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– Se puede si él está borracho. A menudo uno está obligado a hacerlo.

Ella estaba de pie, muy cerca, y aspiré su perfume o creí que lo hacía.

– Supongamos que exista algo vergonzoso en su pasado -dijo la señora Wade arrastrando las palabras como si les sintiera un gusto amargo-, o hasta criminal. Para mí no habría diferencia. Y no quiero que por mi causa se llegue a descubrirlo.

– ¿Pero le parece bien que Howard Spencer me contrate para que yo lo descubra?

Ella sonrió muy lentamente.

– ¿Piensa usted realmente que yo esperaba que le diera a Howard otra respuesta que la que le dio… un hombre que prefirió ir a la cárcel antes que traicionar a un amigo?

– Gracias por la asociación de ideas, pero no me encarcelaron por eso. Después de un momento de silencio hizo una inclinación de cabeza, se despidió de mí y comenzó a bajar las escaleras. La seguí mirando hasta que subió al auto, un Jaguar pequeño, de color gris y aspecto flamante. Puso el motor en marcha y se dirigió hacia el final de la calle, donde dio vuelta por la plazoleta. Me hizo un gesto de adiós con el guante cuando comenzó a bajar por la colina, después dio vuelta a la esquina y el pequeño automóvil desapareció de mi vista.

Un arbusto de adelfas rojas se recortaba sobre parte de la pared frontal de la casa. En el arbusto surgió un alboroto y un aleteo, y un pichón de mirlo comenzó a piar ansiosamente. Lo localicé en una de las ramas superiores, batiendo las alas como si le costara mantenerse en equilibrio. De los cipreses situados al extremo de la pared salió un áspero gorjeo de advertencia. El píopío cesó de inmediato y el pajarito enmudeció.

Entré en la casa, cerré la puerta y dejé al ave sumida en su lección de vuelo. Los pájaros también tienen que aprender.

Capítulo XV

Por más inteligente que uno sea o crea serlo, es necesario tener un punto de partida: un hombre, una dirección, algún antecedente, una atmósfera, un punto de referencia de cualquier índole. Lo único que yo tenía era un papel amarillo, arrugado, que decía: “Usted no me agrada, doctor V. Pero en este preciso momento es el hombre que necesito. “

Con esto podía marcar con alfileres el Océano Pacífico, pasarme un mes chapoteando a través de la lista de media docena de asociaciones médicas regionales y terminar con un gran cero redondo. En nuestra ciudad los curanderos proliferan como los conejitos de Indias. Hay ocho distritos territoriales dentro de las cien millas de la municipalidad y en cada ciudad, en cada una de ellas, hay doctores; algunos son médicos auténticos y otros son simples practicantes que tienen licencia para cortar callos o para saltar arriba y abajo de la espina dorsal del paciente. De los médicos verdaderos, algunos están en situación floreciente y otros son pobres, algunos poseen ética y otros no están seguros de poder permitírsela. Sin una clave no sabía por dónde empezar la investigación. Yo no tenía la clave y Eileen Wade no la tenía o no sabía que la tenía. Y aún si yo encontrara a alguien que encajara y tuviera la inicial determinada, podía resultar un mito en lo concerniente a Roger Wade. Todo el asunto podía habérselo imaginado Roger mientras se estaba emborrachando. Así como la alusión a Scott Fitzgerald podía haber sido simplemente una forma original de decir adiós.

En una situación semejante el hombre pequeño trata de recurrir al cerebro del hombre grande, de modo que llamé a un conocido mío que trabaja en la Organización Carne, agencia de investigaciones situada en Beverly Hills, especializada en la protección del negocio de los transportes… entendiéndose por protección casi todo lo que tenga un pie dentro de la ley. El hombre se llamaba George Peters y me concedió una entrevista de diez minutos.

Las oficinas ocupaban la mitad del segundo piso de uno de esos edificios de cuatro pisos, de color rosado, con las puertas de los ascensores que se abren solas mediante un ojo eléctrico, corredores frescos y tranquilos y el lugar de estacionamiento tiene un nombre en cada espacio para coches, y el farmacéutico de enfrente tiene la muñeca torcida de estar todo el día llenando botellas con píldoras somníferas.

