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Hablaba bien el inglés. Lennox se hizo el que no le entendía.

– ¿Y si no era Lennox? -le interrumpí.

– Espere un momento, amigo. Claro que era Lennox. Muy bien, Lennox baja en Otatoclán y se inscribe en un hotel, esta vez con el nombre de Mario de Cerva. Llevaba revólver, un Mauser 7.65, que, por supuesto, en México no significa mucho. Pero el piloto del avión alquilado pensó que el muchacho no parecía trigo limpio, de modo que cambió unas palabras con las autoridades locales. Estas pusieron a Lennox bajo vigilancia. Entretanto, verificaron algunas cosas con la ciudad de México y entraron en acción.

Grenz agarró una regla y se puso a contemplarla de un extremo a otro, ademán sin sentido, pero cuyo único fin era evitar mirarme.

– ¡Huy, huy! Ese piloto es un muchacho vivo. Y muy amable con los clientes. La historia apesta.

Grenz levantó la vista y me miró.

– Lo que queremos -dijo con voz seca -es un proceso rápido y una defensa sobre la base de asesinato de segundo grado, que aceptaremos. Existen algunos puntos en los que no queremos escarbar y meternos. Después de todo, la familia es muy influyente.

– Se refiere a Harlan Potter.

Grenz asintió secamente.

– Para mí, personalmente, el asunto no tiene el menor interés, pero para Springer ofrecería un campo enorme. Tiene de todo: Sexo, escándalo, dinero, esposa hermosa e infiel, esposo herido y héroe de guerra -supongo que de ahí sacó las cicatrices-. ¡Demonios! Ocuparía la primera plana durante semanas. Todo rufián del país devorará las noticias. De modo que trataremos de terminar el asunto rápidamente. Si el jefe lo quiere así, es cosa suya. ¿Qué hay de la declaración?

Se dio vuelta hacia el aparato registrador que había estado conectado todo el tiempo, con la luz encendida en la parte de adelante y produciendo un zumbido suave.

– Ciérrelo -le dije.

Grenz se volvió y me dirigió una mirada maligna.

– ¿Le gusta estar en la cárcel?

– No se está tan mal. Es cierto que uno no se encuentra con la crema de la sociedad, pero ¿quién diablos tiene interés en hacerlo? Sea razonable, Grenz. Usted trata de convertirme en delator. Tal vez yo sea obstinado o hasta sentimental, pero también soy práctico. Supóngase que tuviera que contratar a un detective privado… Sí, sí, ya sé cuánto le horroriza esa sola idea…, pero supóngase que fuera su único recurso. ¿Recurriría a uno que delate a sus amigos?

Me miró con odio.

– Quiero aclarar un par de puntos más. ¿No le llama la atención que la táctica adoptada por Lennox para escapar sea un poco demasiado evidente? Si quería que lo agarraran, no tenían necesidad de pasar por todos esos líos. Si no quería que lo atraparan, tiene bastantes sesos como para no disfrazarse de mexicano en México.

– ¿Qué quiere decir con eso? -gruñó Grenz.

– Que usted puede hartarse de inventar una cantidad de disparates esperando que le crea, pero estoy convencido de que no ha habido ningún Rodríguez con el pelo teñido, ningún Mario de Cerva en Otatoclán y que usted está tan enterado del paradero de Lennox como del lugar en el que el pirata Barbanegra enterró su tesoro.

Grenz agarró la botella. Se sirvió una copa y la bebió de un sorbo. Se reclinó lentamente sobre la silla y cerró el aparato registrador.

– Me hubiera gustado ponerlo a prueba -dijo, rechinando los dientes-. Me gusta trabajar con tipos vivos como usted. Esta maniobra pesará sobre usted durante mucho, mucho tiempo, buen mozo. Caminará con ella y dormirá con ella. Y la próxima vez que se pase de la raya, lo liquidaremos en ella. Ahora tengo que hacer algo que me revuelve las tripas.

Tomó el papel que había puesto boca abajo, le dio vuelta y lo firmó. Uno siempre puede darse cuenta de cuándo un hombre escribe su propio nombre. Lo hace con un movimiento especial. Después Grenz se puso de pie, dio un rodeo alrededor del escritorio, abrió la puerta de la oficina de un tirón y lanzó un grito llamando a Spranklin.

El gordo apareció en seguida y Grenz le entregó el papel.

