– No hay de qué, señor.
– Y dígale que, más adelante, cuando tenga tiempo, podría mandarme a alguien que sepa de lo que está hablando.
– ¡Señor! -Su voz era suave, pero helada-. ¿Duda de mi palabra?
– Ustedes siempre se la pasan hablando del honor. No se enoje. Quédese tranquilo y déjeme que explique.
Se reclinó sobre la silla con aire altanero.
– Esto no es más que una suposición. Podría equivocarme. Pero también podría tener razón. Aquellos dos norteamericanos fueron allí con un propósito determinado. Llegaron en avión. Simularon ser cazadores. Uno de ellos se llamaba Menéndez, un jugador fullero. Se inscribió con otro nombre o tal vez no. No podría afirmarlo. Lennox sabía que estaba allí. Y sabía por qué. Me escribió aquella carta porque tenía la conciencia intranquila. No se había portado bien conmigo y era un tipo demasiado bueno para que aquello no le remordiera la conciencia. Puso el billete en la carta, cinco mil dólares, porque tenía mucho dinero y sabía que yo no estaba en la misma situación. Además escribió al pasar una leve insinuación que pudo haber sido captada o no. Era el tipo de hombre que siempre quiere hacer lo que es correcto y apropiado, pero se las arregla al final para hacer algo más. Usted me dijo que llevó la carta al correo. ¿Por qué no la echó en el buzón que está frente al hotel?
– ¿En el buzón, señor?
– Sí, en el buzón.
El señor Maioranos se sonrió.
– Otatoclán no es la ciudad de México, señor. Es un lugar muy primitivo. ¿Un buzón en las calles de Otatoclán? Nadie sabría para qué sirve. Nadie sacaría las cartas de ahí.
– Ah, bueno, no hace falta que agregue nada más. Usted no llevó ningún café a la habitación del señor Lennox, señor Maioranos. Usted no pasó por delante del guardia al querer entrar en la habitación de Lennox. Pero los dos norteamericanos sí que entraron. Por supuesto, ajustaron las cuentas al policía y a algunas otras personas. Uno de los norteamericanos golpeó a Lennox por detrás. Entonces agarró la Mauser, abrió uno de los cartuchos, sacó la bala y volvió a colocar el cartucho. Acercó el revólver a la sien de Lennox y apretó el gatillo. Le produjo una herida de aspecto desagradable, pero no lo mató. Lo sacaron del hotel en una camilla, rápidamente y sin mucha alharaca. Cuando llegó el abogado norteamericano, Lennox estaba como muerto; lo habían drogado con narcóticos, estaba rodeado de hielo y lo tenían en un rincón oscuro de la carpintería, donde un hombre preparaba el ataúd. El abogado vio a Lennox; estaba frío como el hielo, sumido en un profundo estupor y tenía en la sien una herida sanguinolenta y negruzca. Parecía bien muerto. El abogado norteamericano regresó con las impresiones digitales de Lennox y una especie de documento que era justamente la bolilla que faltaba. ¿Qué le parece, señor Maioranos?
Maioranos se encogió de hombros.
– Podría ser posible, señor. Claro que eso habría requerido dinero e influencia. Quizás habría sido posible si ese señor Menéndez hubiera estado estrechamente relacionado con la gente influyente de Otatoclán, el alcalde, el propietario del hotel y demás.
– Bueno, también eso es posible. Es una buena idea. Eso explicaría por qué eligieron un lugar pequeño y lejano como Otatoclán.
Maioranos sonrió abiertamente.
– Entonces ¿es posible que el señor Lennox esté vivo todavía?
– Seguro. El suicidio tenía que ser un invento fraguado para fundamentar la confesión. Debía tener bastantes visos de realidad como para engañar a un abogado que había sido Fiscal del Distrito, pero si se descubría el engaño, habría dejado muy mal parado al Fiscal de Distrito en ejercicio. Este Menéndez no es tan guapo como piensa, pero no tuvo más remedio que hacerse el guapo y golpearme con el revólver porque no me quedé quieto y seguí investigando el asunto. De modo que tenía que tener razones para hacerlo. Si el engaño se descubría, Menéndez se vería envuelto en un lío internacional. A los mexicanos no les agrada el trabajo policial deshonesto, en la misma forma que tampoco nos agrada a nosotros.
