– ¿Qué quiere que le diga?
– Nada. Es demasiado tarde. Ya le dije una vez que aquel que se cree muy vivo no engaña a nadie sino a sí mismo. Se lo dije en forma clara y directa. Pero usted no me llevó el apunte. Creo que en este momento daría una muestra de inteligencia si se fuera de la ciudad. Nadie lo quiere aquí, y cuando hay un par de tipos que no le tienen simpatía a alguien, no se quedan cruzados de brazos.
– No soy tan importante, Bernie. Dejemos de pelearnos y discutir. Hasta la muerte de Wade, usted ni siquiera se interesó o intervino en el caso. Después de su muerte el asunto no le importó mucho a usted, ni al Investigador, ni al Fiscal del Distrito ni a nadie. Puede ser que me haya equivocado en algunas cosas. Pero la verdad salió a relucir. Usted hubiera podido tener en sus manos a la señora Wade ayer por la tarde… pero ¿con qué?
– Con lo que usted nos hubiera contado respecto de ella.
– ¿Yo? ¿Con el trabajo policial que hice a espaldas suyas?
Ohls se puso de pie bruscamente. Tenía la cara roja.
– Muy bien, como usted quiera. Pero ella estaría viva ahora. La hubiéramos podido detener bajo sospecha. Usted quería que muriera.
– Lo único que yo quería es que se examinara a conciencia, que se mirara a sí misma larga y profundamente. Lo que haría después era cosa suya. Yo quise rehabilitar a un hombre inocente. No me importó un comino cómo conseguí hacerlo y ahora tampoco me importa. Si me necesita para algo estaré a su disposición cuando guste.
– Ya habrá quien se encargue de usted, amigo. No tendré que molestarme. Usted cree que no es bastante importante como para que se preocupen por su persona. Claro que no lo es, si vemos en usted al inofensivo detective llamado Marlowe. Pero la cosa es diferente si usted personifica al tipo a quien le advirtieron que no se metiera en nada y que les dio públicamente, en un diario, una bofetada en la cara. Eso hiere el orgullo de la gente.
– Esto es lastimoso -dije-. Sólo de pensarlo, sangro internamente, para usar sus propias palabras.
Ohls se dirigió hacia la puerta y la abrió. Se detuvo al pie de la escalera contemplando los escalones de madera roja, los árboles que cubrían la colina situada al otro lado del camino y el suave declive al final de la calle.
– Un lugar agradable y tranquilo -dijo-. Suficientemente tranquilo.
Bajó las escaleras, subió al coche y partió. Los policías nunca dicen adiós. Siempre esperan verlo a uno de nuevo en la fila.
Capítulo XLVII
Al día siguiente, durante corto tiempo, las cosas parecieron adquirir animación. El Fiscal de Distrito, Springer, llamó temprano a una conferencia de prensa y entregó una declaración. Pertenecía a esa clase de hombres grandotes, ampulosos, de cejas negras y cabello prematuramente gris, que siempre se desempeñan en política en forma brillante.
“He leído el documento que pretende ser una confesión de la infortunada e infeliz mujer que se mató recientemente, documento que puede ser o no auténtico, pero que si lo es, resulta evidente que se trata del producto de una mente desequilibrada. Estoy dispuesto a suponer que el Journal publicó el documento de buena fe, pese a sus muchos absurdos e inconsistencias que no me molestaré en enumerar. Si Eileen Wade escribió esas palabras, y mi oficina, junto con el personal de mi respetable colega el alguacil Petersen, pronto determinarán si lo hizo o no, entonces tengo que decirles a ustedes que no las escribió con la cabeza despejada ni con mano firme. ¡Imaginen el shock, la desesperación, la terrible soledad que debe haber seguido a aquel espantoso desastre! Y ahora ella se ha reunido con él en la amargura de la muerte. ¿Se gana algo con turbar las cenizas de los muertos? ¿Algo, amigos míos, fuera de la venta de algunos ejemplares de un periódico desesperado por aumentar su circulación? Nada, amigos, nada. Dejémoslo como está. Como Ofelia en aquella gran obra maestra dramática llamada Hamlet, del inmortal William Shakespeare, Eileen Wade tomó su trago amargo con una diferencia. Mis enemigos políticos querrían sacar partido de esa diferencia, pero mis amigos y votantes no quedarán decepcionados. Ellos saben que esta oficina siempre prefirió el cumplimiento de la ley en forma sabia y madura, la justicia atemperada por la misericordia, un gobierno conservador, sólido y estable. Ignoro lo que apoya el Journal y no me importa mucho tampoco. Dejemos que el público esclarecido juzgue por sí mismo.”
