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– Y por favor, ¿sería tan amable de mandar la cuenta de sus honorarios?

– Usted no me debe nada, señora Wade. Lo poco que hice ya me fue pagado.

– Debo haberle parecido una tonta al comportarme como en la época victoriana -dijo ella-. En estos días que vivimos, un beso no parece que tuviera mucho significado. Vendrá, ¿no es cierto?

– Me parece que sí. En contra de mi mejor juicio.

– Roger está de nuevo bastante bien. Está trabajando.

– Magnífico.

– Está usted muy solemne hoy. Creo que usted toma la vida muy en serio.

– De vez en cuando. ¿Por qué?

Se rió muy gentilmente, dijo adiós y colgó. Durante un rato me quedé sentado tomando la vida seriamente. Después traté de pensar en algo divertido para poder reírme con ganas. No resultó de ninguna de las dos formas, de modo que saqué de la caja de hierro la carta de despedida que me había enviado Terry Lennox y volví a leerla. Me hizo recordar que todavía no había ido al bar Victor a tomar el gimlet que me pidió que bebiera a su memoria. Era precisamente la hora apropiada para ir, el bar estaría tranquilo, como a Terry le habría gustado, de haber estado conmigo. Pensé en él con vaga tristeza y también con amargura. Cuando iba al bar de Victor me dejaba llevar por las copas, pero no del todo. Tenía demasiado dinero suyo. El me había engañado, pero pagó bien por ese privilegio.

Capítulo XXII

El bar Victor estaba tranquilo y silencioso. Había una mujer sentada en un taburete del mostrador, Ilevaba un traje sastre de color negro que, por la época del año en que nos encontrábamos, no podía ser de otra cosa que de alguna tela sintética como el orlón; estaba bebiendo una bebida de color verdoso pálido y fumaba un cigarrillo en larga boquilla de jade.

Tenía esa mirada sutil e intensa que a veces evidencia neurosis, a veces ansiedad sexual y otras es simplemente el resultado de una dieta drástica.

Me senté dos taburetes más allá y el barman me saludó con una inclinación de cabeza pero no sonrió.

– Un gimlet -dije-, sin bitter.

El puso la servilleta delante de mí y siguió mirándome.

– ¿Sabe una cosa? -me dijo con voz amable-. Una noche oí lo que hablaban usted y su amigo, y entonces conseguí una botella de ese jugo de lima de marca. Pero ustedes no volvieron y acabo de abrirla esta noche.

– Mi amigo se fue de la ciudad -contesté-. Uno doble, si está de acuerdo. Y gracias por haberse tomado la molestia.

El barman se alejó. La mujer de negro me dirigió una mirada rápida y después siguió mirando su vaso.

– Tan poca gente los toma -murmuró tan despacio que al principio no me di cuenta de que me estaba hablando. Volvió a mirarme de nuevo. Tenía ojos oscuros y muy grandes y las uñas más rojas que hubiera visto en mi vida. Pero no tenía el aspecto de ser un programa fácil y en su voz no había ningún indicio de que fuera una buscona-. Me refiero a los gimlets.

– Un amigo me enseñó a tomarlos y a gustarlos.

– Debe de ser inglés.

– ¿Por qué?

– Me refiero al jugo de lima. Es tan inglés como el pescado hervido con esa espantosa salsa de anchoas que tiene el aspecto de que el cocinero ha sangrado sobre ella.

– Yo creía que era más bien una bebida tropical, propia de regiones calurosas. Malaya o algo por el estilo.

– Tal vez tenga razón. -Se volvió de nuevo.

El barman me sirvió el vaso con la bebida. El jugo de lima le daba un color verde amarillento pálido y parecía como enturbiada. La probé. Era dulce y fuerte al mismo tiempo. La mujer de negro me observaba. Levantó su vaso hacia mí y bebimos juntos. Entonces supe que su bebida era igual a la mía.

El próximo paso era cosa de rutina, de modo que no lo di. Simplemente seguí sentado.

– El no era inglés. Quizás estuvo allí durante la guerra. Acostumbrábamos a venir aquí de vez en cuando, a hora temprana como ésta -dije después de un momento-, antes de que empiece a bullir la multitud.

– Es una hora agradable -dijo ella-, casi la única hora agradable para un bar.

