Se apoyó pesadamente en el respaldo de la silla. Su cara se arrebató. Prendí un fósforo y encendí el cigarrillo.
Después de un largo intervalo, Grenz dijo con voz suave:
– Está bien, guapo. Todo un hombre, ¿no? ¿Sabe una cosa? Cuando los hombres vienen aquí, los hay de todas las medidas y de todas las formas, pero salen de la misma medida… pequeña. Y de la misma forma… vencida.
– ¿Para qué quería verme, señor Grenz? Y no me importa si tiene ganas de prenderse a esa botella. A mí también me gusta tomar un trago cuando estoy nervioso y cansado, y después de un trabajo excesivo.
– No me parece usted muy impresionado por el lío en que está metido.
– No creo estar metido en ningún lío.
– Ya veremos. Mientras tanto quiero que me haga una declaración bien completa. -Señaló con el dedo un aparato registrador que estaba al lado del escritorio-. Le tomaré ahora la declaración y la transcribiremos mañana. Si el Comisionado Principal está satisfecho con su declaración puede dejarlo en libertad bajo promesa de no abandonar la ciudad. Comencemos. -Puso en marcha el aparato grabador. Habló con voz fría, firme, y con el tono más desagradable que encontró. Pero la mano derecha seguía tanteando el cajón del escritorio. Era demasiado joven para mostrar en la nariz el dibujo venoso y, sin embargo, lo tenía, y el blanco de los ojos presentaba una coloración desagradable.
– Estoy tan cansado de todo… -dije.
– ¿Cansado de qué? -preguntó bruscamente.
– Hombrecillos que se creen fuertes, en pequeñas reparticiones, respaldados por la fuerza pronuncian palabras y frasecitas muy duras que carecen de todo significado. He estado cincuenta y seis horas en el pabellón de delincuentes. Nadie me molestó; nadie trató de probar que era guapo. No tenían necesidad de hacerlo. Pero lo tenían en conserva para cuando lo necesitaran. ¿Y por qué razón estuve allí? Me han detenido bajo sospecha. ¿Qué demonios de sistema legal es éste que permite que un hombre sea metido en la cárcel porque un polizonte no obtuvo respuesta a alguna pregunta? ¿Cuál era la prueba que obraba en su poder? Un número de teléfono escrito en un anotador. ¿Y qué es lo que trataba de probar encerrándome? Nada absolutamente, excepto que tenía poder para hacerlo. Ahora usted está en la misma posición… quiere que me dé cuenta del enorme poder del que dispone y que le proporciona esta caja de cigarros que usted llama su oficina. Usted envía a un cuidador de niños asustados, a altas horas de la noche, para que me traiga aquí. ¿Tal vez pensó que el estar sentado durante cincuenta y seis horas, solo con mis pensamientos, anularía mi cerebro? ¿Cree que voy a llorar en su falda y pedirle que me acaricie la cabeza porque estoy tan espantosamente solo en una gran cárcel inmensa? Vamos, Grenz. Tómese un trago y sea un poco humano; estoy dispuesto a aceptar que usted no hace más que cumplir con su trabajo. Pero sáquese las manoplas antes de comenzar. Si usted es bastante grande no las necesita, y si las necesita usted no es bastante grande para vérselas conmigo.
Grenz permaneció sentado, escuchando, con la vista fija en mí. Después sonrió amargamente.
– Lindo discurso -comentó-. Ahora que se ha dado el gusto, a ver si empieza con la declaración. ¿Quiere contestar preguntas determinadas y específicas o simplemente contarlo a su manera?
– Les estaba hablando a los pájaros -respondí yo-. Sólo para oír soplar la brisa. No pienso hacer ninguna declaración. Usted es abogado y sabe que no estoy obligado a ello.
– Tiene razón -aceptó con frialdad-. Conozco la ley. Conozco el trabajo policial. Le estoy ofreciendo una oportunidad para que aclare su situación. Si no le interesa, yo me lavo las manos. Puedo iniciarle proceso criminal mañana a las diez de la mañana y citarlo para una audiencia preliminar. Puede ser que consiga salir en libertad bajo fianza, aunque yo me opondré a ello, pero si logra hacerlo le prevengo que le saldrá salado. Le costará mucho dinero. Le ofrezco otra forma de arreglar el asunto.
Miró un papel que tenía sobre el escritorio, lo leyó y le dio vuelta.
– ¿Cuál sería la acusación? -le pregunté.
– Sección treinta y dos. Complicidad después del hecho. Un delito. Le pueden tocar hasta cinco años en San Quintín.
– Es mejor que primero agarren a Lennox -dije con cautela.
