– ¿Sabe una cosa? -replicó ella alegremente-. Esta conversación se está volviendo muy enigmática.
– Usted es una persona muy enigmática, señora Wade. Hasta la vista y buena suerte, y si realmente se preocupa por Roger será mejor que llame a un buen médico… y rápido.
Ella rió de nuevo.
– ¡Oh!, el ataque de anoche fue suave. Tendría que verlo cuando le agarra uno fuerte. Esta tarde ya estará levantado y trabajando.
– Al demonio si lo hace.
– Créame que sí. Lo conozco muy bien.
Le disparé el último dardo directamente entre los dientes, y en verdad que mis palabras sonaron en forma bastante desagradable.
– Usted no quiere salvarlo realmente, ¿no? Lo único que quiere es aparentar que trata de salvarlo.
– Esto que acaba de decirme es una cosa brutal -me contestó recalcando las palabras.
Se hizo a un lado y se encaminó al comedor. Atravesé el living y me dirigí hacia la puerta principal. Era una hermosa mañana de verano en aquel valle apartado, lleno de luz y colorido. Estaba demasiado lejos de la ciudad para que llegara la humareda y el aire viciado, y las montañas bajas interceptaban la humedad del océano. Más tarde haría calor, pero en forma agradablemente refinada y exclusiva, nada brutal como el calor del desierto, ni pegajoso y fétido como el calor de la ciudad. Idle Valley era un lugar perfecto para vivir. Gente simpática con lindas casas, lindos autos, lindos perros, posiblemente hasta lindos niños.
Pero lo que deseaba un hombre llamado Marlowe era irse de allí. Y rápido.
Capítulo XXXI
Cuando llegué a casa me di una ducha, me afeité, me cambié de ropa y comencé a sentirme limpio de nuevo. Me preparé el desayuno, lo tomé, lavé las cosas, barrí la cocina y el porche de servicio, llené la pipa y llamé al servicio de contestación telefónica. No había nada para mí. ¿Para qué ir a la oficina? No habría allí nada más que alguna otra polilla muerta y otra capa de polvo. En la caja de hierro estaría el retrato de Madison. Podría ir allí y jugar con él y con los cinco flamantes billetes de cien dólares que todavía olían a café. Podría hacerlo, pero no quise. En mi fuero interno sentía cierta amargura. Nada de eso me pertenecía realmente. ¿Qué era lo que se suponía que iba a comprar? ¿Cuánta lealtad puede utilizar un hombre muerto? ¡Uff! Estaba mirando la vida a través de la neblina de una borrachera.
Era esa clase de mañanas que parecen no terminar nunca. Me sentía aplastado, cansado y triste, y los minutos que pasaban parecían caer en el vacío, zumbando suavemente, como los cohetes. Los pájaros gorjeaban en los arbustos y los coches pasaban interminablemente por el bulevar Laurel Canyon, en una y otra dirección. Por lo general, no los oía. Pero me sentía inquieto e irritable, despreciable y supersensitivo. Decidí liquidar las consecuencias de mi borrachera.
De ordinario, no soy un bebedor matutino. El clima del sur de California es demasiado suave para eso. Uno no metaboliza con suficiente rapidez. Pero aquella vez me preparé un vaso grande y frío, me senté en el sillón, con la camisa abierta, agarré una revista y leí una historia disparatada sobre un tipo que tenía dos vidas y dos psiquiatras, uno era humano y el otro una especie de insecto en una colmena. El tipo iba de uno al otro sin cesar, y todo el asunto era disparatado, pero en cierto sentido divertido. Comencé a beber con todo cuidado, de a sorbos, vigilándome.
Cerca del mediodía sonó el teléfono y una voz femenina dijo:
– Habla Linda Loring. Llamé a su oficina y el servicio telefónico me informó que probara su número particular. Tengo que verlo.
– ¿Para qué?
– Preferiría explicárselo personalmente. Supongo que de tanto en tanto va a su oficina.
– Sí. De tanto en tanto. ¿Hay algún dinero para mí?
– No pensé en eso, pero si usted quiere que se le pague, no me opongo. Podría estar en su oficina dentro de una hora.
– ¡Macanudo!
– ¿Qué le pasa? -preguntó ella severamente.
– Borrachera. Pero no estoy paralizado. Estaré allí. A menos que quiera venir a mi casa.
