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Endicott sonrió.

– Eso está muy bien dicho. Sólo desearía que fuera verdad. Pero estamos perdiendo tiempo. Si usted tuviera una pizca de sentido común habría dicho a la policía que no veía a Lennox desde hacía una semana. No tenía por qué ser verdad. Después, podría haber contado la historia verdadera bajo juramento. No hay ley alguna que impida que se mienta a la policía, y ellos lo saben y lo esperan.

Se sienten más felices cuando uno les miente que cuando uno se niega a hablar. Esto lo consideran como un desafío directo a su autoridad. ¿Qué espera ganar con ello?

No contesté. En realidad no tenía respuesta. Endicott se puso de pie, tomó el sombrero, cerró la cigarrera de un golpe y se la metió en el bolsillo.

– Usted se siente como un actor que tiene que representar su gran escena -dijo fríamente-. Aferrarse a sus derechos, hablar de la ley, etcétera. ¿Cómo puede un hombre ser tan ingenuo, Marlowe? Un hombre como usted, que se supone que debe conocer el mundo que lo rodea. La ley no es la justicia. Es un mecanismo muy imperfecto. Si usted aprieta exactamente los resortes justos, y además tiene suerte, es posible que al final se haga justicia. La ley no ha intentado ser nunca otra cosa que un mecanismo. Veo que usted no quiere ayuda, de modo que no me queda más que retirarme. Hágame llamar si cambia de idea.

– Voy a perseverar en mis trece por uno o dos días más. Si detienen a Terry no les importará saber cómo consiguió irse; sólo se preocuparán del circo que se hará con el proceso. El asesinato de la hija de Harlan Potter es asunto que dará material para grandes titulares en todo el país. Con un espectáculo así, un tipo como Springer, a quien le gusta satisfacer las exigencias del público, puede llegar a Fiscal General y de ahí a ocupar la silla del gobernador y de ahí… -Dejé de hablar y el resto quedó flotando en el aire.

Endicott sonrió en forma burlona.

– Creo que usted no conoce mucho a Harlan Potter.

– Y si no atrapan a Lennox, no querrán saber cómo logró escapar, señor Endicott. Simplemente desearán olvidar rápido todo el asunto.

– Parece que lo tiene todo pensado, ¿eh, Marlowe?

– He tenido tiempo para hacerlo. Todo lo que sé sobre Harlan Potter es que se le calcula una fortuna de cien millones de dólares y que es propietario de nueve o diez diarios. ¿Cómo anda la publicidad?

– ¿La publicidad? -Su voz parecía de hielo al hablar.

– Sí. Nadie de la prensa me ha entrevistado. Esperaba que esto haría mucho ruido en los periódicos. Conseguiría mucho trabajo “Un detective privado prefiere ir a la cárcel antes que traicionar a un amigo”.

Endicott se dirigió hacia la puerta y se dio vuelta, con la mano apoyada en el picaporte.

– Usted me divierte, Marlowe. En cierto sentido actúa como un niño. Es verdad que cien millones de dólares pueden comprar mucha publicidad, pero si son utilizados con habilidad y astucia, también pueden comprar mucho silencio, amigo mío.

Abrió la puerta y desapareció. Un agente me llevó de regreso a la celda N.° 3 del pabellón de delincuentes.

– Me parece que no estará con nosotros mucho tiempo si ha conseguido a Endicott como abogado -me dijo en tono amable mientras cerraba la puerta. Le contesté que deseaba que no se equivocara.

Capítulo IX

El guardián del primer turno de la noche era un tipo grandote, rubio, de hombros macizos y expresión amistosa. Parecía de mediana edad, uno de esos hombres a quienes desde hacía tiempo ya nada les hace mella y ha sobrevivido al enojo y a la piedad. Quería pasar las ocho horas de su turno en la mejor forma posible y daba la sensación de que en su trabajo casi todo resultaría fácil y agradable. Abrió la puerta de mi celda.

– Visita para usted. Un tipo de la Oficina del Fiscal del Distrito. Así que no puede dormir, ¿eh?

– Es un poco temprano para mí. ¿Qué hora es?

