Después partí. En el cruce fronterizo nadie me dirigió ni una mirada, como si mi rostro tuviera tanta importancia como las manecillas de un reloj.
Capítulo VI
El regreso desde Tijuana es largo y penoso, uno de los caminos más aburridos del estado. Tijuana no es nada; todo lo que quieren allí son dólares. El chico que se acerca al costado del coche y lo mira a uno con grandes ojos ansiosos, diciendo: “Una moneda, por favor, mister”, tratará de vender a su hermana en la próxima frase. Tijuana no es México. Toda la ciudad fronteriza no es nada más que una ciudad fronteriza, así como la tierra ribereña no es más que tierra ribereña. ¿San Diego? Uno de los puertos más hermosos del mundo, pero no hay nada en él, excepto el cuerpo de la marina y algunos barcos pesqueros. Por la noche es tierra de hadas. El oleaje es tan suave como una anciana cantando himnos. Pero Marlowe tiene que regresar a su casa y comenzar a trabajar.
El camino hacia el Norte es tan monótono como la canción del marinero. Se atraviesa una ciudad, se baja por una colina y se recorre un tramo de playa, una ciudad, una colina y un tramo de playa.
Eran las dos de la tarde cuando regresé. Me estaba esperando un Sedan oscuro, sin chapa policial, sin luz roja, sólo con la antena doble, y no son los coches de la policía los únicos que las llevan. Estaba en mitad de la escalera cuando salieron del coche y me llamaron a gritos, era la pareja habitual, con su vestimenta de costumbre y su sempiterno movimiento firme y acompasado, como si el mundo entero estuviera esperando en silencio para que ellos le dijeran lo que tienen que hacer.
– ¿Usted se llama Marlowe? Queremos hablar con usted.
Me mostró la insignia pero lo hizo con tal rapidez que apenas pude ver el reflejo y, por lo que capté muy bien podría haber pertenecido al cuerpo de Control Sanitario. Tenía el cabello rubio grisáceo y parecía un tipo pegajoso. Su compañero era alto, bien parecido, pulcro, pero había en él algo claramente desagradable y sórdido, un rufián de buenas maneras. Tenían ojos escrutadores y vigilantes, ojos pacientes y cuidadosos, fríos, desdeñosos; ojos de policía, ojos que habían adquirido su expresión en la escuela de policía.
– Soy el sargento Green, de la Sección Homicidios.
Este es el detective Dayton.
Seguí subiendo la escalera y abrí la puerta. A los policías no se les estrecha la mano. Demasiada intimidad.
Se sentaron en el living. Abrí las ventanas y empezó a soplar una suave brisa. Green hizo el gasto de la conversación.
– ¿Conoce a un tal Terry Lennox, no?
– De vez en cuando hemos tomado juntos una copa.
Vive en Encino; se casó por dinero. Nunca estuve en su casa.
– De vez en cuando -repitió Green-. ¿Eso qué quiere decir? ¿Con cuánta frecuencia?
– Es una forma de decir, una expresión vaga, en términos generales. Podría ser una vez a la semana o una vez cada dos meses.
– ¿Conoce a su mujer?
– La encontré una vez, por unos instantes, antes de que se casaran.
– ¿Cuándo y dónde fue la última vez que lo vio?
Agarré la pipa que estaba sobre la mesita y la llené. Green se inclinó hacia mí. El tipo alto estaba sentado más lejos y sostenía en la mano bolígrafo y un bloc de bordes rojos.
– Aquí es donde yo digo: “¿Pero a qué viene todo esto?”, y usted responde: “Las preguntas las hacemos nosotros.”
– De modo que usted limítese a contestarlas, ¿eh?
Encendí la pipa. El tabaco estaba un poco húmedo; me llevó bastante tiempo y tres fósforos encenderla.
– Dispongo de tiempo -concedió Green-, pero ya he perdido una buena parte esperándolo y dando vueltas por ahí. De modo que muévase, señor. Sabemos quién es usted y se imaginará que no estamos aquí para que se nos abra el apetito.
– Déjeme pensar -le dije-. Solíamos ir bastante a menudo al bar Victor y no con tanta frecuencia a La Linterna Verde y a El Toro y El Oso…, ese lugar que queda al final del Strip y que trata de imitar a una hostería inglesa…
– Acabe con eso.
