– Eres un canalla autosatisfecho; orgulloso, con mucha confianza en ti mismo e intocable. Dame más champaña.
– En cambio en esta forma me recordarás.
– También presumido. Una montaña de presunción. Ligeramente magullado en aquel momento. ¿Crees que te recordaré? Cualquiera sea el número de hombres con quienes me haya casado o acostado, ¿crees que te recordaré? ¿Por qué tendría que ser así?
– Lo lamento, sobrestimé mi caso. Te traeré el champaña.
– ¿No somos dulces y razonables? -dijo en tono sarcástico-. Soy una mujer rica, querido, y seré infinitamente más rica. Podría comprarte el mundo si valiera la pena comprarlo. ¿Qué tienes ahora? Una casa vacía a la que vuelves todos los días, sin que te espere ni siquiera un perro o un gato, una pequeña oficina encerrada en la que te sientas y esperas. Aunque me divorciara de ti, nunca te dejaría volver a eso.
– ¿Cómo me lo impedirías? Yo no soy Terry Lennox.
– Por favor, no hablemos de él, ni tampoco de aquel témpano dorado, la mujer de Wade, ni de su pobre marido, borracho y vencido. ¿Quieres ser el único hombre que me ha rechazado? ¿Qué clase de orgullo es ése? Te he dado el mayor regalo que podría haberte dado. Te he pedido que te cases conmigo.
– Me has hecho un regalo mucho más grande.
Ella comenzó a llorar: -Loco, eres un verdadero loco. -Sus mejillas estaban húmedas. -Supongamos que durara seis meses o un año o dos. ¿Qué habrías perdido, excepto el polvo del escritorio de tu oficina y la suciedad en las cortinas venecianas y la soledad de una vida bastante vacía?
– ¿Todavía quieres más champaña?
– ¡Cómo no!
La atraje hacia mí y ella lloró sobre mi hombro. No estaba enamorada de mí y ambos lo sabíamos. No lloraba por mí. Era tiempo de que derramara algunas lágrimas, simplemente.
Después se apartó de mí y yo bajé de la cama y ella se dirigió al baño para arreglarse. Fui a buscar el champaña.
Cuando volvió, sonreía.
– Lamento haber hecho esa escena -dijo-. Dentro de seis meses ni siquiera recordaré tu nombre. Llévalo al living. Quiero tener luz.
Hice lo que me pedía. Se sentó en el sofá y coloqué la botella delante de ella. Miró la copa, pero no la tocó.
– Me presentaré -dije-. Tomemos una copa juntos.
– ¿Como esta noche?
– Nunca volverá a ser como esta noche.
Levantó la copa de champaña, bebió un poco, lentamente, se volvió y me arrojó el resto a la cara. Después comenzó a llorar de nuevo. Saqué un pañuelo, me sequé la cara y también la de ella.
– No sé por qué lo hice -expresó-. Pero, ¡por amor de Dios!, no me digas que soy una mujer y que una mujer nunca sabe por qué hace las cosas.
Le serví más champaña y me reí. Lo bebió lentamente y después se volvió y se arrojó atravesada sobre mis rodillas.
– Estoy cansada -dijo-. Esta vez tendrás que llevarme en brazos.
Después de un rato se quedó dormida.
Cuando me desperté a la mañana, ella dormía todavía. Me levanté y preparé el café. Tomé la ducha, me afeité y me vestí. Linda se despertó al cabo de un rato y se vistió. Tomamos el desayuno juntos. Llamé un taxi y la acompañé hasta abajo, llevando en la mano su pequeño maletín.
Nos despedimos. Seguí el auto con la mirada hasta que se perdió de vista. Subí las escaleras, entré en el dormitorio y deshice toda la cama para volver a hacerla. Sobre una de las almohadas había un cabello largo y oscuro. Sentí un peso en la boca del estómago. Los franceses tienen una frase para eso. Los muy sinvergüenzas tienen una frase para cada cosa y siempre tienen razón.
Decir adiós es morir un poco.
Capítulo LI
Sewell Endicott me dijo que trabajaría hasta tarde y que pasara alrededor de las siete y media.
