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– Permítame que le aclare un par de puntos, señora Loring. Terry pudo haber sido o no el que me dio este hermoso billete. Pero no me entregó ninguna lista ni mencionó nombre alguno. No me pidió nada, excepto aquello que usted parece estar segura que hice, o sea llevarlo hasta Tijuana. Mi relación con los Wade se debe a la intervención de un editor de Nueva York que está desesperado por lograr que Roger concluya su libro, lo que involucra el tratar de que se mantenga sobrio y esto a su vez involucra el averiguar si existe alguna inquietud o perturbación especial que lo lleva a emborracharse. Si existe y podemos encontrarla, entonces el próximo paso sería hacer un esfuerzo para tratar de eliminarla o disiparla. Y digo un esfuerzo, porque las probabilidades indican que no podremos lograrlo. Pero al menos lo intentaremos.

– Yo podría decirle en una sola frase quién es culpable de que se emborrache -dijo ella en tono despreciativo-. Esa buena pieza anémica con la que está casado.

– ¡Oh, no sé! -respondí-. Y yo no la llamaría anémica.

– ¿No me diga? ¡Qué interesante! Le brillaron los ojos.

Recogí el retrato de Madison.

– No mastique demasiado lo que le acabo de decir, señora Loring. No me acuesto con la dama. Lamento desilusionarla.

Me acerqué a la caja fuerte y guardé el billete. Cerré la caja e hice girar el dial.

– Pensándolo bien -replicó ella a mi espalda-, dudo mucho de que alguien se acueste con ella.

Regresé a mi sitio y me senté.

– Se está volviendo maligna, señora Loring. ¿Por qué? ¿Tanto le interesa nuestro alcohólico amigo?

– Odio esa clase de observaciones -dijo en tono mordaz-. Las odio. Supongo que después de aquella escena estúpida que hizo mi marido, usted cree que tiene derecho a insultarme. No…, Roger Wade no me interesa. Nunca me interesó…, ni siquiera cuando era un hombre normal y sabía comportarse. Y ahora que es una piltrafa, menos que nunca.

Me incliné sobre el escritorio para alcanzar la caja de fósforos y miré fijamente a Linda Loring.

– Ustedes, las personas que tienen mucho dinero, son realmente algo grande -dije en tono sarcástico-. Creen que todo lo que se dignan decir, por desagradable que sea, está perfectamente bien. Usted se permite hacer observaciones despectivas sobre Wade y su mujer a un hombre a quien apenas conoce. Pero si yo a mi vez le devuelvo algo en cambio, eso es un insulto. Muy bien. Vamos a hablar claro. Todo tipo borracho al final se enreda con alguna mujer liviana. Wade es un borracho, pero usted no es una mujer liviana. Esa no fue más que una insinuación casual que dejó caer su aristocrático marido para dar animación a la fiesta. No quiso decir eso; lo dijo nada más que para hacer una broma. De modo que usted queda fuera de concurso y comenzamos a buscar una mujer liviana en alguna otra parte. ¿Hasta dónde tenemos que buscar, señora Loring…, para encontrar una que la comprometa lo suficiente como para que usted se venga hasta aquí a intercambiar conmigo miradas y palabras despectivas? Tiene que tratarse de una persona especial, ¿no le parece?… De otro modo, ¿por qué habría usted de preocuparse?

La señora Loring permaneció sentada, mirándome en silencio. Transcurrió un minuto que pareció un siglo. Los labios habían perdido el color y tenía las manos rígidas, aferradas a la cartera de gabardina que hacía juego con el traje.

– Usted no ha desperdiciado el tiempo, ¿eh, señor Mare? -dijo al fin-. ¡Qué cómodo y oportuno fue que ese editor haya pensado en utilizarlo a usted! ¡De modo que Terry no le dio ningún nombre! Ni uno solo. Pero eso no tenía importancia realmente, ¿no es así, señor Marlowe? Su instinto es infalible. ¿Puedo preguntarle qué se propone hacer ahora?

– Nada.

– ¿Cómo? ¡Eso se llama desperdiciar talento! ¿Cómo puede conciliar su actitud con su obligación para con el retrato de Madison? Con seguridad debe haber algo que puede hacer.

