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Capítulo XXV

Durante una semana no sucedió nada, aparte de que yo me dediqué a mis asuntos, no muchos por cierto. Una mañana me llamó George Peters, de la Organización Carne, y me contó que había estado cerca de Sepúlveda Canyon y se interesó en curiosear la casa del doctor Verringer, pero éste no vivía ya allí, había una media docena de agrimensores que delineaban el mapa de la región para proceder a la subdivisión y loteo y ninguno de ellos había oído hablar del doctor Verringer.

– El pobre infeliz tuvo que liquidar todo mediante una escritura de venta condicionada. Después me enteré. Le dieron un billete de los grandes para que desistiera de cualquier demanda o reclamación, nada más que con el objeto de ahorrarse tiempo y gastos, y ahora alguien se ganará un millón de dólares al año loteando el lugar para convertirlo en zona residencial. Esa es la diferencia entre el crimen y los negocios. Para hacer negocios es necesario tener capital. A veces pienso que es la única diferencia.

– Es una observación bastante cínica -dije-, pero el crimen también requiere capital.

– ¿Y de dónde viene, compañero? No de los tipos que tienen negocios de bebidas. Hasta pronto.

Un jueves por la noche, a las once menos diez, Wade me llamó por teléfono. La voz sonaba ronca, casi gorgoteante, pero sin embargo, lo reconocí. Pude percibir que su respiración era entrecortada, fuerte y agitada.

– No me siento bien, señor Marlowe, nada bien. Me estoy hundiendo. ¿Podría venir en seguida?

– Cómo no…, pero déjeme hablar con su señora un momento.

Roger no contestó. Se oyó un estrépito, después un silencio de muerte y al cabo de unos segundos el ruido de golpes indefinidos. Grité algo en el teléfono, pero no recibí respuesta. Pasó un momento. Finalmente escuché el ruido seco del receptor que alguien había colgado y el zumbido del tono para discar.

Cinco minutos más tarde estaba en camino. En poco más de media hora estaba allí y todavía no sé cómo pude hacerlo tan rápido. Llegué al Boulevard Ventura con las luces en contra de mí, me arreglé como pude para doblar a la izquierda, me escabullí entre los camiones y en general conduje como un verdadero loco. Atravesé Encino a cerca de cien, con el reflector sobre el lado exterior de los autos estacionados, como para dejar congelado a cualquiera que tuviera la idea de apearse súbitamente.

Tuve esa buena suerte de la que uno goza únicamente cuando no le importa nada de nada. Ni policías, ni sirenas, ni luces rojas. Nada más que la visión de lo que podía estar sucediendo en la residencia de los Wade, visión nada agradable por cierto. Ella estaba sola en la casa con un borracho maniático, o yacía al pie de la escalera con el cuello roto, o estaba encerrada y alguien daba alaridos afuera y trataba de entrar, o estaba corriendo con los pies descalzos por un camino iluminado por la luz de la luna y un negro enorme, con cuchillo de carnicero, la estaba persiguiendo.

Pero no hubo nada de eso, ni parecido siquiera.

Cuando entré con el Olds al camino de los coches, la casa estaba totalmente iluminada y Eileen se hallaba de pie al lado de la puerta abierta, fumando un cigarrillo. Bajé del coche y me encaminé hacia la casa por el sendero de lajas. Eileen llevaba pantalones y una camisa con el cuello abierto. Me miró con calma. La única agitación que había en el ambiente era la que yo traía conmigo.

La primera cosa que dije fue tan tonta como el resto de mi comportamiento.

– Creía que usted no fumaba.

– ¿Cómo? No, generalmente no fumo. -Se sacó el cigarrillo de la boca, lo tiró al suelo y lo aplastó con el pie-. Lo hago muy de vez en cuando. Roger llamó al doctor Verringer.

Hablaba con voz plácida y lejana. Completamente tranquila y reposada.

– No puede haberlo hecho -exclamé-. El doctor Verringer ya no vive allí. A quien llamó fue a mí.

– ¡Oh, no me diga! Oí que telefoneaba y le pedía a alguien que viniera en seguida. Pensé que se trataba del doctor Verringer.

– ¿Dónde está ahora?

