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En un extremo del edificio puede haber una segunda puerta de acero que conduce a la sala de identificación. Una de sus paredes es una malla de red metálica pintada de blanco. Sobre la pared posterior hay rayas para medir la altura, y en el cielo raso, los reflectores. Es regla entrar allí por la mañana, justo antes de que el jefe de guardia nocturna termine su trabajo. Uno se detiene delante de las líneas de medición y las luces lo deslumbran con su resplandor; tras la malla de red todo está oscuro. Pero hay mucha gente ahí: policías, detectives, ciudadanos que han sido robados o asaltados o estafados o que han sido despojados de sus ahorros o de sus autos amenazándoles con una pistola. Uno no les ve ni los oye. Sólo se siente la voz del jefe de guardia nocturno, alta y clara. Hace marcar el paso, andar, pararse, como si uno fuera un perro amaestrado actuando. El es el director escénico de una obra que, en la historia, ha batido el récord de permanencia en las tablas, pero a él ya no le interesa.

– A ver, usted. Póngase derecho. Meta el estómago. Alce la barbilla. Eche atrás los hombros. Mantenga la cabeza derecha. Mire hacia adelante. Dése vuelta a la izquierda. Vuelta a la derecha. Mire hacia adelante de nuevo. Las manos separadas. Palmas hacia arriba. Palmas hacia abajo. Levántese las mangas. No hay señales visibles. Cabello castaño oscuro, algunas canas. Ojos castaños. Altura, un metro ochenta y cinco. Peso, alrededor de ochenta y seis kilos. Nombre, Philip Marlowe. Ocupación, detective privado. Bueno, bueno, encantado de verlo, Marlowe. Eso es todo. El siguiente.

– Le agradezco mucho jefe. Gracias por el tiempo que me dedicó. Pero se olvidó de hacerme abrir la boca. Tengo algunas lindas emplomaduras y una corona de porcelana de la mejor calidad. Una corona de porcelana que vale ochenta y siete dólares. También se olvidó de mirar mi nariz por adentro, jefe. Hay allí un montón de cicatrices. Operación de tabique. ¡Aquel tipo sí que era un carnicero! Me tuvo dos horas en la sala de operaciones. Oí decir que ahora la hacen en veinte minutos. Me ocurrió jugando al rugby, jefe; un pequeño error de cálculo al intentar atajar la pelota. En lugar de eso, atajé el pie de uno de los jugadores cuando éste acababa de patear la pelota. El penal fue de quince metros y yo fui a parar a la sala de operaciones con la nariz destrozada. No es una fanfarronada, jefe. Simplemente se lo cuento. Las pequeñas cosas son las realmente importantes.

Al tercer día, un agente abrió la puerta de mi celda al promediar la mañana.

– Su abogado está aquí. Tire la colilla… y no en el suelo.

La arrojé en el inodoro. El agente me llevó a la sala de visitas. Un hombre alto, pálido, de cabello oscuro, estaba de pie en el cuarto y miraba por la ventana. Sobre la mesa había un abultado portafolio color marrón. Se dio vuelta y esperó a que se cerrara la puerta. Entonces se sentó cerca del portafolio en el extremo de una mesa de roble destartalada que parecía sacada del Arca. Noé la debió haber comprado de segunda mano. El abogado abrió una cigarrera de plata, trabajada a mano, la puso ante mí y me observó detenidamente.

– Siéntese, Marlowe. ¿Quiere un cigarrillo? Mi nombre es Endicott, Sewell Endicott. He recibido instrucciones de representarlo sin gastos ni costas para usted. Me imagino que le agradaría salir de aquí, ¿no es cierto?

Me senté y tomé un cigarrillo. Me alcanzó el encendedor.

– Encantado de verlo de nuevo, señor Endicott. Nos hemos encontrado antes… cuando usted era fiscal de distrito.

El asintió.

– No me acuerdo, pero es muy posible. -Sonrió débilmente-. Aquel puesto no era para mí. No tenía carácter para eso.

– ¿Quién lo mandó aquí?

– No puedo decirlo. Si usted me acepta como abogado, alguien se encargará de pagar los honorarios.

– Me imagino que eso significa que lo han atrapado.

El me miró fijamente. Di una pitada al cigarrillo; era uno de esos con filtro y tenía gusto a paja.

