Terry.
Esto era todo. Volví a doblar la carta y la coloqué en el sobre. Había sido el mozo con el café. De otra manera nunca habría llegado a mis manos aquella carta. Ni el retrato de Madison. El retrato de Madison es un billete de 5000 dólares. Estaba sobre la mesa, justo frente a mí, verde y crujiente. Nunca había visto uno antes. Mucha gente que trabaja en los bancos tampoco los ha visto. Es muy posible que personajes como Randy Starr y Menéndez los usen para plegar moneda. Si usted va a un banco y pide uno, no los tienen. Es necesario pedir uno a la Reserva Federal para obtenerlo. Trámite de varios días. Hay solamente un millar de ellos en circulación en todos los Estados Unidos.
El mío despedía un agradable brillo. Creaba una pequeña luminosidad propia. Permanecí sentado, mirándolo durante largo tiempo. Al final lo guardé en el cajón de las cartas y fui a la cocina para preparar el café. Sentimental o no, hice lo que me había pedido. Serví dos tazas, agregué un poco de whisky en la suya y me senté del mismo lado donde él se había sentado aquella mañana en que lo llevé al aeródromo. Encendí un cigarrillo para él y lo puse en el cenicero al lado de su taza. Observé el vapor que se elevaba del café y la delgada columna de humo que se desprendía del cigarrillo. Afuera, en un arbusto, revoloteaba un pájaro, hablándose a sí mismo con leves gorjeos, con un ocasional aleteo.
Luego el café dejó de despedir vapor y el cigarrillo dejó de humear, convertido en una colilla muerta al borde del cenicero. Lo arrojé al recipiente de los desperdicios, debajo del fregadero. Tiré el café, lavé la taza y la guardé.
Así era la cosa. No era mucho trabajo por cinco mil dólares.
Después de un rato fui a ver una película. No tenía sentido. Casi ni la vi. Eran ruidos y grandes rostros. Cuando volví a casa saqué un pesado Ruy López, y eso tampoco tuvo sentido. De modo que me fui a la cama.
Pero no para dormir. A las tres de la madrugada estaba caminando y oyendo a Katchaturian trabajando en una fábrica de tractores. A eso él lo llamaba concierto de violín. Yo lo apodé ventilador descompuesto y lo mandé al demonio.
Pasar una noche en vela es para mí tan raro como encontrar un cartero gordo. Si no hubiera sido porque tenía que encontrarme con el señor Howard Spencer en el “Ritz Beverly”, habría agarrado una botella y me habría emborrachado. Y la próxima vez que encuentre un borracho con buenos modales en un Rolls Royce Sylver Wraith, me apartaré rápidamente y tomaré cualquier otra dirección. No hay trampa tan mortífera como la que uno se prepara a sí mismo.
Capítulo XIII
A las once de la mañana me encontraba sentado en el tercer compartimiento del lado derecho, entrando por el comedor anexo. Tenía la espalda apoyada contra la pared y podía ver a cualquiera que entrase o saliese. Era una mañana clara, sin neblina ni alta nubosidad, y el sol deslumbraba la superficie de la piscina de natación que comenzaba inmediatamente después de la pared de azulejos del bar, y se extendía hasta el extremo opuesto del comedor. Una muchacha con bañador blanco de piel de tiburón, de deliciosa silueta, subía la escalera del trampolín alto. Observé la franja de piel pálida que aparecía entre la piel quemada de sus muslos y el bañador. La observé carnalmente. Luego desapareció de mi vista, oculta por la inclinación del techo. Un momento después la vi descender como flecha haciendo un uno y medio. La salpicadura subió lo suficiente como para alcanzar el sol y hacer varios arcos iris tan hermosos como la muchacha misma. Luego volvió a la escalera y se sacó el gorro blanco y sacudió el pelo. Bamboleó su trasero hacia una mesita blanca y se sentó junto a un leñador de pantalones blancos de algodón, anteojos ahumados y tan quemado que no podía ser otra cosa que el cuidador de la piscina. Este se inclinó y le dio una palmada en el muslo. Ella abrió la boca del tamaño de una boca de incendio y rió. Aquello terminó con mi interés por ella. No oía su risa, pero la sima abierta en su rostro cuando abrió el cierre relámpago sobre su dentadura me bastaron.