El Journal publicó aquel ridículo discurso en su primera edición (era un diario matutino) y Henry Sherman, el jefe de redacción, escribió un comentario firmado como respuesta a Springer.
“El Fiscal de Distrito, señor Springer, estuvo en buena forma esta mañana. Es un hombre de rostro agradable y habla con rica voz de barítono que es un placer escuchar. No nos fastidió con ninguna clase de hechos. Cada vez que el señor Springer se moleste en requerir la autenticidad de los documentos presentados a él como pruebas, el Journal se sentirá muy feliz en hacerlo. Nosotros no creemos que el señor Springer vaya a iniciar acción alguna para reabrir casos que oficialmente han sido dados por finiquitados con su sanción o bajo su dirección, del mismo modo que no esperamos que el señor Springer se pare de cabeza sobre la torre del palacio municipal. Para usar la fraseología tan adecuadamente empleada por el señor Springer, ¿se ganará algo removiendo las cenizas de los muertos? O, tal como el Journal diría con menos elegancia, ¿algo va a ganarse descubriendo quién cometió un asesinato cuando el asesino ya está muerto? Nada, por supuesto, sino justicia y verdad.
“En memoria del finado William Shakespeare, el Journal desea agradecer al señor Springer por su favorable mención de Hamlet, lo mismo que por su importante aunque no exacta alusión a Ofelia. “Debes sobrellevar tu pesar con una diferencia” no fue dicho de Ofelia sino que lo dijo ella, y exactamente qué quiso decir con ello nunca ha resultado muy claro para nuestras mentes menos eruditas. Pero dejemos pasar eso. Eso suena bien y ayuda a confundir el asunto. Tal vez se nos permita citar, también de esa producción dramática aprobada, oficialmente conocida por Hamlet algo bueno que se le ocurrió decir a un mal hombre: “Y allí donde la ofensa esté que la gran hacha caiga.”
Lonie Morgan me llamó alrededor del mediodía y me preguntó si estaba satisfecho. Le dije que no creía que el asunto perjudicara a Springer para nada.
– Sólo podrían aprovecharlo sus enemigos políticos, pero ellos ya lo tienen marcado.
– No me refería a Springer sino a usted.
– Nada sobre mí. Estoy aquí sentado simplemente a la espera de una copa suave para metérmela entre pecho y espalda.
– Eso no fue exactamente lo que yo quise decir.
– Todavía gozo de buena salud. Deje de intentar asustarme. Obtuve lo que quería. Si Lennox estuviera vivo, todavía podría ir directamente a ver a Springer y escupirle en la cara.
– Usted lo hizo por él y Springer se ha dado cuenta. Ellos disponen de cientos de medios para embromar a un tipo que no les agrada. No sé por qué creyó usted que valía la pena arriesgarse por un hombre como Lennox. No se lo merecía.
– ¿Qué tiene eso que ver con el asunto?
Se quedó silencioso durante unos segundos y después dijo:
– Lo siento, Marlowe, pero debí callarme la boca. Buena suerte.
Cortamos después de los adioses de rigor.
A las dos de la tarde Linda Loring me llamó por teléfono.
– Acabo de regresar de los lagos del Norte; he venido en avión. Sé de alguien que está furioso con las noticias aparecidas anoche en el Journal. A mi casi exmarido le cayeron como un mazazo en la cabeza. El pobre hombre estaba llorando cuando me fui.
– ¿Qué quiso decir con eso de “casi ex marido”?