– Si se refiere a Lennox -contestó Endicott-, y por supuesto que eso lo doy por sobrentendido, le diré que no… no lo han detenido.

– ¿A qué viene el misterio, señor Endicott? ¿Por qué no me dice quién lo mandó aquí?

– Mi cliente desea permanecer anónimo. Ese es su privilegio. ¿Me acepta como abogado?

– No lo sé -respondí-. Si no han agarrado a Terry, ¿por qué me tienen a mí encerrado? Nadie me ha preguntado nada, nadie se me ha acercado.

Endicott frunció el ceño y observó con atención sus largos dedos, blancos y delicados.

– El fiscal del distrito, Springer, se ha hecho cargo personalmente de este asunto. Es posible que haya estado demasiado ocupado y no pudiera interrogarlo todavía. Pero usted tiene derecho a que se le abra proceso y a pedir una audiencia preliminar. Puedo sacarlo bajo fianza presentando un recurso de habeas corpus. Usted conoce probable mente lo que es la ley.

– Estoy detenido bajo sospecha de asesinato.

Se encogió de hombros con impaciencia.

– Eso no es más que un comodín que sirve para todo.

Podría haber sido detenido por una contravención en Pittsburgh o por cualquier otra acusación. Seguramente en lo que ellos piensan es en complicidad después del hecho.

Usted llevó a Lennox a algún lado, ¿no es así?

No contesté. Arrojé al suelo el insípido cigarrillo y lo aplasté con el pie. Endicott se encogió de hombros de nuevo y frunció el entrecejo.

– Supongamos que lo hizo, aunque sólo fuera para poder seguir desarrollando mi argumentación. Para acusar lo de complicidad tienen que probar que hubo propósito deliberado. En este caso, eso implicaría el conocimiento de que se cometió un crimen y de que Lennox era un fugitivo. En cualquiera de los dos casos es caucionable. Por supuesto, usted en realidad es un testigo material. Pero en este estado no se puede tener a un hombre en la cárcel como testigo material a menos que la corte lo ordene. Nadie puede ser acusado de ser testigo material antes de que el juez lo declare así. Pero la gente que ejecuta las leyes acaba encontrando siempre la forma de hacer lo que quiere.

– Sí -contesté-. Un detective llamado Dayton me golpeó. El comisario de la sección homicidios, Gregorius, me arrojó una taza de café y me dio en el cuello un puñetazo. Tiene mucha razón, señor Endicott, los muchachos de la ley pueden hacer siempre lo que desean.

Endicott miró sin disimulo su reloj pulsera.

– ¿Quiere salir bajo fianza o no?

– Gracias. Creo que no lo haré. Un tipo que sale bajo fianza es ya medio culpable a los ojos del público. Si después consigue que lo absuelvan es que ha tenido un abogado inteligente.

– Eso es una tontería -dijo con impaciencia.

– Tiene razón, es una tontería y yo soy un tonto. De otra manera no estaría aquí. Si usted está en contacto con Lennox, dígale que deje de preocuparse por mí. No estoy aquí por él. Estoy aquí por mí. No me quejo. Es parte del trato. En mi trabajo, la gente recurre a mí cuando está en dificultades. Dificultades grandes o pequeñas, pero siempre dificultades que no quieren llevar a la policía. ¿Cómo podrían seguir viniendo a verme si cualquier guapo protegido por el escudo policial puede ponerme boca abajo y sacarme las entrañas a golpes?

– Comprendo su punto de vista -dijo Endicott lentamente-. Pero permítame que le corrija en algo. Yo no estoy en contacto con Lennox. Apenas si lo conozco. Soy un funcionario de la corte, como lo son todos los abogados. Si supiera dónde está Lennox, no podría ocultar la información al fiscal del distrito. Lo más que podría hacer sería llegar a un acuerdo para entregarlo a una hora y lugar de terminados luego de haber conversado con él.

– Ninguna otra persona podría haberse molestado en enviarlo aquí para ayudarme.

– ¿Me está tratando de mentiroso? -Se agachó para apagar la colilla del cigarrillo contra la parte de abajo de la mesa.

– Creo recordar que usted es de Virginia, señor Endicott. Aquí tenemos una especie de opinión histórica con respecto a los virginianos. Pensamos en ellos como en la flor y nata de la caballerosidad y el honor sureños.

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