Vació su vaso y agregó:

– Quizá yo conocía a su amigo. ¿Cómo se llamaba? -No contesté en seguida. Encendí un cigarrillo y la observé mientras sacaba la colilla de la boquilla de jade y ponía otro cigarrillo en su lugar. Le alcancé el encendedor. Después contesté a la pregunta.

– Lennox.

Me agradeció por el encendedor y me dirigió una mirada escrutadora. Hizo un signo afirmativo con la cabeza y dijo:

– Sí, yo lo conocía muy bien. Quizá demasiado bien.

El barman se acercó y miró mi vaso.

– Sírvanos otra ronda -ordené-; llévelos a un reservado.

Bajé del taburete y quedé de pie, esperando. Ella podía o no aceptar la invitación. No me preocupaba particularmente. De vez en cuando, un hombre y una mujer pueden encontrarse y conversar sin ir a parar al dormitorio, en este país de conciencia sexual demasiado desarrollada. Este podría ser el caso o simplemente la mujer podía suponer que mis intenciones eran otras. Si fuera así, al demonio con ella.

La mujer de negro vaciló, pero sólo un momento. Recogió el par de guantes negros y la cartera de gamuza negra que había dejado sobre el mostrador, atravesó el bar dirigiéndose al compartimiento del rincón y se sentó sin pronunciar palabra. Me senté frente a ella.

– Mi nombre es Marlowe.

– El mío es Linda Loring -dijo ella tranquilamente-.

Usted es un sentimental; ¿no es así, señor Marlowe?

– ¿Porque vengo aquí a beber un gimlet? ¿Y usted?

– Podrían gustarme.

– Lo mismo a mí. Pero sería demasiada coincidencia. -Sonrió vagamente. Tenía aros de esmeraldas y en la solapa un broche de esmeraldas. Parecían piedras verdaderas por la forma en que estaban talladas… planas, con los bordes biselados. Y aun a la luz tenue del bar tenían un destello particular.

– Conque usted es el hombre -dijo ella.

El mozo trajo las bebidas y las colocó sobre la mesa.

Cuando se retiró, dije:

– Yo conocía a Terry Lennox, me resultaba simpático y tomaba una copa con él de vez en cuando. Fue una amistad accidental, una especie de trato aparte. Nunca fui a su casa ni conocía a su mujer. La vi una vez en una playa de estacionamiento de autos.

– Hubo algo más que eso, ¿no es cierto?

La mujer se llevó la copa a los labios. Tenía un anillo de esmeraldas rodeado de brillantes. Al lado llevaba una alianza de platino, lo que indicaba que era casada. Calculé que debía estar a mitad de camino entre los treinta y los cuarenta.

– Tal vez -contesté-, el tipo me preocupaba y todavía me sigue preocupando. ¿Y a usted?

Ella se apoyó sobre el codo y me miró con naturalidad.

– Le dije que lo conocía demasiado bien. Demasiado bien para creer que pueda tener mucha importancia lo que le haya sucedido. Tenía una mujer rica que le daba todos los lujos y todo lo que le pedía a cambio era que la dejara sola.

– Parece razonable.

– No sea sarcástico, señor Marlowe. Hay mujeres así. No pueden evitarlo. No es que él no lo supiera desde el principio. Si quiso hacerse el orgulloso, la puerta estaba abierta. No tuvo necesidad de matarla.

– Estoy de acuerdo.

Se enderezó y me dirigió una mirada dura. Frunció los labios y dijo:

– Así que él se escapó y usted lo ayudó, si es verdad lo que me han dicho. Supongo que se siente orgulloso de haberlo hecho.

– De ninguna manera -respondí -; sólo lo hice por dinero.

– Eso no tiene nada de divertido, señor Marlowe. Francamente no sé por qué estoy aquí sentada, bebiendo con usted.

– Es una situación que puede ser cambiada con facilidad, señora Loring. -Levanté la copa y me mandé el contenido a bodega-. Creí que usted me diría algo sobre Terry que yo ignoraba. No me interesaba discutir por qué Terry Lennox destrozó la cara de su mujer hasta convertirla en papilla.

– Es una forma bastante brutal de decirlo -exclamó ella con enojo.

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