Durante tres días no sucedió nada. Nadie me aporreó, ni me disparó un tiro o me llamó por teléfono para avisar me que no metiera la nariz donde no me correspondía. Nadie me contrató para encontrar a la hija que se había escapado, a la esposa infiel, el collar de perlas perdido o el testamento desaparecido. Durante esos tres días no hice más que estar sentado y contemplar las paredes. El caso Lennox había muerto casi tan súbitamente como había surgido. Hubo una breve indagación a la cual no fui citado. Se realizó fuera de hora, sin anuncio previo y sin jurado. El juez de crimen dictó el veredicto en que declaraba que la muerte de Sylvia Potter Westerheym di Giorgio Lennox había sido causada por su marido, Terence William Lennox, con propósitos homicidas, aunque la muerte había tenido lugar fuera de la jurisdicción de la oficina del juez de crimen. Entre los antecedentes se leyó, presumiblemente, la confesión. Es posible que se la verificara en forma satisfactoria para el juez.
Se hizo entrega del cadáver para que lo enterraran. Lo llevaron al norte en avión y fue depositado en la cripta familiar. La prensa no fue invitada. Nadie dio ninguna clase de entrevistas, y el señor Harlan Potter menos que ninguno ya que nunca concedía entrevistas. Era casi tan difícil verlo como al Dalai Lama. Tipos con cien millones de dólares viven una vida peculiar, detrás de una cortina de sirvientes, guardaespaldas, secretarios, abogados y ejecutivos dóciles. Presumiblemente comen, duermen, se hacen cortar el pelo y visten ropas. Pero uno nunca lo sabe con seguridad. Todo cuanto se lee o se oye respecto de ellos ha sido elaborado por una pandilla de tipos de relaciones públicas a quienes se les pagan buenos sueldos para que creen y mantengan una personalidad utilizable, algo sencillo, limpio y neto, cual aguja esterilizada. Eso no tiene por qué ser cierto. Simplemente tiene que concordar con los hechos conocidos, y los hechos conocidos pueden contarse con los dedos de la mano.
En las últimas horas de la tarde del tercer día sonó el teléfono. Habló un hombre que dijo llamarse Howard Spencer, representante de una editorial de Nueva York en California; había venido en rápido viaje de negocios, tenía un problema que le gustaría discutir conmigo y quería verme, si fuera posible, a la mañana siguiente, a las once, en el bar del Ritz Beverly Hotel.
Le pregunté qué clase de problema tenía.
– Un tanto delicado -me contestó-, pero enteramente ético. Si no llegamos a un acuerdo le pagaré por el tiempo perdido, por supuesto.
– Gracias, señor Spencer, pero no es necesario. ¿Lo recomendó alguien que conozco?
– Alguien que ha oído hablar de usted…, incluyendo su reciente escaramuza con la ley, señor Marlowe. Puedo decir que eso fue precisamente lo que me interesó. Mi problema, sin embargo, no tiene nada que ver con aquel trágico asunto. Se trata de que…, bueno, será mejor que lo discutamos frente a unas buenas copas en lugar de hacerlo por teléfono.
– ¿Seguro que usted quiere mezclar en su asunto a un tipo que ha estado a la sombra?
Se rió. Su risa y su voz eran agradables. Hablaba en la forma en que acostumbraban a hablar los neoyorquinos antes de aprender a hablar como en Flatbush.
– Desde mi punto de vista, míster Marlowe, ésa es una recomendación. Déjeme agregar que no es el hecho de haber estado, como usted lo ha dicho, a la sombra, sino el hecho, diría yo, de que usted resulta muy silencioso, aun bajo presión.
Era un tipo que hablaba poniendo comas, como en una novela pesada. Al menos por teléfono.
– Perfectamente, señor Spencer. Estaré allí mañana por la mañana.
Me agradeció y colgó. Estuve pensando quién podía haberle hablado de mí. Tal vez hubiera sido Sewell Endicott y lo llamé para preguntárselo. Pero toda la semana había estado fuera de la ciudad y todavía no había vuelto. No me preocupé más. Hasta en mi especialidad hay de vez en cuando un cliente satisfecho y me hacía falta conseguir trabajo porque necesitaba dinero…, o pensé que lo necesitaba, hasta que llegué a casa aquella noche y encontré la carta con un retrato de Madison adentro.
