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Wade regresó con otra botella de whisky. La lancha tomó velocidad y se perdió en la distancia. Wade colocó la nueva botella al lado de la otra, la acarició con la mano y se sentó.

– ¡Dios, me imagino que no se va a beber todo eso!

Me miró de soslayo.

– Salga de aquí, compañero. Váyase a su casa y dedíquese a limpiar el piso de la cocina o algo por el estilo. Me está tapando la luz.

Tenía la voz ronca de nuevo. Con seguridad se había tomado un par de copas en la cocina.

– Si me necesita, llámeme.

– No podría llegar tan bajo como para necesitarlo.

– Muy bien. Gracias. Me quedaré por aquí hasta que venga la señora Wade. ¿Oyó hablar de alguien llamado Paul Marston?

Levantó la cabeza lentamente. Sus ojos me enfocaron, pero con gran esfuerzo. Pude ver cómo luchaba para dominarse. Ganó la batalla… por el momento. El rostro se cubrió con una máscara inexpresiva.

– No, nunca -dijo con suma cautela, pronunciando las palabras muy lentamente-. ¿Quién es el tipo?

Cuando lo volví a ver al cabo de un rato lo encontré dormido, tenía la boca abierta, el cabello empapado de sudor y apestaba a whisky. Tenía los labios estirados hacia atrás, en una mueca que dejaba al descubierto los dientes y parte de la lengua, que parecía reseca.

Una de las botellas de whisky estaba vacía. En el vaso había dos dedos de whisky y la otra botella estaba llena hasta las tres cuartas partes. Coloqué la botella vacía sobre la mesita, la saqué de la habitación y regresé a cerrar las puertas-vidrieras y bajar las cortinas venecianas. La lancha podía volver y despertarlo. Después cerré la puerta del estudio.

Empujé la mesita rodante hasta la cocina, una cocina azul y blanca, amplia, ventilada y vacía. Todavía tenía hambre. Comí otro sandwich, bebí lo que quedaba de la cerveza y después me serví una taza de café y la tomé. La cerveza había perdido su fuerza, pero el café todavía estaba caliente. Luego regresé al patio. Pasó un largo rato antes de que volviera la lancha. Eran casi las cuatro cuando oí su estruendo lejano, que fue subiendo de tono hasta transformarse en un verdadero bramido que rompía los tímpanos. Debería haber alguna ley contra eso. Probablemente existía pero al tipo de la lancha le importaba un comino. Gozaba con molestar a la gente, como otra gente que conocía. Me encaminé hacia la orilla del lago.

Esta vez lo logró. El conductor disminuyó un poco la velocidad en la curva y el muchacho tostado, que estaba sobre el esquí acuático, se inclinó hacia afuera para contrarrestar la fuerza centrífuga. El esquí estaba casi fuera del agua, pero uno de los bordes permaneció dentro. Cuando la lancha se enderezó, en el esquí estaba todavía el esquiador, y entonces volvieron por donde habían venido y eso fue todo. Las olas levantadas por la lancha llegaron hasta la playa del lago. Golpearon con fuerza contra los pilares del pequeño muelle y balancearon arriba y abajo el bote amarrado allí. Seguían golpeando todavía cuando regresé a la casa.

Al llegar al patio oí el repiqueteo de un timbre que sonaba desde la cocina. Al instante repiqueteó de nuevo y pensé que sólo la puerta principal podía tener un timbre con aquel juego de campanas, de modo que me dirigí hacia la puerta y la abrí.

Eileen Wade estaba de pie, mirando hacia otro lado. Se dio vuelta mientras decía:

– Lo siento, pero me olvidé la llave. -En aquel momento me vio y exclamó-: ¡Oh!…, creí que era Roger o Candy.

– Candy no está. Es jueves.

Ella entró y cerró la puerta. Colocó la cartera sobre la mesa, entre los dos sofás. Tenía un aspecto descansado y lejano. Se sacó los guantes blancos de cuero de cerdo.

– ¿Ha ocurrido algo?

– Bueno, Roger ha estado bebiendo un poco. No demasiado. Se durmió en el sofá del estudio.

– ¿El lo llamó?

– Sí, pero no por eso. Me invitó a almorzar. Creo que no quería quedarse solo.