– Su oficina me conviene más.
– Tengo una casa agradable y tranquila en una calle cortada, y no hay vecinos cerca.
– La sugerencia no me atrae, si es que le entiendo bien.
– Nadie me entiende, señora Loring. Soy enigmático. Bueno. Trataré de abrirme paso hasta el gallinero. Muy bien. La espero.
– Muchas gracias -dijo, y colgó.
Tardé bastante en llegar a la oficina porque me detuve en el camino para comer un sandwich. Abrí las ventanas para airear la habitación, conecté el llamador y asomé la cabeza por la puerta de comunicación; Ya estaba allí, sentada en la misma silla donde se había sentado Mendy Menéndez y probablemente hojeaba la misma revista. Llevaba un traje sastre de gabardina color tostado y lucía muy elegante. Puso a su lado la revista, me miró con seriedad y dijo:
– Su helecho de Boston necesita que lo rieguen. Y también creo que necesita que lo trasplanten a otra maceta. Demasiadas raíces aéreas.
Mantuve abierta la puerta para que pasara. Al diablo con el helecho de Boston. Después la cerré, le acerqué la silla destinada a los clientes y ella dirigió a su alrededor la habitual mirada de inspección. Yo di la vuelta al escritorio y me senté frente a ella.
– Su oficina no es precisamente palaciega. ¿Ni siquiera tiene una secretaria?
– Es una vida sórdida, pero estoy acostumbrado.
– Y no creo que sea muy lucrativa -agregó.
– Ah, no sé. Depende. ¿Quiere ver un retrato de Madison?
– ¿De quién?
– Un billete de cinco mil dólares. Lo tengo en la caja fuerte. -Me levanté y fui hacia la caja. Hice girar la perilla, la abrí e hice lo mismo con un cajoncito interior del cual saqué un sobre que dejé caer sobre el escritorio. Adentro estaba el billete. Ella miró el sobre con expresión perpleja.
– No deje que la oficina la engañe -le dije-. En una época trabajé para un muchacho que tenía en efectivo alrededor de veinte millones. Hasta su padre le hubiera dicho “Hola”. Su oficina no era mejor que la mía, excepto que él era un poco sordo y tenía en el techo una cosa a prueba de sonidos. En el piso, linóleo marrón, sin alfombra.
Sacó el billete con el retrato de Madison, lo sostuvo entre los dedos, le dio vuelta y volvió a colocarlo sobre el escritorio.
– Era de Terry, ¿no es cierto?
– ¡Diablos!, ¿usted está enterada de todo, señora Loring?
La señora Loring apartó el billete lejos de sí, frunciendo el ceño.
– Terry tenía uno. Lo llevaba consigo desde que él y Sylvia se casaron por segunda vez. Lo llamaba el dinero de la locura. No lo encontraron en su cadáver.
– Podrían existir otras razones.
– Ya sé. Pero, ¿cuántas personas hay que llevan encima un billete de cinco mil dólares? ¿Cuántas hay que pudiendo permitirse el lujo de darle esa cantidad de dinero se lo entregarían en esa forma?
No valía la pena responder. Me limité a hacer una leve inclinación de cabeza. Ella prosiguió con brusquedad:
– ¿Y qué se supone que tenía que hacer usted en pago de ello, señor Marlowe? ¿Me lo dirá? Durante aquel último viaje a Tijuana, Terry tuvo mucho tiempo para hablar. La otra noche usted me dio a entender con toda claridad que no creía en su confesión. ¿Acaso Terry le dio una lista de los amantes de su mujer para que usted pudiera encontrar entre ellos al asesino?
Tampoco contesté a aquello, pero por razones diferentes.
– ¿Y por casualidad no aparece en esa lista el nombre de Roger Wade? -preguntó en tono agrio-. Si Terry no mató a su mujer, el asesino tiene que ser un hombre violento e irresponsable, un lunático o un borracho perdido. Sólo un tipo de hombre así pudo haberla golpeado hasta convertir su cara en papilla, para usar su repulsiva expresión. ¿Es por eso que usted se hace tan útil para los Wade, como una niñera fija que va a cuidarlo cuando él se emborracha, que va a buscarlo cuando se ha perdido y lo trae de vuelta a su casa cuando no puede hacerlo por sus propios medios?