– ¿Quién ha muerto? -pregunté.
El detective Dayton intervino con voz dura, experimentada, una de esas voces que parecen querer decir: “No trate de hacerse el vivo conmigo.”
– Usted limítese a contestar las preguntas, Marlowe. Estamos realizando una investigación de rutina. Eso es todo lo que tiene que saber.
Tal vez estuviera cansado e irritable. Tal vez me sintiera un poco culpable. Me di cuenta de que podría odiar a aquel tipo sin siquiera conocerlo, que de sólo verlo en el fondo de una cafetería cualquiera me entrarían ganas de arrancarle los dientes.
– Basta, Jack -le dije-. Guarde esa terminología para la oficina de menores…, aunque hasta a ellos les daría risa.
Green lanzó una risita ahogada. Aparentemente nada cambió en la cara de Dayton, pero, de pronto, pareció diez años más viejo y veinte años más detestable. Su respiración era sibilante.
– El aprobó el examen de Derecho -dijo Green-. Usted no puede hacerse el vivo con Dayton.
Me levanté sin prisa y me dirigí a la biblioteca. Saqué el ejemplar encuadernado del Código Penal de California e hice ademán de alcanzárselo a Dayton.
– ¿Sería tan amable de indicarme dónde dice que estoy obligado a contestar a sus preguntas?
Se quedó duro, rígido. Tenía ganas de agarrarme a golpes y ambos lo sabíamos, pero el tipo quería esperar una buena oportunidad. Lo que significaba que no tenía confianza en que Green lo apoyara si se salía de la vaina a destiempo.
El tipo habló con voz firme y uniforme aunque vibrante: “Todo ciudadano debe cooperar con la policía, en todas formas, hasta por la acción física y especialmente contestando las preguntas de naturaleza no incriminatoria que la policía juzgue necesario formular”.
– Lo que quiere decir mediante un proceso de intimidación directo o indirecto. Por ley no existe una obligación semejante. Nadie está obligado a decir a la policía nada, en ningún lugar y en ninguna circunstancia.
– ¡Oh! ¡Cállese la boca! -exclamó Green con impaciencia-. Usted está escurriendo el bulto y lo sabe. Siéntese. La mujer de Lennox ha sido asesinada. En el pabellón de huéspedes que hay en la propiedad, de Encino. Lennox ha desaparecido o, al menos, no podemos dar con él. De modo que estamos buscando a un sospechoso en un caso de asesinato. ¿Está satisfecho?
Arrojé el libro sobre la silla y me senté en el sofá frente a Green.
– ¿Entonces por qué vienen a verme? -pregunté-. Nunca estuve en casa de ellos. Ya se lo dije.
Green se palmeó los muslos, arriba y abajo, una y otra vez. Me sonrió con calma. Dayton estaba inmóvil en la silla. Me devoraba con la mirada.
– Porque su número de teléfono fue escrito durante las últimas veinticuatro horas en una agenda encontrada en la habitación de Lennox. Es una agenda diaria y ayer arrancaron la hoja, pero se puede ver la marca impresa en la página correspondiente al día de hoy. No sabemos cuándo lo llamó a usted. No sabemos adónde fue, ni por qué, ni cuándo. Pero tenemos que preguntar, ¡qué diablos!
– ¿Por qué estaba en el pabellón de huéspedes? -pregunté, no esperando que respondiera, pero lo hizo.
Se sonrojó un poco.
– Parece que iba allí bastante a menudo. Por la noche. Tenía visitas. Los sirvientes alcanzan a divisar la casa entre los árboles cuando las luces están encendidas. Los autos van y vienen, algunas veces tarde, otras muy tarde. Pero todo esto no tiene importancia. No se llame a engaño. Lennox es el tipo que buscamos. Estuvo allí a eso de la una de la madrugada y se dirigió al pabellón de huéspedes. El criado lo vio. Regresó solo, unos veinte minutos más tarde. Después de eso, nada. Las luces siguieron encendidas. Esta mañana, Lennox no estaba por ninguna parte. El criado se dirigió al pabellón de huéspedes. Encontró a la dama en la cama, desnuda como una sirena, y permítame que le diga que el criado no la reconoció por la cara. Prácticamente no tiene cara. Fue reducida a papilla con una estatuita de bronce.