– ¿Sabe una cosa? Usted es un hijo de… muy despiadado. Sería capaz de hacer cualquier cosa para averiguar lo que necesita o quiere saber. Hasta le haría el amor a mi mujer aunque yo me encontrara borracho perdido en la habitación contigua.
– ¿Usted cree todo lo que le cuenta ese tirador de cuchillos?
Se sirvió más whisky y levantó el vaso sosteniéndolo contra la luz.
– No, todo no -dijo-. El whisky tiene lindo color, ¿no es cierto? No está mal ahogarse en un diluvio dorado. “Cesar de ser a la medianoche, sin dolor.” ¿Cómo sigue eso? Oh, lo siento. Usted no debe saberlo. Demasiado literario Usted es algo así como un detective, ¿no? ¿Le molestaría decirme por qué está aquí?
Bebió el whisky y sonrió en forma burlona. De pronto fijó la vista en el cheque que estaba sobre la mesa. Lo agarró y empezó a leerlo.
– Parece que está endosado a la orden de alguien llamado Marlowe. Me pregunto por qué y para qué. Por lo visto está firmado por mí. Eso sí que es una locura de mi parte. Lo que sucede es que soy un tipo muy crédulo.
– Termine de mandarse la parte -le dije con dureza-. ¿Dónde está su mujer?
– Mi mujer volverá a casa a su debido tiempo. Sin duda para ese entonces yo ya estaré listo, de modo que podrá atenderlo con toda comodidad. La casa estará a disposición de ustedes -contestó con toda cortesía.
– ¿Dónde está el revólver? -pregunté súbitamente.
Wade me contestó que lo ignoraba y entonces le dije que yo lo había guardado en el escritorio:
– Estoy seguro de que ahora no está allí. Puede buscarlo si quiere. Pero no me robe las gomitas.
Me acerqué al escritorio y lo revisé de arriba abajo. El revólver no estaba. Eso sí que era algo raro. Podría ser que Eileen lo hubiera escondido.
– Oiga, Wade, le pregunté dónde se hallaba su señora. Creo que ella debería estar aquí. No para beneficio mío, sino suyo. Alguien tiene que cuidarlo a usted, y que Dios me maldiga si voy a ser yo.
Wade me contempló con mirada vaga. Tenía todavía el cheque en la mano. Depositó el vaso sobre la mesa y rompió el cheque en dos partes y después en otras dos y en otras, hasta convertirlo en un montón de pedacitos que dejó caer al suelo.
– Evidentemente, la cantidad era demasiado pequeña -dijo-. Sus servicios se cotizan muy alto. Ni siquiera le satisfacen mil dólares y mi mujer. Lo siento mucho, pero no puedo ofrecerle nada mejor. Sólo puedo ir más arriba con esto. -Palmeó la botella.
– Me voy -dije.
– ¿Pero por qué? Usted quería que yo recordara. Bueno…, aquí en la botella está mi memoria. Quédese por aquí, amigazo. Cuando esté bastante achispado le hablaré de todas las mujeres a quienes he asesinado.
– Muy bien, Wade, me quedaré un rato. Pero no aquí dentro. Si me necesita, lo único que tiene que hacer es arrojar una silla contra la pared.
Salí del estudio dejando la puerta abierta. Atravesé el gran living y salí al patio. Coloqué una de las hamacas a la sombra de la galería y me recosté sobre ella. Sobre el lago se levantaba una bruma azulada que desdibujaba las colinas lejanas. La brisa del océano había comenzado a filtrarse por entremedio de las montañas bajas, en dirección al oeste, e iba limpiando la atmósfera. El calor descendía gradualmente. Aquel verano era perfecto en Idle Valley. Alguien lo había planeado de ese modo. Seguramente el Paraíso. Sociedad Anónima, Clientela Muy Restringida y Altamente Seleccionada. Sólo para la gente más distinguida. Absolutamente prohibida la entrada a los centroeuropeos. Nada más que la crema, la flor y nata, lo más encumbrado; la gente realmente encantadora, fascinante. Como los Loring y los Wade. Oro puro.
Capítulo XXXV
Permanecí recostado durante media hora tratando de decidir lo que haría. Por una parte tenía deseos de dejar que Wade se emborrachara para ver si revelaba algo que pudiera dar un indicio o una conclusión. No pensé que podría ocurrirle gran cosa estando en su propio estudio y en su propia casa. Podría caerse de nuevo, pero eso le llevaría tiempo. El hombre tenía resistencia. Y un borracho siempre se las arregla, no sé cómo, para no lastimarse mucho. Podía volver a sentir su complejo de culpa. Lo más probable es que esta vez simplemente se quedara dormido.