– Se cayó -contestó ella-. Debe haber inclinado la silla demasiado hacia atrás. Ya le ha pasado otras veces. Se cortó la cabeza con algo. Le salió un poco de sangre; no mucha.

– Bueno, eso es magnífico -dije-. No nos gustaría que hubiera un lago de sangre. Le pregunté dónde está Roger ahora.

Ella me dirigió una mirada llena de solemnidad y señaló con el dedo:

– Por ahí afuera. Cerca del borde del camino o entre los arbustos que bordean la verja.

Me incliné hacia adelante y le clavé mi mirada escrutadora.

– ¡Por amor de Dios! ¿No fue a buscarlo?

En aquel momento llegué a la conclusión de que ella sufría una conmoción nerviosa. Entonces me di vuelta para mirar a través del parque. No pude ver nada, pero alcancé a divisar una sombra grande cerca de la verja.

– No, no fui -me contestó con bastante tranquilidad-. Vaya usted. He aguantado todo lo que he podido, pero esto es más de lo que puedo tolerar. Vaya usted a buscarlo.

Se dio vuelta y se encaminó hacia el interior de la casa, dejando la puerta abierta. No alcanzó a ir muy lejos. Se desmoronó a un metro de la puerta y quedó tendida en el suelo. La alcé en brazos y la deposité en uno de los grandes sofás que se encontraban frente a frente, separados por una mesa larga de madera clara. Le tomé el pulso. No parecía ni muy irregular ni muy débil. Tenía los ojos cerrados y los párpados estaban azules. La dejé acostada y salí al jardín.

Allí estaba Roger, tal como ella me había dicho. Yacía de costado, bajo la sombra de una malvácea. El pulso latía con fuerza y rápidamente y la respiración no era normal. Tenía en la nuca algo pegajoso. Le hablé y lo sacudí un poco; le di un par de palmadas en la cara. Murmuró algo, pero no reaccionó. Lo empujé hacia arriba tratando de sentarlo, pasé uno de sus brazos sobre mi hombro y lo alcé sobre la espalda agarrándolo de una pierna. Perdí el equilibrio. Era tan pesado como una bolsa de cemento. Los dos quedamos sentados sobre el césped. Tomé un corto respiro y probé de nuevo. Al fin conseguí levantarlo en posición medio inestable y lo fui arrastrando por el parque hacia la puerta principal. Me pareció que me separaba la misma distancia que la de un viaje de ida y vuelta a Siam. Los dos escalones del pórtico fueron para mí como si tuvieran tres metros de altura. Llegué tambaleándome hasta el sofá, me arrodillé y lo empujé rodando hasta que quedó acostado. Cuando me enderecé sentí la columna vertebral quebrada al menos en tres pedazos.

Eileen Wade ya no estaba allí. Tenía la habitación para mí. En aquel momento me sentía fatigado y no me preocupaba por el paradero de nadie. Me senté para tomar aliento y al cabo de unos instantes me acerqué a observar la cabeza de Roger. Estaba manchada de sangre y tenía el cabello pegajoso. La herida no parecía grave, pero esto nunca se puede saber cuando se trata de una herida en la cabeza.

En ese momento vi que Eileen estaba a mi lado, de pie, mirando a Roger con la misma expresión lejana que le había observado antes.

– Lamento mucho haberme desmayado. No sé lo que me pasó.

– Sería mejor que llamáramos a un médico.

– Telefoneé al doctor Loring. Es mi médico. No quiere venir.

– Llame a algún otro, entonces.

– ¡Oh! Ahora vendrá. No quería venir. Pero lo hará en cuanto se desocupe.

– ¿Dónde está Candy?

– Es su día libre. Jueves. La cocinera y Candy tienen libres los jueves. Es la costumbre de este lugar. ¿Puede llevarlo arriba, así lo acostaremos?

– Sin ayuda, no. Será mejor que traiga una manta o una frazada. Es una noche cálida, pero en estos casos es fácil contraer neumonía.

Extendimos una manta sobre el cuerpo de Roger y quince minutos más tarde apareció el doctor Loring, con el cuello almidonado y la expresión de disgusto del hombre a quien se le pide que limpie los residuos después de la descompostura del perro.

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