El bar estaba bastante vacío. Tres asientos más allá, un par de graciosos se estaban vendiendo mutuamente trozos de películas de la Twentieth Century Fox utilizando movimientos de brazos en vez de dinero. Tenían entre ellos un teléfono sobre la mesa, y cada dos o tres minutos jugaban al juego de quién llamaba primero a Zanuck para ofrecerle una idea genial. Eran jóvenes, morenos, ansiosos y llenos de vitalidad. Desplegaban tanta actividad muscular en la conversación telefónica como la necesaria para subir a un hombre gordo por una escalera hasta el cuarto piso.
Había un tipo triste junto al mostrador del bar, hablándole al encargado, quien limpiaba un espejo y escuchaba con esa sonrisa plástica que usa la gente cuando trata de no gritar. El cliente era de mediana edad, bien vestido y estaba borracho. Quería hablar y no habría dejado de hacer lo aunque realmente no hubiera tenido deseos de hablar. Era amable y amistoso, y cuando yo lo oí no parecía tartamudear mucho, pero uno se daba cuenta que se agarraba a la botella y sólo la dejaba cuando se quedaba dormido por la noche. Así sería para el resto de su vida; su vida era todo eso. Nunca se sabría cómo había llegado a ello, porque aunque él lo contara, no sería verdad. Cuando más, una distorsionada versión de la realidad, tal como él la conocía. Hay un hombre triste como aquél en cada bar tranquilo del mundo.
Miré el reloj y comprobé que el poderoso editor llevaba veinte minutos de atraso. Decidí esperar media hora y después irme. Nunca conviene dejar que el cliente establezca las reglas. Si él trata a uno a empujones entonces supondrá que otra gente también puede hacerlo y no lo contratará a usted por eso. Y precisamente en aquel momento yo no tenía tanta necesidad de trabajo como para permitir que algún ricachón del lejano Este me usara como silla de montar, ni siquiera uno de esos directores importantes con oficinas revestidas de madera en el piso ochenta y cinco una hilera de botones y teléfonos internos, y una secretaria del Instituto Hatie Carnegie para Oficinistas Especiales, con un par de ojos grandes, hermosos, prometedores. Es el tipo de explotador que le dirá que lo espere a las nueve en punto, y si a usted no se le ocurriera estar sentado y quietecito, con una sonrisa amable en la cara cuando él apareciera dos horas más tarde en un inmenso Gibson, sufrirá un paroxismo de ultrajada capacidad ejecutiva que requeriría una estada de cinco semanas en Acapulco antes de poder ocuparse nuevamente de sus asuntos.
El mozo pasó a mi lado y dirigió una mirada suave al débil whisky con agua de mi vaso. Sacudí la cabeza y el mozo siguió de largo. Fue entonces cuando entró en el bar un verdadero sueño en forma de mujer. Por un instante me pareció que todo sonido se había apagado en el bar, que los dos graciosos habían cesado de negociar y que el borracho sentado en el taburete había dejado de mascullar; fue como cuando el director de orquesta golpea con la batuta en el atril levanta los brazos y mantiene a todos en suspenso. Era delgada y bastante alta; llevaba un traje sastre de hilo blanco con un pañuelo de pintitas blancas y negras alrededor del cuello. El cabello era de color oro pálido como el de las princesas de los cuentos de hadas. El pequeño sombrero y el cabello dorado alrededor recordaban un pájaro en su nido. Los ojos eran de un color extraño, azul violáceo, y las pestañas largas y quizá demasiado claras. Se dirigió hacia la mesa de enfrente y empezó a sacarse los guantes blancos. El mozo se acercó en seguida y le apartó la mesa en tal forma y con tanta deferencia como ningún mozo del mundo me la hubiera apartado a mí de esa manera. La joven se sentó, aseguró los guantes con una cadenita de la cartera y agradeció al mozo con una sonrisa tan suave, tan exquisitamente pura, que el hombre casi quedó paralizado por la emoción. Ella le dijo algo en voz baja y el mozo, después de inclinarse hacia adelante, salió casi corriendo. He ahí un tipo que realmente tenía una misión en la vida.