Por otra parte, lo único que quería era irme y no meterme más en nada, pero ésta era la parte de mi personalidad a la que nunca llevaba el apunte. Porque si alguna vez lo hubiera hecho, me habría quedado en la ciudad donde nací, habría trabajado en la ferretería y me habría casado con la hija del dueño y tendría cinco hijos. Les leería el suplemento cómico el domingo por la mañana y les daría un coscorrón cuando se saliesen de la línea; discutiría con mi esposa sobre la cantidad de dinero mensual que habría que darles para sus gastos y qué programas podrían escuchar por la radio o la TV. Hasta habría podido llegar a ser rico (un rico de ciudad pequeña), con una casa de ocho habitaciones, dos coches en el garaje, pollos todos los domingos, el Reader's Digest sobre la mesa del living-room, mi esposa con una permanente impecable y yo con un cerebro como una bolsa de cemento Portland. Elíjalo usted, amigo. Yo me quedo con la gran ciudad, sórdida, sucia, pervertida.
Me levanté y regresé al estudio. Wade seguía sentado mirando al vacío, con el ceño fruncido, un resplandor de tristeza en los ojos y la botella de whisky medio vacía. Me miró como un caballo preso por una tranquera.
– ¿Qué quiere?
– Nada. ¿Se siente bien?
– No me moleste. Tengo un hombrecillo en el hombro que me está contando cuentos.
Me serví otro sandwich y otro vaso de cerveza.
– ¿Sabe una cosa? -me preguntó de pronto, y su voz se hizo mucho más clara-. En una época tuve un secretario. Solía dictarle. Dejé que se fuera. Me fastidiaba verlo ahí sentado, esperando que yo creara. Error. Debí haberlo conservado. Se habría corrido la voz de que yo era homosexual. Los muchachos inteligentes que escriben críticas de libros, porque no pueden escribir ninguna otra cosa, se habrían enterado y hubieran empezado a hacerme el tren. Tienen que cuidar a los de su misma clase, ¿sabe? Son todos tipos raros. El pervertido es el árbitro artístico de nuestra época, compañero. Es el hombre superior.
– ¿No me diga? Yo creo que siempre ha andado dando vueltas, ¿no?
No me miraba. Estaba hablando, simplemente. Pero oyó lo que dije.
– Claro, durante miles de años. Y especialmente en las grandes épocas del arte. Atenas, Roma, el Renacimiento, la época Isabelina, el Romanticismo en Francia…, están repletos de esos individuos. ¿Leyó alguna vez La rama dorada? No, demasiado largo para usted. Hay una versión resumida. Debería leerla. Prueba que nuestros hábitos sexuales son pura convención…, como usar corbata negra con chaqueta de etiqueta. Soy un escritor de temas sexuales, pero con vueltas y adornos.
Me miró y se sonrió despreciativamente: -¿Sabe una cosa? Soy un mentiroso. Mis héroes tienen dos cuarenta de altura y mis heroínas, callos en el trasero por estar en la cama con las rodillas levantadas. Encajes y volados, espadas y carrozas, elegancia y ocio, duelos y muerte heroica.
Todo mentiras. Ellos usaban perfume en lugar de jabón, tenían los dientes deteriorados porque nunca se los limpiaban, las uñas olían a mugre. La nobleza de Francia orinaba en las paredes de los corredores de mármol de Versalles, y cuando al fin alguien conseguía varios juegos de ropa interior de la encantadora marquesa, lo primero que notaba es que la dama necesitaba un baño. Yo debería escribir en esa forma.
– ¿Por qué no lo hace?
Rió entre dientes: -¡Claro! Y vivir en Compton, en una casa de cinco habitaciones…, si es que tengo esa suerte.
Se inclinó y palmeó la botella de whisky: -Estás muy sola, compañera. Necesitas compañía.
Se puso de pie y con paso bastante firme salió de la habitación Me quedé esperando, sin pensar en nada. Se oyó el ruido de una lancha a motor que se acercaba por el lago. Cuando estuvo al alcance de mi vista pude ver que debido a la velocidad que traía la proa estaba casi totalmente fuera del agua y llevaba a remolque uno de esos tablones para esquí acuático, sobre el cual se encontraba un joven fornido y tostado por el sol. Me dirigí a los ventanales y observé cómo la lancha cambiaba de dirección dando una vuelta brusca. La tomó a demasiada velocidad y estuvo a punto de volcar. El esquiador acuático saltó sobre un pie tratando de mantener el equilibrio, pero no pudo hacerlo y cayó al agua. La lancha detuvo la marcha y el muchacho se acercó nadando perezosamente; después siguió a lo largo de la soga de remolque y se echó sobre el esquí.