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Ohls sacudió la cabeza levemente. Hernández frunció el ceño y no dijo nada.

– Capitán Hernández, no existe lugar alguno en aquel living-room desde el cual este hombre pueda haber visto ni siquiera la cabeza de la señora Wade, aunque hubiera estado de pie…, y él dice que estaba sentado, siempre que ella se encontrara justo al lado de la puerta o más adentro. Yo tengo diez centímetros más de estatura que él y sólo alcanzo a distinguir la base de la puerta si estoy de pie cerca de la puerta principal de la casa. Para que él haya podido ver lo que dice, la señora Wade tuvo que haber salido hasta el borde de la galería. ¿Por qué iba a hacer eso? ¿Qué razón había para que se desvistiera en la puerta de su cuarto? ¿Por qué tenía que hacerlo? Eso carece de sentido.

Hernández siguió mirándome y después desvió la vista hacia Candy.

– ¿Y con respecto al tiempo que permaneció usted en la habitación de la señora Wade? -preguntó suavemente, hablándome a mí.

– Es su palabra contra la mía. Yo sólo me he referido a lo que puede ser probado.

Hernández le habló a Candy en español, pero lo hizo demasiado rápido para que yo pudiera comprenderlo. Candy se limitó a mirarlo con ojos malhumorados.

– Llévenselo -dijo Hernández.

Ohls se levantó y abrió la puerta. Candy salió. Hernández sacó una caja de cigarrillos, se llevó uno a los labios y lo encendió con un encendedor de oro.

Ohls regresó a la sala. Hernández dijo con calma:

– Acabo de decirle que si hubiera contado esa historia ante un tribunal lo habrían condenado por perjurio. Parece que no le impresionó mucho. Es evidente lo que le está corroyendo. Es el caso típico del que tiene cola de paja. Si hubiera estado en la casa y tuviéramos alguna razón para sospechar que fue un asesinato, él sería un blanco muy bueno: excepto que habría usado cuchillo. Cuando lo interrogué al principio, tuve la impresión de que sentía mucho la muerte de Wade. ¿Quiere hacerle alguna pregunta, Ohls?

Ohls meneó la cabeza. Hernández me miró y dijo:

– Vuelva mañana para firmar su declaración. Para ese entonces ya la tendremos escrita a máquina. Esperamos el informe preliminar para las diez de la mañana más o menos. ¿Hay algo que no le guste en todo esto, Marlowe?

– ¿Tendría inconveniente en dar vuelta a la frase? La manera en que la formuló sugiere que puede haber algo que me guste.

– Muy bien -dijo en tono cansado-. Puede irse. Yo me voy a casa.

Me puse de pie.

– Por supuesto, nunca creí una palabra de toda la historia que nos endilgó Candy -agregó a modo de explicación-. No hice más que utilizarla como sacacorchos, para tratar de sacarle algo. Espero que no me guarde rencor.

– En absoluto, capitán, en absoluto.

No me dieron las buenas noches y me siguieron con la mirada hasta que salí de la habitación. Recorrí el largo corredor hasta llegar a la puerta que da a la calle Hill, subí al coche y me dirigí a casa.

Era verdad que no le guardaba rencor. Me sentía tan hueco y vacío como los espacios entre las estrellas. Cuando llegué a casa me preparé un trago bien fuerte, me paré al lado de la ventana abierta y lo fui tomando a sorbos, mientras escuchaba la oleada del tránsito del boulevard Laurel Canyon y contemplaba el resplandor de la gran ciudad inquieta, recostada en las colinas a través de las cuales había sido construido el boulevard. Muy lejos, el lamento ululante de los coches policiales o las sirenas de los bomberos se elevaban o decrecían, pero nunca quedaban completamente silenciosos por largo tiempo. Durante las veinticuatro horas del día hay alguien que corre y algún otro que trata de atraparlo. Ahí afuera, en la noche de miles de crímenes, la gente estaba muriendo o quedaba mutilada o herida o aplastada por las pesadas ruedas de los coches o con el volante de dirección incrustado en el pecho. La gente era golpeada, robada, estrangulada, violada y asesinada. La gente se sentía hambrienta, enferma, aburrida, desesperada en su soledad o por el remordimiento o el miedo, enojada, cruel, afiebrada, estremecida por sollozos. Una ciudad no peor que las otras, una ciudad rica, vigorosa y llena de orgullo, una ciudad perdida, golpeada y llena de vacuidad.