Capítulo XII
La carta estaba en el buzón rojo y blanco en forma de pajarera, al pie de la escalera. El pájaro carpintero de la caja pegada al brazo giratorio estaba levantado, y aun así yo no habría mirado dentro porque nunca recibo correspondencia en casa. Pero el pájaro carpintero había perdido la punta del pico hacía poco. La madera estaba recién rota. Algún chico precoz debió haber probado su pistola atómica.
La carta venía por vía aérea, llena de sellos mexicanos y con una escritura que pude o no haber reconocido si no hubiera tenido los últimos días a México constantemente en mi cabeza. No pude descifrar el sello de la oficina de correos. Estaba sellada a mano y la tinta se había borrado casi por completo. La carta era abultada. Subía la escalera y me senté en el living para leerla. La tarde parecía muy silenciosa. Tal vez la carta de un muerto lleve consigo su propio silencio.
Comenzaba sin fecha y sin encabezamiento.
“Estoy sentado al lado de la ventana de la habitación del segundo piso de un hotel no muy limpio, en una ciudad llamada Otatoclán, lugar montañoso con un lago. Hay un buzón debajo de mi ventana, y cuando entre el mozo con el café que he pedido, le daré la carta para que la despache por mí; la llevará en la mano de modo que yo pueda verlo antes de ponerla en el buzón. Entonces recibirá un billete de cien pesos, una enormidad de dinero para él.
¿Por qué toda esta complicación? Porque fuera hay un tipo moreno, de zapatos puntiagudos y camisa sucia, que me está vigilando. Espera algo; no sé qué, pero sé que no me dejará salir. No me importa mucho, siempre que la carta pueda ser despachada. Quiero darle a usted este dinero, porque yo no lo necesito y la gendarmería local barrerá con él con toda seguridad. No está destinado a pagar absolutamente nada. Puede llamarlo una disculpa por haberle ocasionado tantas molestias, y un símbolo de mi estima hacia un muchacho muy decente. Lo hice todo mal, como de costumbre, pero todavía llevo revólver. Tengo el presentimiento de que probablemente usted llegó a una conclusión sobre cierto punto. Puedo haberla matado y tal vez lo hice, pero nunca pude haber hecho lo demás. Pero eso no importa, no importa en absoluto. Lo principal ahora es evitar un escándalo inútil e innecesario. Su padre y su hermana nunca me hicieron ningún daño. Ellos tienen que vivir sus vidas y yo estoy harto de la mía. Sylvia no me convirtió en un holgazán y un inútil; yo ya lo era. No puedo explicarle con claridad por qué me casé con ella. Supongo que simplemente fue un capricho. Al menos murió joven y hermosa. Dicen que la lujuria envejece al hombre, pero mantiene joven a la mujer. Afirman una cantidad de tonterías. Dicen que los ricos siempre pueden protegerse y que en su mundo reina un perpetuo verano. He vivido con ellos y son gente aburrida y solitaria.
He escrito una confesión. Me siento un poco enfermo y bastante asustado. Se leen en los libros casos como éstos, pero no son casos verdaderos. Cuando esto le pasa a uno, cuando lo único que queda es un revólver en el bolsillo y uno está arrinconado en un hotelucho sucio de un país extraño y tiene una sola salida…, créame, compañero, que no hay en ello nada elevado ni dramático. Es simplemente desagradable, y sórdido y gris y horrendo.
Le pido que se olvide de todo esto y de mí. Pero primero beba un gimlet por mí en lo de “Victor” y la próxima vez que tome café sírvame una taza, échele adentro un poco de whisky, y enciéndame un cigarrillo y póngalo al lado de la taza. Y después olvídese de todo. Terry Lennox ya no existe. Adiós.
Un golpe en la puerta. Debe ser el mozo con el café. Si no es él, habrá algún tiroteo. Me gustan los mexicanos, por regla general, pero no sus cárceles. Hasta la vista.