El doctor examinó la cabeza de Wade.
– Un tajo y algunas magulladuras superficiales. No hay posibilidad de conmoción. La respiración indica su estado en forma bastante evidente.
Recogió el sombrero y el maletín.
– Que no tome frío. Puede lavarle la cabeza con suavidad para sacarle la sangre. Seguirá durmiendo.
– Yo solo no puedo llevarlo arriba, doctor -dije yo.
– Entonces déjelo donde está -me contestó, mirándome con indiferencia-. Buenas noches, señora Wade. Como usted sabe, no atiendo a alcohólicos. Y aun si lo hiciera, su marido no sería uno de mis enfermos. Estoy seguro de que usted me comprende.
– Nadie le está pidiendo que lo atienda. Lo único que quisiera es que me ayude a llevarlo al dormitorio, así podré desvestirlo.
– ¿Y usted quién es, si se puede saber? -me preguntó Loring con voz helada.
– Me llamo Marlowe. Estuve aquí hace una semana. Su esposa nos presentó.
– Interesante -dijo-. ¿Cómo es que conoce usted a mi mujer?
– ¿Qué diablos importa eso? Todo lo que quiero es…
– No me interesa lo que usted quiera -me interrumpió. Se volvió hacia Eileen, hizo una leve inclinación de cabeza y se dirigió a la salida. Yo me interpuse entre él y la puerta, dando la espalda a esta última.
– Un minuto, doctor. Debe de haber transcurrido mucho tiempo desde que usted echó una mirada a ese breve trozo de prosa llamado el Juramento Hipocrático. Este hombre me llamó por teléfono y yo vivo bastante lejos. Me di cuenta de que no estaba bien y violé todas las reglas del tránsito para llegar lo más pronto posible. Lo encontré tirado sobre el césped y lo traje hasta aquí y créame que no es ningún manojo de plumas. El criado no está y no hay nadie que pueda ayudarme a llevarlo hasta arriba. ¿Qué le parece?
– Salga de mi camino -murmuró entre dientes-. ¿O tendré que llamar a la policía del distrito para que envíen a un agente? Como profesional…
– Como profesional usted es un piojo inmundo -le contesté y me hice a un lado.
Se ruborizó… lentamente, pero en forma evidente. Se atragantó con su propia bilis. Después de un instante abrió la puerta y, mientras la cerraba con todo cuidado, me miró. Fue la mirada más desagradable que recuerdo haber recibido y la cara más desagradable de que conservo memoria.
Cuando me di vuelta, Eileen me miraba sonriendo.
– ¿Qué es lo que hay de divertido? -gruñí.
– Usted. A usted no le importa lo que le dice a la gente, ¿no es cierto? ¿No sabe quién es el doctor Loring?
– Sí… y sé también lo que es.
Ella miró el reloj pulsera.
– Candy ya debe haber regresado. Iré a ver. Tiene la habitación detrás del garaje.
Se dirigió hacia afuera atravesando una pasillo en forma de arco abovedado y yo me senté y miré a Wade. El gran escritor seguía roncando. Tenía la cara sudada, pero le dejé la frazada encima. Uno o dos minutos después Eileen estaba de vuelta; Candy venía con ella.
Capítulo XXVI
El mexicano llevaba una camisa sport a cuadros blancos y negros, pantalones negros de raya impecable, zapatos de gamuza inmaculados, en dos tonos, blanco y negro. El cabello negro y tupido, peinado hacia atrás, brillaba con alguna crema o aceite especial para el pelo.
– Señor -saludó, haciendo una reverencia seca y burlona.
– Candy, ayude al señor Marlowe a llevar a mi esposo arriba. Se cayó y se lastimó. Lamento tener que molestarlo.
– No es nada, señora -contestó Candy, sonriendo.
– Creo que me iré a acostar -me dijo la señora Wade-. Estoy muy cansada. Candy le dará lo que necesite.
Empezó a subir las escaleras lentamente. Candy y yo la observábamos.
– Esa sí que es una muñeca -dijo Candy en confianza-. ¿Se queda usted aquí esta noche?
– Déjese de mirarla con esos ojos, muchacho. Vamos a poner a éste en la cama.
– Es una lástima. Ella está muy sola.
Candy miró con tristeza a Wade, que seguía roncando.
– Pobrecito -murmuró como si realmente sintiera lo que decía-. Borracho como una cuba.
– Podrá estar borracho, pero seguro que no tiene nada de pobrecito -dije-. Agárrelo por los pies.