La puerta, pintada de gris perla por afuera, mostraba letras metálicas en relieve, limpias y relucientes como un cuchillo nuevo: ORGANIZACION CARNE, INC. Gerald C. CARNE, Presidente. Abajo y en letras más pequeñas: Entrada. Hubiera podido ser una compañía financiera.

En el interior había una sala de recibo, pequeña y fea de fealdad deliberada y costosa. Los muebles eran de color escarlata y verde oscuro, las paredes de un chato verde Nilo, y unas fotografías lucían marcos de un color tres tonos más oscuro que el resto. Las fotos mostraban a unos tipos con chaqueta roja de montar, a horcajadas en grandes caballos ansiosos por saltar vallas muy altas. Había dos espejos sin marco, de leve y desagradable color rosado. Las revistas amontonadas en la mesa lustrada tenían cada una su cubierta plástica transparente y eran los últimos ejemplares salidos a la venta. El tipo que había decorado aquella habitación no era hombre a quien le asustaran los colores. Probablemente usaba camisa color pimiento, pantalones morados, zapatos a rayas y calzoncillos bermellón con las iniciales en agradable y amistoso color mandarina.

Toda la casa no era más que pura decoración. La Organización Carne cobraba a sus clientes un mínimo de cien dólares diarios y ellos esperaban el servicio a domicilio. No iban a sentarse en ninguna sala de espera.

Carne era un ex-coronel de la policía militar, un tipo grandote, recio y duro como una tabla. Una vez me había ofrecido empleo, pero nunca me encontré tan desesperado como para aceptar. Existen ciento noventa formas de ser un canalla y Carne las conocía todas.

Se abrió un tabique corredizo de vidrio y una empleada, de sonrisa glacial y mirada perforadora, asomó la cabeza.

– Buenos días. ¿En qué puedo servirle?

– Deseo ver a George Peters. Mi nombre es Marlowe. -Puso un libro de cuero verde sobre el mostrador.

– ¿El señor Peter lo espera, señor Marlowe? No veo su nombre en la lista de las entrevistas concedidas.

– Es un asunto personal. Acabo de hablar con él por teléfono.

– Comprendo. ¿Cómo deletrea su apellido, señor Marlowe? ¿Y cuál es su primer nombre, por favor?

Se lo dije. Lo escribió en una tarjeta larga y angosta cuyo borde deslizó en seguida debajo de un perforador.

– ¿A quién está destinado a impresionar todo esto? -le pregunté.

– Aquí somos muy minuciosos en los detalles -contestó la joven fríamente-. El coronel Carne dice que nunca se sabe si el hecho más trivial puede llegar a convertirse en el más importante.

– O viceversa -dije yo, pero ella no lo entendió.

Al terminar, levantó la vista y dijo:

– Lo anunciaré al señor Peters.

Le dije que la noticia me hacía muy feliz. Un minuto más tarde se abrió la puerta y Peters me introdujo en un corredor color gris acerado, bordeado de pequeñas oficinas que parecían celdas. Su oficina era a prueba de ruidos; había un escritorio de metal color gris con dos sillas haciendo juego, una máquina de escribir gris en una mesita gris, un teléfono y un juego de plumas, todo en el mismo color uniforme. En las paredes, dos fotografías con marco; una de Carne en uniforme, con el casco puesto, y otra de él también, vestido de civil, sentado detrás del escritorio, con aspecto inescrutable. También en la pared se veía una pequeña leyenda inspirativa, en letras de acero sobre fondo gris. Decía así:

“Los funcionarios de la Organización Carne, se visten, hablan y se comportan como caballeros en todo lugar y en todo momento. No hay excepciones a esta regla.”

Peters atravesó la habitación con dos trancos largos y corrió hacia un costado uno de los cuadros, dejando al descubierto un pequeño micrófono gris empotrado en la pared. Peters lo sacó, desconectó el alambre, lo volvió a colocar en su lugar y lo tapó de nuevo con el cuadro.

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