– Acabo de firmar la orden dejándole en libertad -me dijo-. Soy funcionario público y a veces tengo que cumplir deberes desagradables. ¿Tiene interés en saber por qué la firmé?

Me puse de pie.

– Si usted quiere decírmelo…

– El caso Lennox está cerrado, señor. No existe ningún caso Lennox. Esta tarde, en la habitación del hotel donde se encontraba, Lennox escribió una confesión completa y se pegó un tiro. En Otatoclán, como le dije.

Permanecí de pie mirando al vacío. Por el rabillo del ojo vi que Grenz retrocedía lentamente como temeroso de que yo pudiera darle una trompada. Por un momento debí presentar un aspecto bastante desagradable. En seguida Grenz pasó detrás de su escritorio y Spranklin me agarró del brazo.

– Vamos, camine -dijo con voz medio plañidera-. De vez en cuando me gusta ir a casa por la noche.

Salí con él y cerré la puerta. La cerré muy despacio, como si fuera una habitación donde alguien acabara de morir.

Capítulo X

Saqué del bolsillo la copia de la lista de mis pertenencias, la entregué y recibí el original. Puse todas las cosas en los bolsillos. Había un hombre apoyado en el extremo del mostrador de la mesa de entradas y cuando me di vuelta para irme, se enderezó y me dirigió la palabra. Tenía alrededor de un metro noventa de estatura y era flaco como un alambre.

– ¿Quiere que lo lleve a casa?

A la luz mortecina de la habitación pude ver que era un tipo de edad mediana, de aspecto cínico y cansado, pero que no parecía un embaucador.

– ¿Por cuánto?

– Gratis. Soy Lonnie Morgan, del Journal.

– ¡Ah!, sección policial.

– Sólo por esta semana. Mi sección regular es el municipio Salimos del edificio y encontramos su coche en la playa de estacionamiento. Levanté la vista hacia el cielo. Las estrellas brillaban con fuerte resplandor. Era una noche fresca y agradable. Respiré hondo y subí al coche y partimos.

– Vivo afuera, en Laurel Canyon -dije-. Déjeme en cualquier parte que le venga bien.

– Para meterlo adentro lo trajeron en coche, pero no se preocupan de cómo llegará a su casa. Este caso me interesa, aunque es un tanto repugnante.

– Parece que ya no existe ningún caso -dije-. Terry Lennox se suicidó esta tarde. Así dicen ellos. Así lo dicen.

– Muy conveniente -dijo Lonnie Morgan, con la mirada fija hacia adelante. El coche se deslizaba silencioso por las calles tranquilas-. Ayuda a levantar el muro.

– ¿Qué muro?

– Alguien está levantando un muro alrededor del caso Lennox, Marlowe. Usted es bastante inteligente como para darse cuenta, ¿no es cierto? No le están dando la importancia que se merece. El Fiscal de Distrito salió esta noche para Washington. Para alguna convención. Partió con la menor publicidad posible que haya tenido durante años.

¿Por qué?

– Es inútil que me lo pregunte a mí. Yo estuve a la sombra.

– Pues porque alguien le dijo que sería más conveniente proceder así. No quiero insinuar que le untaron la mano.

Pero le deben haber prometido algo importante para él, y sólo existe un hombre vinculado con este caso que esté en posición de hacerlo. El padre de la muchacha.

Recliné la cabeza en el rincón del respaldo.

– Suena un tanto improbable -dije-. ¿Y los diarios?

Harlan Potter posee algunos periódicos, pero ¿y los que le hacen la competencia?

Me dirigió una mirada divertida y después se concentró en conducir.

– ¿Alguna vez ha sido periodista?

– No.

– Los diarios son propiedad de los ricos. Ellos los publican. Los ricos pertenecen todos al mismo club. Claro que existe la competencia…, una competencia dura, implacable, por la circulación, las primicias, las crónicas exclusivas. Todo lo que usted quiera, siempre que no dañe el prestigio, el privilegio y la posición de los propietarios. Si lo hace, entonces se baja el telón. El caso Lennox, debidamente presentado, hubiera podido hacer vender una enormidad de diarios. Tiene de todo. El proceso hubiera atraído a los mejores periodistas de todo el país. Pero no habrá ningún proceso pues Lennox desapareció antes de que pudieran iniciarlo. Como le dije, muy conveniente… para Harlan Potter y su familia.

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