– Hablando entre nosotros dos, le diré que usted se está volviendo demasiado impertinente. ¿Conque Wade conocía a su hermana? Gracias por habérmelo dicho, aunque sea en forma indirecta. Yo ya lo había imaginado. ¿Y qué hay con eso? El no es más que uno de los integrantes de lo que probablemente fue una colección bastante rica. Dejemos eso donde está y veamos el motivo que la trajo aquí.

La señora Loring se puso de pie y dirigió una mirada al reloj de pulsera.

– Tengo el coche abajo. ¿Podría convencerlo de que me acompañe a casa a tomar una taza de té?

– Continúe. Dígame de qué se trata.

– ¿Le suena tan sospechoso? Tengo un huésped que quiere conocerlo.

– ¿El viejo?

– No le llame así.

Me levanté y me incliné sobre el escritorio.

– Mi querida amiga, usted a veces es terriblemente encantadora. Verdaderamente lo es. ¿Debo llevar revólver?

– Me imagino que a un viejo no le tendrá miedo.

– ¿Por qué no? Apuesto a que usted le tiene miedo… y mucho.

Ella suspiró.

– Sí. Me temo que sí. Siempre le he tenido miedo. A veces es un hombre aterrador.

– Será mejor que lleve dos revólveres -dije, y en seguida lamenté haberlo dicho.

Capítulo XXXII

Nunca había visto una casa de aspecto tan detestable. Parecía un cajón cuadrado, de color gris. Tenía tres pisos con techo en mansarda, pero muy inclinado, interrumpido por veinte o treinta ventanas dobles con una cantidad de adornos tipo torta de bodas encima de las mismas y entre ellas. La entrada tenía a cada lado pilares dobles de piedra pero el colmo de todo era una escalera en espiral colocada en la parte de afuera, con barandilla de piedra, y que conducía a una especie de torre desde donde debía verse el lago en toda su extensión.

El patio para los coches estaba pavimentado con piedra. Lo que el lugar parecía necesitar realmente era un camino de media milla bordeado de álamos, un parque para venados y un jardín agreste, una terraza de tres niveles, unos cuantos cientos de rosas en la parte exterior de las ventanas de la biblioteca y un amplio paisaje de verdor desde cada ventana, que terminara en bosque y silencio y quietud vacía. Lo que tenía era una pared de piedra alrededor de diez o quince amplios acres, lo que es un buen pedazo de tierra en nuestro pequeño país atestado de gente. El camino estaba bordeado de un seto de cipreses, recortados en forma redondeada. Esparcidos por todas partes había toda clase de árboles de adorno que no parecían ser de California. Eran importados. El que construyó aquello había tratado de trasladar la orilla del Atlántico por encima de las montañas Rocosas. Había tratado de hacerlo pero no lo había conseguido.

Amos, el chófer de color, detuvo el Caddy suavemente frente a la entrada de los pilares, saltó del asiento y dio la vuelta para abrir la puerta. Yo bajé primero y ayudé a la señora Loring a bajar.

Casi no habíamos intercambiado palabra desde que subimos al coche; parecía cansada y nerviosa. Quizás aquel horrible bloque arquitectónico la deprimía. Tamaño adefesio era capaz de deprimir al hombre más alegre del mundo.

– ¿Quién construyó esto? -le pregunté-. ¿Y con quién estaba enojado?

Ella sonrió finalmente: -¿No lo conocía?

– Nunca he penetrado tan adentro en el valle.

Me llevó hasta el otro lado del camino y señaló con la mano: -El hombre que lo construyo se arrojó desde aquella torre y aterrizó más o menos donde usted está. Era un conde francés llamado La Tourelle y, a diferencia de la mayoría de los condes franceses tenía mucho dinero. Su esposa era Ramona Desborought, que no tenía nada de vieja ni de fea. En tiempos de las películas mudas ganaba treinta mil por semana La Tourelle edificó esta propiedad para vivir en ella. Se supone que es una miniatura del castillo de Blois. Usted lo conocerá, por supuesto.

– Como la palma de mi mano -dije-. Ahora recuerdo. Fue una historia que salió en todos los diarios. Ella lo dejó y él se mató. ¿Hubo un testamento algo extraño, no?

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