La oficina, situada en una esquina, tenía alfombra azul, el escritorio de caoba rojizo, con los extremos tallados, parecía muy antiguo y muy valioso, había estanterías, con el frente de vidrio, llenas de libros de abogacía, encuadernados en color amarillo mostaza, las habituales caricaturas de jueces ingleses famosos hechas por Spy, y en la pared que miraba al sur un gran retrato del Juez Oliver Wendell Holmes. El sillón de Endicott estaba tapizado en cuero negro. Cerca del sillón había un escritorio atestado de papeles.
Endicott estaba en mangas de camisa y tenía la misma cara de cansado de siempre. Estaba fumando uno de sus insípidos cigarrillos y las cenizas habían caído sobre la corbata medio floja.
Me contempló en silencio cuando me senté. Después dijo:
– Usted es el tipo más cabeza dura que he conocido. ¡No me diga que todavía está escarbando en aquel embrollo!
– Hay algo que me preocupa un poco. Me imagino que ahora no habrá inconveniente en que dé por sentado que usted representaba a Harlan Potter cuando me vino a ver a mi celda.
El hizo una inclinación de cabeza. Me toqué suavemente el costado de la cara con la punta de los dedos. Las heridas habían cicatrizado y la hinchazón había desaparecido, pero uno de los golpes debió haber afectado un nervio. Todavía tenía entumecida parte de la mejilla.
– ¿Y que cuando fue a Otatoclán lo delegaron allí como representante temporario de la oficina del Fiscal de Distrito?
– Sí, pero no siga machacando con eso, Marlowe. Era una conexión valiosa. Quizá le di demasiada importancia.
– Espero que todavía sea valiosa para usted.
Endicott sacudió la cabeza.
– No. Aquello ha terminado. El señor Potter utiliza para sus asuntos legales a firmas de San Francisco, Nueva York y Washington.
– Me imagino que Potter me debe odiar… si es que piensa alguna vez en todo aquello.
Endicott sonrió.
– Aunque parezca curioso, le echó toda la culpa a su yerno, el doctor Loring. Un hombre como Harlan Potter tiene que echarle la culpa a alguien. El cree que nunca podría equivocarse. Potter piensa que si Loring no le hubiera estado recetando a la mujer drogas peligrosas, no habría ocurrido nada.
– Se equivoca. Usted vio el cadáver de Terry Lennox en Otatoclán, ¿no es cierto?
– Claro que sí. En la trastienda de la casa de pompas fúnebres. No tienen morgue en ese lugar. Cuando llegué preparaban el ataúd. El cadáver estaba frío como el hielo. Vi la herida en la sien. No hubo problema alguno con la identificación del cadáver.
– Pero tengo entendido que estaba un poco desfigurado, ¿no?
– Se había oscurecido la cara y las manos y se había teñido el cabello de negro. Pero se veían las cicatrices perfectamente. Y, por supuesto, las impresiones digitales pudieron ser verificadas con facilidad por las que había en los objetos que solía usar en la casa.
– ¿Qué clase de fuerza policial existe en esa ciudad?
– Primitiva. El jefe apenas sabe leer y escribir, pero conoce bien la cuestión de las impresiones digitales. El tiempo era caluroso muy caluroso. -Frunció el ceño, se sacó el cigarrillo de la boca y lo dejó caer negligentemente, en un enorme cenicero de basalto negro. -Tuvieron que traer hielo del hotel; mucho hielo. Allí no embalsaman a la gente, de modo que tienen que trabajar rápido.
– ¿Usted habla castellano, señor Endicott?
– Sólo unas pocas palabras. El administrador del hotel hizo de intérprete. -Sonrió e hizo una breve pausa-. Era un tipo amable; muy bien vestido. Al principio parecía medio rudo, pero se mostró muy cortés y servicial. Todos los trámites se hicieron con mucha rapidez.
– Yo recibí una carta de Terry. Pienso que el señor Potter debería estar enterado. Se lo conté a su hija, la señora Loring, y le mostré la carta. Adentro había un retrato de Madison.
– ¿Un qué?
– Un billete de cinco mil dólares.
Endicott enarcó las cejas.
– ¡No me diga! Bueno, por cierto que podía darse el gusto. Cuando se casó por segunda vez, su mujer le regaló un cuarto de millón, limpio de polvo y paja. Tenía la idea de que lo que él planeaba era irse a México… y olvidar todo lo ocurrido. No sé qué pasó con el dinero.