– Las diez y catorce minutos. -Se detuvo en el marco de la puerta y miró la celda. Una frazada estaba extendida sobre la litera baja, y la otra, doblada, hacía las veces de almohada. Había un par de toallitas de papel usadas en el cesto de papeles y un pequeño rollo de papel higiénico en el borde del lavabo. Asintió con signo de aprobación.

– ¿Hay algo personal ahí dentro?

– Solamente yo.

Dejó abierta la puerta de la celda Caminamos a lo largo del corredor silencioso en dirección al ascensor y llegamos hasta el escritorio donde se lleva el registro de entradas y salidas. Al lado del escritorio había un hombre gordo, de traje gris, que fumaba un cigarro. Tenía las uñas sucias y despedía un olor particular.

– Soy Spranklin, de la oficina del Fiscal de Distrito -me dijo con voz ruda-. El señor Grenz lo espera arriba. Se llevó la mano detrás de la cadera y sacó un par de esposas-. Probemos la medida a ver si le quedan bien.

El guardián y el empleado del registro se hicieron muecas burlonas y lo miraron profundamente divertidos.

– ¿Qué te pasa, Sprank? ¿Tienes miedo de que te dé una buena en el ascensor?

– No quiero líos -gruñó el tipo-. Una vez uno se me escapó. Casi me comieron crudo. Vamos, compañero.

El empleado le alcanzó un formulario y él estampó su firma.

– Nunca corro riesgos innecesarios -dijo. Nunca se sabe qué pueden estar tramando contra uno en esta ciudad.

Un agente de policía trajo a un borracho con la oreja ensangrentada. Nos dirigimos hacia el ascensor.

– Usted está en apuros, muchacho -me dijo Spranklin en el ascensor-. Tiene una montaña de dificultades. Aquello pareció proporcionarle una profunda satisfacción y prosiguió-: Un tipo puede meterse en muchos embrollos en esta ciudad.

El ascensorista volvió la cabeza y me hizo un guiño; yo le contesté con una mueca burlona.

– No intente hacer nada -me dijo Spranklin con voz severa-. Una vez le disparé un tiro a un hombre. Trataba de escapar. Casi me comieron crudo.

– ¿Así que pasó lo suyo?

Lo pensó y dijo: -Sí; en cualquier forma a uno siempre lo comen crudo. Es una ciudad ruda. No hay respeto.

Salimos del ascensor y franqueamos las puertas dobles de la oficina del Fiscal de Distrito. El conmutador no funcionaba; los cables y clavijas eran desconectados durante la noche. No había nadie en la sala de espera y sólo se veía luz en un par de oficinas. Spranklin abrió la puerta de una habitación pequeña, iluminada, en la que había un escritorio, un fichero, una o dos sillas y un hombre rechoncho, de mandíbula prominente, ojos estúpidos y cara arrebolada. En aquel preciso momento estaba metiendo algo en el cajón del escritorio.

– Podría llamar antes de entrar -le gritó a Spranklin.

– Lo siento, señor Grenz -balbució Spranklin-. Es taba preocupado con el prisionero.

Me empujó dentro de la oficina.

– ¿Le saco las esposas, señor Grenz?

– ¡No sé por qué diablos se las puso! -dijo Grenz en tono agrio.

Se quedó observando mientras Spranklin trataba de abrir la cerradura. Tenía la llave correspondiente en un manojo del tamaño de un pomelo y le costó trabajo encontrarla.

– Bueno, vuele de aquí -dijo Grenz-. Espere afuera para llevárselo de vuelta.

– Estoy fuera de servicio, señor Grenz.

– Usted estará fuera de servicio cuando yo se lo diga.

Spranklin se retiró hacia la puerta con la cara colorada como un tomate. Grenz lo siguió con mirada asesina y, cuando la puerta se cerró, trasladó la mirada hacia mi persona. Tomé una silla y me senté.

– No le dije que se sentara -vociferó Grenz.

Saqué un cigarrillo del bolsillo y me lo llevé a la boca.

– Y no le di permiso para fumar -prosiguió Grenz en el mismo tono.

– En la celda se me permite fumar. ¿Por qué no aquí?

– Porque está en mi oficina. Aquí yo soy el que dicta los reglamentos. Del otro lado del escritorio me llegaba un fuerte olor a whisky.

– Tómese rápido otro trago -le dije-. Lo tranquilizará. Creo que lo interrumpimos cuando entramos.

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