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– Aquí está la carta, señor Endicott, si tiene interés en leerla.

La saqué del bolsillo y se la di. La leyó con sumo cuidado, en la forma en que los abogados leen todas las cosas. Cuando terminó, la puso sobre el escritorio, se reclinó contra el respaldo y quedó mirando al vacío.

– Un poco literario, ¿no le parece? -dijo con calma-. Me pregunto por qué lo hizo.

– ¿Por qué hizo qué, matarse, confesar o escribir la carta?

– Confesar y matarse, por supuesto -dijo Endicott en tono cortante-. La carta es comprensible. Al menos, usted recibió una recompensa razonable por lo que hizo por él… y desde entonces…

– Lo que me preocupa es el buzón -contesté-. En la carta dice que había un buzón en la calle, debajo de su ventana y que el mozo del hotel iba a sostener la carta en alto con la mano antes de echarla adentro, para que Terry lo viera.

Vi que algo se apagaba en los ojos de Endicott.

– ¿Por qué le preocupa tanto el buzón? -preguntó con indiferencia. Sacó otro cigarrillo con filtro de una caja cuadrada. Le alcancé el encendedor por encima del escritorio.

– No creo que tuvieran uno en un lugar como Otatoclán -dije.

– Continúe.

– Al principio no me di cuenta. Entonces estudié el lugar. Es una simple aldea. La población no pasa de los mil doscientos habitantes. Hay una sola calle pavimentada. El jefe tiene un Ford modelo A como coche oficial. El correo está en la esquina de un negocio: la chanchería o sea la carnicería del lugar. Un hotel, un par de cantinas, ni un camino bueno, un pequeño campo de aviación. En las montañas cercanas hay mucha caza y por eso está el aeródromo. Es el único modo decente de llegar allí.

– Continúe. Conozco Io de la caza.

– Y, sin embargo, hay un buzón en la calle. Con el mismo criterio podríamos pensar que hay un hipódromo y una pista para carreras de galgos, cancha de golf, pista de patinaje y un parque con fuentes de colores y banda de música.

– Entonces se habrá equivocado -dijo Endicott fríamente-. Quizás era algo que le pareció un buzón… por ejemplo, un receptáculo para desperdicios.

Me puse de pie. Agarré la carta, la doblé y la guardé en el bolsillo.

– Un receptáculo para desperdicios -repetí-. Claro, eso es. Pintado con los colores mexicanos, verde, blanco y rojo y un cartel encima que dice en letras de imprenta: Mantenga limpia nuestra ciudad. Y alrededor hay siete perros sarnosos.

– No se haga el vivo, Marlowe.

– Siento mucho tener que darle trabajo a mi cerebro. Hay otro pequeño detalle que ya le planteé a Randy Starr. ¿Cómo es que la carta pudo ser despachada? De acuerdo con la carta, el método estaba arreglado de antemano. De modo que alguien le habló sobre el buzón. Alguien mintió. Y, sin embargo, alguien despachó de todos modos la carta con un billete de cinco mil adentro. ¿No cree que todo eso resulta un poco intrigante?

Lanzó una bocanada de humo y la contempló mientras desaparecía en el aire.

– ¿Qué conclusión saca… y qué pito toca Starr en este asunto?

– Starr y otro rufián, llamado Menéndez, fueron compañeros de Terry en el ejército inglés. Son tipos que en cierto sentido van por mal camino…; sería más apropiado decir en casi todos los sentidos, pero, sin embargo, todavía tienen orgullo personal y demás. Aquí se ocultaron y taparon las cosas por razones evidentes. Y en Otatoclán pasó lo mismo, por razones completamente diferentes.

– ¿Cuál es su conclusión? -me preguntó de nuevo y en tono mucho más cortante.

– ¿Cuál es la suya?

No me contestó. Le agradecí el tiempo que me había dedicado y partí.

Cuando abrí la puerta vi que Endicott tenía el ceño fruncido, pero me pareció que su expresión de asombro era sincera. O quizás estaba tratando de recordar si había un buzón en la esquina del hotel.

Había puesto otra rueda en movimiento… y no había más. La rueda giró durante un mes antes de producirse alguna novedad.

