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– ¿De otra manera qué? -le pregunté.

– De otra manera ella le habría dicho algo al investigador, ¿no le parece? -Frunció el ceño y agregó-: Creo que estamos diciendo tonterías. ¿Podría decirme para qué quería verme?

– Usted quería verme -le dije.

– Sí -replicó fríamente-, sólo porque cuando le hablé desde Nueva York usted me echó en cara que estaba sacando conclusiones apresuradas. Eso implica para mí que usted tenía algo que explicar. Bueno, ¿de qué se trata?

– Me gustaría explicárselo en presencia de la señora Wade.

– No me interesa la idea. Pienso que será mejor que usted haga por su cuenta los arreglos que crea convenientes. Siento gran estima por la señora Wade. Como hombre de negocios quisiera salvar el trabajo de Roger, si eso fuera posible. Si Eileen tiene de usted la opinión que usted mismo acaba de sugerir, no puedo servir de instrumento para introducirlo en su casa. Sea razonable.

– Muy bien -contesté-. No hablemos más del asunto. Puedo ir a verla en cualquier momento sin ninguna dificultad. Simplemente pensé que me gustaría llevar a alguien como testigo.

– ¿Como testigo de qué? -me preguntó instantáneamente.

– Lo oirá en presencia de ella o no lo oirá nunca.

– Entonces no lo oiré nunca.

Me puse de pie.

– Probablemente usted hace lo que cree correcto, Spencer. Usted quiere conseguir el libro de Wade… si es que puede utilizarlo. Y además quiere ser un tipo amable. Las dos son ambiciones muy loables, pero a mí no me interesa ninguna de ellas. Le deseo mucha suerte y adiós.

De pronto, Spencer se puso de pie y se acercó a mí.

– Espere un minuto, Marlowe. No sé qué es lo que está pensando, pero me parece que se lo toma muy en serio. ¿Hay algún misterio en la muerte de Roger Wade?

– Ninguno. Se disparó un tiro en la cabeza con un revólver Webley Hammerless. ¿No vio el informe de la investigación?

– Sí.

Estaba de pie a mi lado y parecía molesto y preocupado.

– Ciertamente. Eso salió en los diarios del este y un par de días después salió una crónica mucho más detallada en el diario de Los Angeles. El estaba solo en la casa, aunque usted no se encontraba lejos. Los sirvientes, Candy y el cocinero, habían salido, y Eileen había ido al centro de compras y llegó a la casa justo después que ocurrió. En el momento en que sucedió la cosa, una lancha muy ruidosa pasó por el lago y ahogó el sonido del disparo, de suerte que ni siquiera usted lo oyó.

– Así fue -dije-. Entonces la lancha se alejó y yo abandoné la orilla del lago y me dirigí hacia la casa, oí el timbre de la entrada, abrí la puerta y me encontré con Eileen Wade, que se había olvidado las llaves. Roger ya estaba muerto. Ella miró dentro del estudio desde la puerta, creyó que él estaba dormido en el diván y se fue a la cocina para preparar té. Un poco más tarde que ella, yo también miré al interior del estudio, noté que no había ningún rumor de respiración y encontré el motivo. A su debido tiempo llamé a los representantes de la ley.

– No veo ningún misterio -dijo Spencer con calma; el tono mordaz había desaparecido de su voz-. Era el propio revólver de Roger y no hacía más de una semana que lo había disparado en su propio cuarto. Usted encontró a Eileen luchando para sacárselo. Su estado de ánimo, su comportamiento, su depresión con respecto a su trabajo… todo eso salió afuera.

– Ella le dijo que el libro era bueno. ¿Por qué iba a sentirse deprimido por eso?

– Esa no es más que la opinión de ella, ¿sabe? El libro puede ser muy malo. O él puede haber pensado que era peor de lo que es en realidad. Continúe. No soy ningún tonto. Me doy cuenta de que hay algo más.

