento logró asir el revólver con las dos manos y dándole un tirón rápido se lo arrebató a Roger. Me sorprendió comprobar la fuerza que tenía, aunque él estuviera medio drogado todavía. Roger cayó hacia atrás, jadeante y echando fuego por los ojos; ella se alejó y tropezó conmigo.
Entonces se detuvo sosteniendo el revólver con ambas manos, bien apretado contra el cuerpo. Empezó a llorar con sollozos entrecortados. Yo la sostuve con el brazo y puse la mano sobre el revólver. Ella giró en redondo como si acabara de percibir mi presencia, abrió grandemente los ojos y el cuerpo se desplomó virtualmente contra el mío. Soltó el revólver. Era un arma pesada y tosca, un Webley de doble acción, sin percutor. El cañón estaba caliente. Sostuve a Eileen con el brazo, guardé el revólver en el bolsillo y miré a Roger por encima de la cabeza de ella. Nadie pronunció una palabra.
En aquel momento Roger abrió los ojos y una sonrisa cansada se dibujó en sus labios.
– Nadie está herido -murmuró-. No fue nada más que una bala perdida en el techo.
Sentí que ella se ponía rígida; trató de forcejear para alejarse de mí. Yo la dejé ir. Tenía la mirada clara y firme.
– Roger -dijo con una voz que no alcanzaba a ser un susurro-, ¿tuviste que llegar a esto?
El miró fijamente hacia adelante con el ceño fruncido, se humedeció los labios y no contestó. Eileen se dirigió hacia la mesa de tocador y se apoyó contra ella. Movió la mano mecánicamente, se apartó el cabello de la cara y se lo echó hacia atrás. Se estremeció de pronto de pies a cabeza.
– Roger -murmuró de nuevo-. Pobre Roger. Pobre y desgraciado Roger.
El clavó la vista en el techo.
– Tuve una pesadilla -dijo lentamente-. Alguien con un cuchillo en la mano estaba inclinado sobre la cama. No sé quién era. Se parecía un poco a Candy. No pudo haber sido Candy.
– Por supuesto que no, querido -dijo ella con suavidad. Se apartó del tocador, se sentó al borde de la cama y empezó a frotar la frente de Roger con la mano-. Candy hace mucho rato que se fue a acostar. ¿Y por qué iba a tener Candy un cuchillo?
– Es mexicano. Todos ellos tienen cuchillos -replicó Roger con voz lejana e impersonal-. Le gustan los cuchillos. Y él no me quiere.
– Nadie le quiere a usted -dije brutalmente.
Eileen dio vuelta la cabeza con rapidez.
– Por favor…, por favor, no hable así. El no sabía. Tuvo un sueño.
– ¿Dónde estaba el revólver? -refunfuñé, observando a Eileen y sin prestarle a él ninguna atención.
– En la mesita de noche. En el cajón.
Roger dio vuelta la cabeza y tropezó con mi mirada. No había ningún revólver en el cajón y él sabía que yo lo sabía. Sólo estaban las pastillas y unas cuantas cositas más, pero no el revólver.
– O debajo de la almohada -agregó-. No estoy muy seguro. Disparé una sola vez, allá arriba -levantó pesadamente la mano y señaló con el dedo.
Levanté la vista. Parecía que hubiera un agujero en el techo. Me acerqué para poder observar mejor y vi que se trataba de un agujero de bala. Con seguridad que, con un arma semejante, la bala había atravesado el techo y penetrado en el altillo. Volví a acercarme a la cama y me quedé mirando a Roger con expresión dura.
– Esas son tonterías. Usted quiso matarse. No tuvo ninguna pesadilla. Estaba nadando en un mar de autocompasión. No tenía ningún revólver en el cajón o debajo de la almohada. Usted se levantó, buscó el arma, se volvió a meter en la cama y ahí se quedó dispuesto a terminar con todo. Pero le faltaron agallas; no creo que tuviera el coraje suficiente. Disparó un tiro sin apuntar a nada. Y su mujer vino corriendo…, eso es lo que usted quería. Nada más que compasión y simpatía, compañero. Nada más. Hasta la lucha fue falsa. Ella no hubiera podido arrebatarle el revólver si usted no hubiera querido.
– Estoy enfermo -dijo-. Pero puede ser que tenga razón. ¿Tiene alguna importancia?
– Claro que sí. Lo internarán en el pabellón de enfermos psíquicos y, créame, la gente que dirige ese lugar es casi tan simpática como los guardianes de la cárcel.
Eileen se puso de pie de un salto.
– Esto es demasiado -dijo en tono cortante-. El está enfermo y usted no lo ignora.
– El quiere estar enfermo. Sólo le estoy recordando lo que le costará.
– Este no es el momento para decírselo.
– Vuelva a su habitación.
Sus ojos azules relampaguearon.
– Cómo se atreve…
– Vuelva a su habitación. A menos que quiera que llame a la policía. Estas son cosas que hay que denunciar.
Roger casi sonrió.
– Sí, llame a la policía -dijo-, como hizo con Terry Lennox.
No presté atención a lo que decía. Seguía observándola a ella. Parecía totalmente agotada y débil y estaba muy hermosa. El arranque de furia había desaparecido. Le toqué el brazo suavemente.