Entonces, finalmente, un viernes por la mañana, al entrar en mi oficina, vi a un desconocido que me estaba esperando. Era un mexicano o sudamericano, elegantemente vestido. Estaba sentado al lado de la ventana abierta y fumaba un cigarrillo marrón, de aroma penetrante. Era alto, muy delgado y muy elegante, de bigote oscuro, cabello oscuro y más largo que el que usan los norteamericanos; tenía un traje de color tostado de lana liviana. Usaba anteojos oscuros. Se puso de pie cortésmente.

– ¿Señor Marlowe?

– ¿En qué puedo servirle?

Me entregó un papel doblado y me dijo:

– Vengo de parte del señor Starr, de Las Vegas.

Agarré el papel y lo leí. “Le presento a Cisco Maioranos, un amigo mío. Creo que le será de utilidad. S.”

– Entremos, señor Maioranos -dije.

Abrí la puerta y la sostuve para dejarlo pasar. Olía a perfume y tenía las cejas demasiado bien delineadas. Pero con seguridad no era tan delicado y refinado como parecía, porque en ambos lados de la cara tenía cicatrices de cuchilladas.

Capítulo LII

El hombre se sentó en la silla de los clientes y cruzó las piernas.

– Según me han dicho, usted desea alguna información sobre el señor Lennox.

– Unicamente sobre la última escena.

– Yo estuve allí en esa época, señor. Tenía un empleo en el hotel. -Se encogió de hombros-. Un empleo insignificante y por supuesto, temporario. Era el empleado de la administración, en el turno diurno.

– No tiene tipo para eso -dije.

– Hay momentos en que uno tiene dificultades en la vida.

– ¿Quién me despachó la carta por correo?

Me alcanzó un paquete de cigarrillos.

– Pruebe uno de éstos.

– Son demasiado fuertes para mí. Me gustan los cigarrillos colombianos. Los cubanos son un veneno.

Sonrió ligeramente, encendió otro cigarrillo y echó el humo poco a poco. El tipo era tan endemoniadamente elegante que comenzaba a sentirme molesto.

– Estoy enterado de la carta, señor. El mozo tuvo miedo de subir a la habitación del señor Lennox cuando apostaron la guardia en el hotel; la policía, usted me entiende. De modo que yo mismo llevé la carta al correo. Después que se pegó el tiro, por supuesto.

– Debió haber mirado adentro. Había un billete de los grandes.

– La carta estaba cerrada, señor -dijo fríamente-. El honor es algo serio para mí.

– Le pido perdón. Continúe, por favor.

– Cuando entré en la pieza, el señor Lennox tenía en la mano izquierda un billete de cien pesos. Cerré la puerta en la cara del guardia. En la mano derecha tenía un revólver. Sobre la mesa, estaba la carta y otro papel que no leí. Yo rechacé el billete.

– Demasiado dinero -comenté, pero el tipo no reaccionó ante el sarcasmo.

– El señor Lennox insistió. De modo que finalmente me lo llevé y más tarde se lo entregué al mozo. Puse la carta debajo de la servilleta que había encima de la bandeja en que antes le habían traído el café. El polizonte me miró con ojos penetrantes, pero no dijo nada. Estaba en la mitad de la escalera, cuando oí el disparo. Rápidamente escondí la carta y corrí escaleras arriba. El guardia estaba tratando de abrir la puerta. Usé mi llave y abrimos. El señor Lennox estaba muerto.

Con la punta de los dedos recorrió suavemente el borde del escritorio y suspiró.

– Sin duda está enterado de lo demás.

– ¿El hotel estaba lleno?

– No, lleno no. Había media docena de huéspedes.

– ¿Americanos?

– Dos americanos del norte. Cazadores.

– ¿Verdaderos gringos, o simplemente mexicanos transplantados?

– Tengo la impresión de que uno de ellos debe haber sido de origen español. Hablaba el español fronterizo. Muy poco elegante.

– ¿Esos dos se acercaron a la habitación de Lennox?

Levantó la cabeza bruscamente, pero la expresión quedó oculta tras los anteojos oscuros.

– ¿Para qué iban a hacerlo, señor?

– Bueno, ha sido muy amable al molestarse en venir y contarme todo, señor Maioranos. Dígale a Randy que le estoy muy agradecido.

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