– ¡Oh! -Se sentó lentamente en el sofá-. Me olvidé por completo de que hoy era jueves. La cocinera también salió. ¡Qué tonta!

– Candy preparó el almuerzo antes de irse. Bueno, me voy corriendo. Espero que mi coche no le haya impedido pasar.

Ella sonrió.

– No; había mucho lugar. ¿No quiere tomar una taza de té? Así me acompaña.

– Muy bien -contesté, sin saber por qué lo decía. No tenía ningún deseo de tomar té. Simplemente lo dije.

Eileen se sacó la chaqueta de hilo. No llevaba sombrero.

– Entraré un momento a ver si Roger está bien.

La observé mientras se encaminaba hacia el estudio y abría la puerta. Permaneció parada un instante y después cerró la puerta y regresó.

– Todavía duerme. Muy profundamente. Tengo que ir arriba un momento. Bajaré en seguida.

Eileen recogió la chaqueta, los guantes y la cartera, subió las escaleras y entró en su cuarto. La puerta se cerró. Me dirigí hacia el estudio con la idea de traer la botella de whisky. Si Wade todavía estaba dormido, no la necesitaría.

Capítulo XXXVI

Con las puertas cerradas y las cortinas bajas el ambiente en el estudio era sofocante y la claridad escasa. En la atmósfera había un olor acre y el silencio que reinaba era demasiado profundo. Desde la puerta hasta el sofá había una distancia no mayor de seis metros, y no necesité recorrer ni la mitad para saber que en aquel sofá yacía un hombre muerto.

Estaba acostado de lado, con la cara vuelta hacia el respaldo del sofá; tenía un brazo doblado por debajo del cuerpo y el antebrazo del otro sobre los ojos. Entre el pecho y el respaldo del sofá había un charco de sangre y en aquel charco estaba la Webley Hammerless. El costado de la cara parecía una máscara cubierta de hollín.

Me incliné sobre él, tenía los ojos muy abiertos y en la cabeza un agujero tumefacto y ennegrecido del cual la sangre manaba todavía.

Lo dejé tal como estaba. Tenía la muñeca caliente, pero no había duda de que estaba muerto. Miré a mi alrededor buscando alguna nota o cualquier cosa escrita, pero lo único que vi fue el montón de hojas sobre el escritorio. Los asesinos no dejan notas. La máquina de escribir no tenía puesta la tapa. No había en ello nada extraño. Por lo demás, todo parecía natural. Los suicidas se preparan en toda clase de formas, algunos con bebidas, otros con cenas elaboradas, con champaña, algunos en ropa de noche, otros sin ropa alguna. La gente se ha suicidado arriba de las paredes, en zanjas, en cuartos de baño, en el agua, encima del agua, debajo del agua. Se han ahorcado en graneros o se han matado con gas en los garajes. Este suicidio parecía muy sencillo. Yo no había oído el tiro, pero seguramente lo disparó cuando yo estaba a la orilla del lago, observando cómo daba vuelta el esquiador. Había bastante ruido. Por qué eso debió importarle a Roger Wade, no lo sé. Tal vez no le importó. Quizás el impulso final coincidió con la carrera de la lancha. A mí eso no me gustaba, pero a nadie le importaría mi opinión.

Los trozos rotos del cheque estaban todavía en el suelo y los dejé sin tocarlos. En el canasto estaban los pedazos rotos de las hojas que Wade había escrito aquella noche, y ésos sí que los retiré. Los saqué del canasto, comprobé que los tenía todos y me los metí en el bolsillo. El canasto estaba casi vacío, lo que facilitó la operación. No valía la pena investigar dónde pudo haber estado el revólver. Había demasiados lugares para esconderlo: en una silla o en el sofá, debajo de uno de los almohadones, o en el suelo, detrás de los libros, en cualquier parte.

Salí del estudio y cerré la puerta. Presté atención y oí ruidos provenientes de la cocina. Me dirigí hacia allí. Eileen tenía puesto un delantal azul y la olla apenas comenzaba a silbar. Bajó la llama del gas y me dirigió una mirada rápida e indiferente.

– ¿Cómo prefiere el té, señor Marlowe?

– Tal como sale de la tetera.

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