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– ¡No me diga! -Pareció asombrado, pero de pronto recordó. -Ah, sí, fue un ayudante que cometí el error de emplear. Estuvo conmigo muy poco tiempo. Abusó de mi confianza en forma inicua. Sí, por cierto. Lo recuerdo perfectamente.

– No es así como me lo contaron -dije-. Quizás entendí mal.

– ¿Y cómo se lo contaron a usted, señor Marlowe?

Todavía me trataba a lo grande, con sonrisas y suave inflexión de voz.

– Me dijeron que tuvo que entregar su libro de recetas de narcóticos.

Aquello le llegó un poco. No frunció el ceño, pero se despojó de algunas capas de su meloso encanto. Un resplandor glacial asomó a sus ojos azules.

– ¿Cuál es la fuente de esa fantástica información?

– Una gran agencia de detectives que tiene la posibilidad de preparar ficheros sobre estos asuntos.

– Una colección de chantajistas baratos, sin duda.

– Baratos no, doctor. Su tarifa básica es de cien dólares por día. La dirige un antiguo coronel de la policía militar.

No es tipo que se contente con moneditas, doctor. Pica más alto.

– ¡A él lo voy a poner como nuevo! ¿Su nombre? -preguntó con frío disgusto. El sol se había puesto en la actitud del doctor Varley. La noche prometía ser desapacible.

– Eso es confidencial, doctor. Pero no se preocupe. ¿Conque el nombre de Wade no le dice nada, eh?

– Creo que usted conoce el camino de salida, señor Marlowe.

La puerta del pequeño ascensor se abrió detrás de él. Salió una enfermera empujando una silla de ruedas, en la que estaba sentado lo que quedaba de un hombre viejo y arruinado. Tenía los ojos cerrados y la piel de color azulado. Estaba envuelto en frazadas. La enfermera atravesó silenciosamente el vestíbulo y se dirigió hacia afuera por una puerta lateral.

El doctor Varley dijo dulcemente:

– Gente anciana. Gente anciana y enferma y solitaria. No vuelva por acá, señor Marlowe. Podría molestarme. Cuando estoy molesto puedo ser más bien desagradable. Hasta podría llegar a ser muy desagradable.

– Perfectamente, doctor. Muchas gracias por haberme recibido. Tiene aquí una linda casa donde prepararlos para morir.

– ¿Qué dijo? -Se me acercó un paso y se despojó de las capas de miel restantes. Las suaves arrugas de su cara se convirtieron en líneas duras y profundas.

– ¿Qué pasa? -le pregunté-. Me doy cuenta de que mi hombre no podría estar aquí. No podría buscar aquí a nadie que no fuese demasiado débil para luchar. Gente vieja y enferma. Gente vieja y solitaria. Usted mismo lo dijo, doctor. Gente vieja y abandonada, pero con dinero y con herederos hambrientos. Probablemente la mayoría de ellos han sido declarados incompetentes por la justicia.

– Me estoy hartando -expresó el doctor Varley.

– Comida liviana, sedantes livianos, tratamiento firme. Se los saca a tomar sol y se los vuelve a acostar en la cama. Barrotes en algunas de las ventanas, para el caso de que les quede todavía algún resto de coraje, de decisión. Ellos lo quieren, doctor, todos y cada uno de ellos. Morirán sosteniendo su mano y viendo la tristeza en sus ojos. Que es genuina, también.

– Por cierto que lo es -dijo con gruñido bajo y gutural. Cerró los puños. Debí haberlo golpeado, pero había comenzado a darme náuseas.

– Seguro -agregué-. A nadie le gusta perder a un cliente que paga bien. Especialmente cuando uno ni siquiera tiene que agradar.

– Alguien tiene que hacerlo -explicó-. Alguien tiene que cuidar a esta gente vieja y triste, señor Marlowe.

– Siempre hay alguno que tiene que limpiar los pozos negros. Pensándolo bien, se trata de un trabajo limpio y honesto. Hasta la vista, doctor Varley. Cuando por razones de trabajo me sienta asqueado de mí mismo, pensaré en usted. Entonces recobraré el ánimo en seguida.

– ¡Cállese, piojo inmundo! -murmuró el doctor Varley entre dientes-. Debería romperle la crisma. Ejerzo una especialidad honorable de una profesión honorable.

