– Ahora mismo yo no debería estar trabajando -me dijo-, pero ese hijo de perra ha salido para arreglarle unos líos a un actor que anduvo conduciendo borracho. Todos los conmutadores de los micrófonos están en su oficina. Tiene electrificado todo el establecimiento. La otra mañana le sugerí que instalara en la sala de espera una cámara microfilme con luz infrarroja detrás de un espejo diáfano pero no le gustó mucho la idea. Tal vez sólo porque no fue suya.
Se sentó en una de las sillas grises. Lo miré atentamente. Era un hombre de aspecto rudo y desgarbado, de piernas largas, rostro huesudo y cabello ralo. La piel parecía gastada y curtida, como la del hombre que ha estado viviendo mucho al aire libre, en toda clase de climas. Tenía ojos astutos y penetrantes. Cuando se reía la mitad inferior de la cara desaparecía convertida en dos enormes arrugas que iban desde las ventanas de la nariz hasta las comisuras de la boca, muy ancha.
– ¿Cómo lo aguanta? -le pregunté.
– Siéntese, amigo. Hable con calma, pero en voz baja, y recuerde que para un pobre detective como usted, un funcionario de la Organización Carne es algo así como Toscanini al lado de un organista ambulante-. Hizo una pausa y sonrió en forma un tanto burlona. Lo aguanté porque no me importó un comino. Gano bien, y en cuanto Carne empiece a comportarse como si pensara que estoy cumpliendo una condena en esa prisión de máxima seguridad que él dirigía en Inglaterra durante la guerra, agarraré mi cheque y me iré como alma que lleva el diablo. En cuanto a usted, ¿cuál es su problema? Supe que no lo pasó muy bien hace un tiempo.
– No me quejo de aquello. Quisiera revisar el fichero de los muchachos de las ventanas enrejadas. Sé que tienen uno. Eddie Dowst me lo dijo cuando dejó de trabajar aquí.
Peters hizo un signo afirmativo.
– Eddie era un mequetrefe demasiado sensible para la Organización Carne. El fichero que usted menciona es secreto y uno de los más reservados y exclusivos. Bajo ninguna circunstancia podemos revelar a gente de afuera la información confidencial que contiene. Se lo traigo en seguida.
Salió de la habitación y yo me quedé contemplando el canasto de papeles gris y el linóleo gris y las rinconeras de cuero gris de la carpeta que había sobre el escritorio. Peters regresó con un fichero de cartón gris, lo puso en la mesa y lo abrió.
– Por Dios santo, ¿no hay nada en este lugar que no sea gris?
– Los colores de la escuela, muchacho. El espíritu de la organización. Sí, tengo algo que no es gris.
Abrió un cajón del escritorio y sacó un cigarro de alrededor de veinte centímetros de largo.
– Un Upmann Treinta -dijo-. Me lo regaló un anciano inglés que ha vivido cuarenta anos en California y sigue hablando con acento inglés. Cuando está sobrio no es más que un viejo simpático con buena dosis de encanto superficial, lo que para mí es bastante porque la mayoría de la gente no tiene ninguno, ni superficial ni de otra clase, incluso Carne. Cuando no está sobrio, tiene la extraña costumbre de dar cheques sobre bancos que nunca han oído hablar de él. Pero siempre se las arregla, y con mi cariñosa ayuda hasta ahora ha logrado permanecer fuera de la cárcel. El me dio el cigarro. ¿Podríamos fumarlo juntos, como un par de jefes indios planeando una matanza?
– No puedo fumar cigarros.
Peters miró tristemente el enorme cigarro: -Lo mismo me pasa a mí. Pensé dárselo a Carne, pero no es cigarro para un solo hombre, aun cuando ese hombre sea Carne. -Frunció el ceño. -¿Sabe una cosa? Estoy hablando demasiado de Carne. Debo de estar mal. -Guardó el cigarro en el cajón y miró el fichero abierto.
– ¿Qué necesita de aquí?
– Estoy buscando a un alcoholista acomodado, con gustos caros y dinero con qué pagárselos. El hombre ha desaparecido. Suele tener arranques de violencia y la mujer está preocupada por él. Ella cree que está escondido en alguno de esos lugares donde se encargan de desembriagar a los borrachos, pero no está segura. El único indicio que poseemos es una frase escrita por él, en la que menciona al doctor V. Sólo la inicial. Mi hombre ha desaparecido hace tres días.