– El detective que investigó el caso es un viejo amigo mío. Un verdadero sabueso y un policía inteligente. Hay algunas cosas que no le gustan. ¿Por qué Roger no dejó ninguna nota… cuando estaba loco por escribir? ¿Por qué se suicidó en esa forma, dejando que fuera su propia mujer la que hiciese el terrible descubrimiento? ¿Por qué se preocupó por elegir el preciso momento en que yo no podía escuchar el ruido del disparo? ¿Por qué ella se olvidó las llaves de modo que hubo que abrirle la puerta para que entrara? ¿Por qué lo dejó solo justamente el día libre de la servidumbre? Acuérdese que ella dijo que no sabía que yo estaría allí. Si lo sabía, las dos últimas dudas pueden ser eliminadas.

– Dios -balbució Spencer-, ¿quiere darme a entender que ese loco maldito sospecha de Eileen?

– Sospecharía si hubiera podido encontrar un motivo.

– Eso es ridículo. ¿Por qué no sospechar de usted? Usted tenía toda la tarde para sí. Ella no disponía de más de unos minutos… y se había olvidado las llaves de la casa.

– ¿Qué motivo podía tener yo?

Spencer agarró mi vaso de whisky y se lo bebió de un trago. Puso el vaso sobre la mesa con sumo cuidado, sacó el pañuelo y se limpió los labios y los dedos que habían quedado humedecidos por el contacto con el vaso helado. Guardó el pañuelo en el bolsillo y se quedó mirándome.

– ¿La investigación continúa?

– No lo sé. Pero hay una cosa segura. A estas horas ya deben saber, por la concentración alcohólica, si había bebido tanto alcohol como para seguir de largo y estar borracho perdido. Si fuera así, podrán surgir dificultades.

– Y usted quiere hablar con ella -dijo Spencer, recalcando cada palabra -en presencia de testigos.

– Así es.

– Esto para mí significa únicamente dos cosas, Marlowe. O bien usted está muy asustado o piensa que ella lo está.

Yo hice un leve gesto afirmativo.

– ¿Cuál de las dos? -me preguntó en tono severo.

– Yo no estoy asustado.

Miró el reloj y dijo:

– Ruego a Dios que usted esté loco.

Nos miramos en silencio.

Capítulo XLII

Cuando atravesamos el Coldwater Canyon en dirección al norte, comenzó a apretar el calor. Subimos hasta la cumbre de la colina y después fuimos bajando hacia el valle de San Francisco. No corría brisa alguna y la atmósfera parecía de fuego. Miré a Spencer de soslayo. Tenía puesto el chaleco, pero evidentemente el calor no lo molestaba. Había algo que lo molestaba mucho más. Tenía la vista clavada adelante y no pronunció ni una sola palabra en todo el camino. El valle estaba cubierto por una espesa niebla. Desde abajo parecía un vaho que subiera del suelo; en seguida estuvimos en medio de la niebla y aquello sacó a Spencer de su silencio.

– Dios mío, yo pensaba que en el sur de California tenían un buen clima -refunfuñó-. ¿Qué hacen…, queman viejos neumáticos de camiones?

– En Idle Valley estaremos bien -le prometí para consolarlo-. Allí sopla la brisa del océano.

– Me alegro que tengan algo más que borrachos -dijo-. Por lo que he visto de la gente local que vive en los barrios ricos, creo que Roger Wade cometió un trágico error al venir a vivir aquí. Un escritor necesita estímulo… y no del tipo que se embotella. Por estos sitios no más que una gran borrachera quemada por el sol. Por supuesto, me estoy refiriendo a la gente de la capa superior.

Di la vuelta y disminuí la velocidad para recorrer el tramo polvoriento de la entrada de Idle Valley, después seguí de nuevo por el pavimento y al cabo de un rato se hizo sentir la brisa del océano que se filtraba por entre las colinas. Altos rociadores automáticos giraban en los grandes jardines cubiertos de suave césped y el agua zumbaba al rozarlos. En aquel momento, la mayor parte de la gente debía estar en alguna otra parte. Eso podía verse por el aspecto de las casas, con sus persianas cerradas, y por la forma en que el camión del jardinero estaba estacionado en el medio del camino de entrada de los coches. Llegamos a la casa de los Wade; atravesé la entrada y detuve el coche detrás del Jaguar de Eileen. Spencer bajó y con paso firme se dirigió hacia el pórtico de la casa. Tocó el timbre y la puerta se abrió casi en seguida. Apareció Candy con la chaqueta blanca, el rostro moreno y agradable y los ojos negros y penetrantes. Todo estaba en orden.

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