– Sí -lo miré hastiado-. Ya lo sé. Sólo que tiene olor a muerte.

No hizo ademán de golpearme. Me aparté rápidamente y salí de la habitación. Desde la puerta me volví para mirarlo. No se había movido. Tenía un trabajo que realizar: hacer que su rostro recobrara su habitual expresión empalagosa.

Capítulo XIX

Regresé a Hollywood completamente agobiado. Era demasiado temprano para comer y hacía demasiado calor. Puse en marcha el ventilador de mi oficina. No refrescaba el ambiente, pero removía el aire. Afuera, en el bulevar, se oía pasar el tránsito incesantemente. Los pensamientos se acumulaban en mi cabeza como las moscas sobre un papel engomado.

Tres intentos, tres fracasos. Todo lo que había hecho era ver a demasiados doctores.

Llamé por teléfono a casa de los Wade. Me atendió una persona con cierto acento mexicano y me informó que la señora Wade no estaba en casa. Pregunté por el señor Wade y me contestó que tampoco estaba. Dejé mi nombre y pareció entenderlo sin dificultad. El que atendía dijo ser el criado. Llamé a George Peters a la Organización Carne, pues quizá conociera a algunos médicos más. No se encontraba en la oficina. Dejé un nombre falso y mi verdadero teléfono. Transcurrió una hora sin que pasara nada. Me sentía como un granito de arena en el desierto del olvido. Me sentía como un bravucón que tiene en la mano dos pistolas sin balas. Tres intentos, tres fracasos. Odio cuando vienen de a tres. Uno llama al señor A: nada. Uno llama al señor B: nada. Uno llama al señor C: menos que menos. Una semana más tarde, uno se da cuenta de que debía haber llamado al señor D. Pero la cuestión es que uno no sabía que éste existiera, y una vez descubierto, el cliente cambió de idea y ha matado la investigación.

Volví a escarbar los detalles de las tres visitas realizadas, analizando todas las conjeturas posibles. Varley tenía gente demasiado rica para complicarse con alcohólicos. Vukanich era un infeliz que se drogaba en su propio consultorio. La enfermera debía saberlo. Al menos algunos de los pacientes debían saberlo. Todo lo que haría falta para liquidarlo sería un hombre resentido y una llamada telefónica. Wade, borracho o sobrio, no se habría acercado a un tipo semejante. Podía no ser el hombre más brillante del mundo -una cantidad de gentes de éxito están lejos de ser gigantes mentales-, pero no era tan tonto como para dejarse embaucar por Vukanich.

El único posible era el doctor Verringer. Tenía espacio y soledad. Y probablemente también paciencia. Pero Sepúlveda Canyon quedaba muy lejos de Idle Valley. ¿Dónde estaba el punto de contacto? ¿Cómo se podían haber conocido? Además, si Verringer era dueño de aquella propiedad y tenía un comprador, estaba en camino de hacerse con mucho dinero. Se me ocurrió una idea. Llamé a un conocido que trabaja en una compañía de títulos para investigar el estado de la propiedad. Nadie contestó. La compañía de títulos ya había cerrado. Yo también cerré, me dirigí a La Ciénaga, fui al “Rudy's Bar-B-Q”, di mi nombre al maitre y esperé el gran momento sentado en un taburete al lado del bar, con un whisky en la mano y la música del vals de Marek Weber en mis oídos. Después de un rato pasé del otro lado de la cuerda de terciopelo y comí uno de los mundialmente famosos bifes a la “Salisbury de Rudy's” que es un bife picado servido en una planchita de madera quemada, sostenido por rodajas de cebolla frita, rodeado por puré de patatas demasiado cocidas, y una de esas ensaladas mixtas que los hombres comen con absoluta docilidad en los restaurantes aunque empezarían a gritar como energúmenos si las esposas se las sirvieran en casa.

Después regresé a casa.

Me decidí a salir y tomar una copa cuando en ese preciso instante sonó el teléfono.

– Habla Eileen Wade, señor Marlowe. Usted dijo que lo llamara.

– Quería saber simplemente si tenía alguna novedad. He estado viendo médicos todo el día y no he conseguido amigos.

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