Grenz sabía algo; lo percibí en su actitud. No podía precisar lo que era, pero me resultó evidente que traía algo entre manos.
Grenz se apoyó en el respaldo de la silla, tomó un lapicero y lo hizo girar lentamente entre las palmas de sus manos. Después sonrió; estaba gozando.
– Lennox es un hombre a quien le resulta difícil ocultarse, Marlowe. Para la mayoría de la gente se necesita una foto, y una foto buena. No para un tipo cuyas cicatrices le cubren todo un lado de la cara; sin mencionar el cabello blanco y el hecho de que no tiene más de treinta y cinco años. Tenemos cuatro testigos, y quizá más.
– ¿Testigos de qué? -Sentí un gusto amargo en la boca, como la bilis que tragué cuando el capitán Gregorius me golpeó. Aquello me hizo recordar el cuello aún dolorido e hinchado. Me lo froté suavemente.
– No sea terco, Marlowe. Un juez de la corte de justicia de San Diego y su esposa fueron a despedir a su hijo y a su nuera que viajaban justamente en aquel avión. Los cuatro vieron a Lennox, y la mujer del juez vio el auto en el que llegó al aeródromo y vio al que lo acompañaba. ¿Tiene algo que objetar?
– Está bien. ¿Cómo consiguió ponerse en contacto con ellos?
– Mediante un boletín especial en la radio y en TV. Sólo hicimos una descripción completa. El juez nos llamó.
– Todo esto impresiona muy bien -contesté-, pero hace falta más que eso, Grenz. Tiene que atraparlo y probar que cometió el asesinato, y entonces tendrá que probar que yo lo sabía.
Con el dedo dio un papirotazo en el dorso del telegrama.
– Creo que tomaré ese trago -concedió-. Estuve trabajando demasiado por la noche.
Abrió el cajón y puso sobre el escritorio la botella y un vaso. Lo llenó hasta el borde y se lo bebió de un trago.
– Mejor -dijo-. Mucho mejor. Lamento no poder ofrecerle uno mientras esté detenido.
Tapó la botella con el corcho y la empujó más lejos, pero no fuera de su alcance. -Oh, sí, usted dice que tenemos que probar algo. Bueno, es posible que ya hayamos conseguido una confesión, compañero. ¿Lástima, no?
Me pareció que un dedo pequeño pero muy frío me recorría la espina dorsal, como un insecto helado arrastrándose.
– Entonces, ¿para qué necesita una declaración mía?
Grenz hizo una mueca y dijo:
– Creo que voy a tomar otro trago. -Abrió el cajón del escritorio y puso otra botella y otro vaso sobre la mesa-. Necesitamos que usted haga una declaración por que queremos tener todas las circunstancias en orden. Traeremos a Lennox y lo procesaremos. Todos los datos que podamos obtener nos son necesarios. Lo que pedimos de usted no es tanto como lo que estaríamos dispuestos a concederle… si usted coopera con nosotros.
Lo miré fijamente. Removió un poco los papeles. Se movió en la silla, miró la botella y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo de voluntad para no agarrarla.
– Tal vez usted quiera conocer los pormenores del asunto -dijo de pronto, mirándome de soslayo-. Bueno, vivillo, sólo para mostrarle que no estoy bromeando, aquí lo tiene.
Me incliné sobre el escritorio, él pensó que quería alcanzar una de las botellas. La agarró de inmediato y la volvió a poner en el cajón. Yo quería solamente dejar la colilla en el cenicero. Volví a apoyarme en el respaldo de la silla y encendí otro cigarrillo.
Grenz comenzó a hablar rápidamente.
– Lennox descendió del avión en Mazatlán, ciudad de alrededor de treinta y cinco mil habitantes y punto de confluencia de varias líneas aéreas. Desapareció durante dos o tres horas. Después, un hombre alto de cabello negro y tez morena, que podía muy bien ocultar una serie de cicatrices se registró en el Torreón con el nombre de Silvano Rodríguez. Hablaba castellano correctamente pero no lo suficiente para un hombre con ese apellido. Era demasiado alto para ser un mexicano de piel tan morena. El piloto entregó un informe sobre él. Los policías estuvieron muy lentos. Los polizontes mexicanos no son precisamente ejemplo de rapidez. Lo que mejor hacen es disparar contra la gente. Cuando comenzaron a moverse, ya el hombre había contratado un avión que lo llevó a una pequeña ciudad montañesa llamada Otatoclán, que tiene un hermoso lago y es lugar de veraneo. El piloto del avión había seguido en Texas cursos de adiestramiento como piloto de combate.