Peters quedó pensativo.
– No tardará mucho en aparecer. ¿A qué viene la preocupación?
– Si lo encuentro antes, me pagarán por mi trabajo. -Me miró atentamente y sacudió la cabeza.
– No comprendo, pero no importa. Veremos lo que se puede hacer. -Comenzó a dar vuelta a las páginas del fichero. -No es muy fácil. Esa clase de gente va y viene. Una simple carta no es ninguna pista. -Sacó una página del fichero, dio vuelta algunas páginas más, sacó otra y finalmente una tercera. -Aquí tenemos a tres -dijo-. El doctor Amos Varley, un osteópata. Tiene un gran establecimiento en Altadena. Hace o solía hacer visitas nocturnas por cincuenta dólares. Tiene dos enfermeras diplomadas. Hace un par de años anduvo en dificultades con la gente de la Oficina de Narcóticos del Estado y entregó su libro de recetas. Esta información no está realmente al día.
Yo escribí el nombre y la dirección de Altadena.
– Después tenemos al doctor Lester Vukanich, Garganta, Nariz y Oído. Edificio Stockwell, en el Boulevard Hollywood. Este es medio dudoso. Por lo general atiende en el consultorio y parece especializarse en infecciones sinusíticas crónicas. Es más bien un trabajo de rutina. Los clientes van a verlo y se quejan de dolor en los senos frontales y entonces él les hace un lavaje. Por supuesto, primero tiene que anestesiar con novocaína. Pero si le agrada el aspecto del enfermo, no tiene por qué darle precisamente novocaína. ¿Entiende?
– ¡Claro! -Escribí todos los datos en mi libreta.
– ¡Esto sí que es bueno! -exclamó Peters, prosiguiendo la lectura-. Es evidente que su dificultad reside en el aprovisionamiento. En consecuencia, nuestro doctor Vukanich va a pescar muy a menudo a la zona de Ensenada y viaja en su avión particular.
– Creo que la cosa no le durará mucho si trae la droga él mismo -comenté.
Peters reflexionó un instante y sacudió la cabeza.
– No estoy de acuerdo con usted. Durará todo lo que se le antoje si no es demasiado codicioso. Su único peligro real puede ser un cliente descontento… Perdóneme, quise decir un paciente…, pero con seguridad sabe cómo manejarlos. Hace quince años que tiene consultorio.
– ¿De dónde diablos consigue toda esa información? -le pregunté.
– Nosotros somos toda una organización, mi amigo. No un cazador solitario como usted. Alguna nos es suministrada por los mismos clientes, y el resto se obtiene mediante nuestros propios recursos. Carne no tiene miedo de gastar dinero. Es un tipo que sabe hacer las cosas, cuando quiere.
– Le encantaría esta conversación.
– No hablemos de eso. Nuestra última oferta del día es un hombre llamado Verringer. La empleada que hizo el fichero correspondiente se ha ido hace tiempo. Parece que una poetisa se suicidó en el rancho que Verringer posee en el valle de Sepúlveda. Verringer dirige allí una especie de colonia artística para escritores y gente por el estilo que buscan la soledad y una atmósfera agradable. Los precios son moderados. Todo tiene visos de legalidad. El mismo se llama doctor, pero no practica la medicina. Quizá sea doctor en filosofía. Francamente no sé por qué está en este fichero. A menos que hubiera habido algo en aquel suicidio. -Levantó una hoja en blanco sobre la que estaba pegado un recorte de diario. -Ajá. Dosis excesiva de morfina. No hay indicios de que Verringer supiera nada sobre ello.
– Me interesa Verringer -dije en tono firme-. Me interesa mucho.
Peters cerró el fichero y le dio un golpecito.
– Usted no ha visto nunca esto, ¿estamos?
Se levantó y dejó la habitación. Cuando regresó, me disponía a partir. Comencé a darle las gracias, pero él dejó todo de lado.
– Oiga -me dijo-, existen cientos de lugares donde puede estar su hombre.
Le dije que eso ya lo sabía.