Todo depende de dónde uno está sentado y cuál sea su propio puntaje. Yo no tenía ninguno y no me importaba. Terminé la bebida y me fui a la cama.

Capítulo XXXIX

La investigación judicial resultó un fracaso. El investigador se embarcó en ella antes de que la evidencia médica estuviera completa, por miedo a que el interés del público y de los diarios decayera. Pero no debió haberse preocupado, ya que la muerte de un escritor, aun de uno muy conocido, no es noticia para mucho tiempo, y aquel verano hubo demasiada competencia. Un rey abdicó y otro fue asesinado. En una semana se estrellaron tres grandes aviones de pasajeros. El director de una gran firma de electricidad fue acribillado a balazos en Chicago, en su propio automóvil. Veinticuatro reclusos murieron quemados en el incendio de una cárcel. El médico forense del distrito de Los Angeles no tenía suerte. Estaba perdiendo las buenas cosas de la vida.

Cuando dejé el estrado vi a Candy. Sonreía en forma resplandeciente y maliciosa -no tenía la menor idea del porqué de aquella sonrisa-, y como de costumbre vestía con demasiado atildamiento; traje de gabardina marrón tostado, camisa blanca de nylon y corbata moñito color azul. En el sitial de los testigos estuvo tranquilo e hizo una buena impresión. Sí, el patrón se emborrachaba mucho últimamente. Sí, él había ayudado a acostarlo en la cama la noche en que arriba dispararon un tiro. Sí, el patrón había pedido whisky antes de que él, Candy, se fuera aquel último día, pero se negó a dárselo. No, no sabía nada sobre el trabajo literario del señor Wade, pero sabía que el patrón había estado desanimado y deprimido. No hacía más que arrojar las hojas al canasto y sacarlas de nuevo. No, nunca había oído que Wade se peleara con nadie. Y así continuamente. El investigador lo estrujó cuanto pudo, pero no sacó nada en limpio. Alguien había hecho con Candy un buen trabajo de adiestramiento previo.

Eileen Wade vestía de blanco y negro. Estaba pálida y habló en voz baja y clara que ni el amplificador pudo echar a perder. El investigador la trató con dos pares de guantes de terciopelo. Le hablaba como si le costara trabajo contener los sollozos. Cuando ella abandonó la tribuna se puso de pie, le hizo una profunda reverencia y ella contestó con una sonrisa lánguida y desfalleciente que casi lo hizo desmayar de emoción.

Al salir, la señora Wade casi pasó de largo sin mirarme, pero al último momento volvió la cabeza levemente, sólo un par de centímetros, y me hizo una pequeña inclinación de cabeza como si yo fuera alguien que hubiera conocido en alguna parte, hacía mucho tiempo, y no pudiera localizar del todo en su memoria.

Cuando terminó la audiencia iba a bajar las escaleras, pero me topé con Ohls. Estaba observando el tránsito o simulaba hacerlo.

– Lindo trabajo -me dijo sin darse vuelta-. Felicidades.

– Usted preparó muy bien a Candy.

– Yo no, muchacho. El fiscal de distrito decidió que todos los chismes sexuales no venían al caso, que estaban fuera de lugar.

– ¿Qué chismes sexuales?

Entonces me miró: -¡Ah, ah, ah! -dijo-. Y no me refiero a usted. -Su expresión se hizo remota-. Los he estado contemplando durante demasiados años. Eso termina por cansar. Este caso salió de una botella especial. Antigua estirpe privada. Hasta pronto, parásito. Llámeme cuando empiece a usar camisas de veinte dólares. Iré a visitarlo y le sostendré la chaqueta.

La gente que subía o bajaba las escaleras se arremolinaba alrededor de nosotros. Permanecimos detenidos, simplemente. Ohls sacó un cigarrillo del bolsillo, lo miró, lo arrojó a suelo y con el tacón lo redujo a la nada.

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