Lo levantamos por la cabeza y por los pies y aún para los dos resultaba pesado como una bolsa de plomo. Al llegar arriba pasamos frente a una puerta cerrada que daba a la galería abierta.
– La habitación de la señora -susurró-. Si golpea muy despacio a lo mejor lo deja entrar.
No le dije nada porque le necesitaba. Seguimos con el fardo a cuestas hasta llegar a la otra puerta, entramos y lo dejamos caer en la cama. Entonces agarré a Candy por el brazo, cerca del hombro y le clavé los dedos hasta hacerle doler. Retrocedió un poco y el rostro adquirió una expresión dura.
– ¿Cómo se llama usted, cholo?
– Sáqueme la mano de encima -dijo en tono brusco-. Y no me llame cholo. No soy uno de esos roñosos. Me llamo Juan García de Soto y Sotomayor. Soy chileno.
– Muy bien, don Juan. Cuide de no salirse de la vaina. Mantenga la nariz y la boca limpias cuando habla de la gente para la cual usted trabaja.
Tironeó hasta soltarse de mi garra y retrocedió unos pasos, mirándome lleno de furor. Deslizó la mano dentro de la camisa y sacó un cuchillo largo y delgado. Lo mantuvo en equilibrio por la punta, sobre la palma de la mano, casi sin mirarlo, después dejó caer la mano y agarró al vuelo el cuchillo por el mango. Lo hizo con mucha rapidez y sin esfuerzo aparente. Alzó la mano a la altura del hombro hizo luego un movimiento hacia adelante y el cuchillo salió despedido por el aire y fue a clavarse en la madera del marco de la ventana, donde quedó oscilando.
– ¡Cuidado, señor! -exclamó con voz penetrante-. Y guarde sus zarpas para usted. No me gustan las bromas de nadie.
Atravesó la habitación con agilidad, extrajo el cuchillo de la madera, lo arrojó al aire, se puso en puntas de pie y lo agarró por detrás. Cerró el resorte con un chasquido y guardó el cuchillo debajo de la camisa.
– Buen trabajo -dije-, pero quizás un poco llamativo.
Se me acercó, sonriendo en forma burlona.
– Y podría provocarle una fractura de codo -agregué-. Como ésta.
Lo agarré por la muñeca derecha, le di una sacudida que le hizo perder el equilibrio, se la torcí hacia un costado y un poco hacia atrás y pasé mi antebrazo doblado hacia arriba por debajo de su codo. Después cargué sobre la articulación con toda mi fuerza, usando mi antebrazo como punto de apoyo.
– Una presión fuerte -le dije -y se rajará la articulación del codo. Una rajadura basta. Lo pondrá fuera de combate como tirador de cuchillos por varios meses. Si la presión es un poco más fuerte, usted está listo para siempre. Sáquele los zapatos al señor Wade.
Lo solté y él sonrió: -Buen ardid -dijo-. Lo recordaré.
Se dio vuelta hacia Wade y le sacó uno de los zapatos. De pronto se detuvo. Sobre la almohada había una mancha de sangre.
– ¿Quién hirió al patrón?
– Yo no fui, amigo. Se cayó y se cortó la cabeza con algo. Es sólo una herida superficial. El médico ya lo revisó.
Candy respiró lentamente.
– ¿Usted lo vio caer?
– No, se cayó antes de que yo llegara. ¿Usted lo quiere, no es cierto?
No me respondió. Terminó de sacarle los zapatos. Con todo cuidado desvestimos a Wade y le pusimos un pijama verde y plateado. Lo metimos en la cama y lo tapamos bien. Todavía seguía transpirando y roncando. Candy le contempló con tristeza, moviendo la cabeza reluciente de un lado a otro.
– Alguien tiene que cuidarlo -dijo-. Iré a cambiarme de ropa.
– Vaya a dormir. Yo lo cuidaré. Lo llamaré si lo necesito.
Me miró de frente.
– Será mejor que lo cuide bien, muy bien -dijo con mucha calma, y salió del cuarto.
Me dirigí al baño y traje una toallita de mano, húmeda, y una toalla grande. Di vuelta un poco a Wade, extendí la toalla sobre la almohada y limpié la sangre de su cabeza suavemente para que no comenzara a sangrar de nuevo. Pude ver el tajo con toda claridad, era superficial. Tenía unos cinco centímetros de largo, pero no era de cuidado. El doctor Loring tenía razón. Unos puntos no hubieran hecho daño, pero probablemente no eran necesarios. Encontré un par de tijeras y corté el cabello lo suficiente como para poder colocar una tira de cinta adhesiva. Después lo volví de espaldas y le lavé la cara. Creo que eso fue un error.