– Todo eso es posible, señor, y yo lo sé muy bien. Pero usted me acusó de mentir. Me dijo que yo no entré en el cuarto donde estaba el señor Lennox para retirar la carta.
– Usted estaba adentro, compañero…, escribiéndola.
Se levantó y se sacó los anteojos oscuros. Nada puede cambiar el color de los ojos de un hombre.
– Supongo que es demasiado temprano para que vayamos a tomar un gimlet -dijo.
Capítulo LIII
Habían hecho con él un maravilloso trabajo en la ciudad de México. ¿Y por qué no? Sus médicos, técnicos, hospitales, pintores, arquitectos, son tan buenos como los nuestros. A veces, un poco mejores. Un policía mexicano inventó el test de parafina para los nitratos en polvo. No pudieron hacerle un rostro perfecto, pero realizaron un trabajo magnífico. Hasta le cambiaron la nariz; le sacaron un pedazo del hueso para hacerla más chata, menos nórdica. No pudieron eliminar totalmente las cicatrices, de modo que le pusieron algunas en la otra mejilla. Las cicatrices de cuchillo no son raras en los países latinos.
– Hasta me pusieron un injerto de nervio aquí -dijo Lennox, tocándose la mejilla en que antaño había tenido las cicatrices.
– ¿Estuve cerca de la verdad?
– Bastante cerca. Hay algunos detalles equivocados, pero carecen de importancia. Fue un plan rápido y en parte improvisado y yo mismo no sabía qué era lo que iba a suceder. Me indicaron que hiciera ciertas cosas y que dejara una pista clara. Mendy no quería que yo le escribiera, pero en eso me mantuve firme y no aflojé. El lo subestimó a usted un poco; nunca se percató del detalle del buzón.
– ¿Usted sabía quién mató a Sylvia?
No me contestó directamente.
– Es muy duro entregar a una mujer por asesinato… aunque nunca haya significado mucho para uno.
– Vivimos en un mundo cruel. ¿Harlan Potter estuvo metido en todo esto?
Sonrió de nuevo.
– ¿Usted cree que Potter dejaría que alguien lo supiera a ciencia cierta? Mi pálpito es que no tuvo nada que ver y que a estas horas me da por muerto. ¿Quién le diría lo contrario… a menos que lo hiciera usted?
– ¿Cómo anda Mendy…? ¿O es que está…?
– Oh, está muy bien. Ahora se encuentra en Acapulco.
Se escapó por causa de Randy. Pero Mendy no es tan malo como usted cree. Tiene corazón.
– También lo tienen las víboras.
– Bueno, ¿qué hay de ese gimlet?
Me puse de pie sin contestarle y me encaminé hacia la caja de hierro. Hice girar el dial y saqué el sobre que contenía el billete con el retrato de Madison y los cinco cheques de cien que olían a café. Volqué todo sobre el escritorio y después recogí los cheques de cien.
– Estos me los guardo. Es lo que gasté en la investigación. Con el retrato de Madison me divertí jugando.
Se lo extendí delante de él, sobre el borde del escritorio. Lo miró, pero no hizo ademán de tocarlo.
– Quiero que se lo guarde -me dijo-. Yo tengo mucho dinero. ¿Por qué no dejó las cosas como estaban?
– Ya sé. Después que ella mató a su marido y se salió con la suya, habría podido continuar haciendo cosas mejores. En realidad, Wade no tenía mayor importancia. No era nada más que un ser humano, con sangre, cerebro y emociones. Sabía lo que había ocurrido y trató con todas sus fuerzas de sobreponerse y seguir viviendo. Era escritor. Debe haber oído hablar de él.
– No pude dejar de hacerlo, créame, Marlowe -dijo lentamente-. No quería hacer daño a nadie, pero si me quedaba aquí no habría podido defenderme; no tenía la menor posibilidad. Un hombre no puede calcular con tanta rapidez todos los aspectos y consecuencias de una cosa. Estaba asustado y escapé. ¿Qué es lo que debí haber hecho?
– No lo sé.
– Eileen tenía ciertos indicios de locura. Hubiera podido matarlo de todas maneras.