– No, lo siento. Roger todavía no apareció. Estoy muy preocupada; no puedo evitarlo. Supongo entonces que usted no tiene nada que comunicarme.
– Hablaba en voz baja y desanimada.
– Es un distrito grande y muy poblado, señora Wade.
– Esta noche serán cuatro días enteros.
– Por supuesto, pero no es demasiado tiempo.
– Para mí, sí. -Quedó silenciosa un momento. -He pensado mucho, tratando de recordar algo, algún indicio o recuerdo. Roger habla mucho sobre toda clase de cosas.
– ¿Le suena el apellido Verringer, señora Wade?
– No, me parece que no.
– Usted me dijo que una vez un tipo alto, vestido con traje de vaquero, trajo a su esposo de regreso a casa.
¿Reconocería a ese hombre si lo viera de nuevo, señora Wade?
– Supongo que sí -dijo en tono vacilante-, si las condiciones fueran las mismas. Apenas si pude echarle una ojeada en aquella ocasión. ¿Se llama Verringer?
– No, señora Wade. Verringer es un hombre robusto de edad mediana, que dirige o, para ser exactos, dirigía una especie de colonia para artistas en Sepúlveda Canyon. Tiene allí a un muchacho que trabaja con él y que anda vestido en forma medio fantástica. Y Verringer se titula doctor.
– Eso es magnífico -dijo ella con voz cálida-. ¿No cree que está en la pista?
– Podría estar más mojado que un gatito ahogado. La llamaré cuando lo sepa. Simplemente quería saber si Roger había regresado y si usted no recordaba algo concreto.
– Me temo no haberle sido de mucha utilidad -expresó ella con voz triste-. Por favor, llámeme en cualquier momento, por muy tarde que sea.
Le dije que así lo haría y colgué. Tomé un revólver y una linterna de tres pilas. Era un revólver 32, pequeño, de cañón corto, con las balas de punta aplanada. Earl, el muchacho del doctor Verringer, podía disponer de otros juguetes además de la manopla de bronce. Si fuera así, era bastante tonto como para jugar con ellos.
Tomé nuevamente por la carretera y manejé lo más rápido que pude. Era una noche sin luna y para cuando llegara a la entrada de la propiedad del doctor Verringer ya habría oscurecido. Oscuridad era lo que necesitaba.
El portón estaba todavía cerrado con la cadena y el candado. Pasé de largo y estacioné bien lejos de la carretera. Todavía había una leve claridad, pero no duraría mucho. Trepé por la verja y comencé a subir por la ladera de la colina buscando algún sendero, pero o no había ninguno o no pude encontrarlo, de modo que regresé y comencé a caminar a lo largo del camino de césped. Los eucaliptos hicieron lugar a los robles; crucé el cerro y a lo lejos pude divisar algunas luces. Pasé por detrás de la piscina y de la cancha de tenis, me llevó tres cuartos de hora llegar a un sitio desde donde podía ver el edificio principal, al extremo del camino. Había luces en la casa y se oía música. Y más allá, entre los árboles, había una cabaña que también tenía las luces encendidas. Otras cabañas oscuras estaban diseminadas entre los árboles. Seguí por un sendero y de pronto se encendió la luz de una lámpara en la parte de atrás de la cabaña principal. Me paré en seco. La lámpara no estaba buscando nada. Apuntaba hacia abajo, proyectando un amplio círculo de luz sobre la puerta trasera y el césped que se extendía por detrás. Entonces se oyó el golpe de la puerta contra la pared y Earl salió de la cabaña. En ese instante supe que estaba en el lugar que buscaba.
Earl tenía puesto un traje de vaquero, y había sido un vaquero el que llevó a Roger Wade a su casa hacía un tiempo. Earl estaba retorciendo una cuerda. Usaba camisa oscura con pespuntes blancos y un pañuelo a pintitas anudado alrededor del cuello. Tenía un ancho cinturón de cuero, tachonado con mucha plata, y un par de cartucheras con sus respectivos revólveres de mango de marfil. Lucía elegantes pantalones de montar y botas pespunteadas de blanco y relucientes de nuevas. Tenía puesto un sombrero blanco y lo que parecía algo así como un cordón tejido de plata colgaba suelto más abajo de la camisa, con los extremos desatados.
Earl se quedó parado frente a la puerta y empezó a hacer girar alrededor de él una cuerda que tenía en la mano, parándose dentro y fuera de la misma; era un actor sin público, un vaquero presumido que estaba montando todo un espectáculo para sí mismo y que lo gozaba intensamente. Earl Dos Pistolas, el terror del distrito Chochise. Debía haber estado en uno de esos ranchos-hoteles donde todos son tan aficionados a los caballos que hasta las telefonistas usan botas de montar para trabajar.
De pronto oyó un ruido o fingió oírlo. Dejó caer la soga y con movimientos rápidos se llevó las manos a las pistoleras, sacó los dos revólveres y apuntó con ellos mientras ponía los pulgares sobre los percutores. Dirigió una mirada escrutadora hacia la oscuridad que lo rodeaba. Yo quedé inmóvil, sin osar moverme. Los revólveres podían muy bien estar cargados. Pero la luz de la lámpara lo había encandilado y no pudo ver nada. Volvió a guardar las armas en los estuches, levantó la soga, la enrolló dejándola floja y se metió dentro de la casa. Casi en seguida se apagó la luz.
Empecé a caminar entre los árboles y me fui aproximando a la pequeña cabaña iluminada situada en la falda de la colina. No se sentía ningún ruido. Levanté con cuidado la cortina veneciana y miré hacia el interior. La luz provenía de una lámpara colocada sobre una mesita de noche, al lado de la cama. Un hombre en pijama yacía de espaldas sobre el lecho, el cuerpo laxo, los brazos encima del cubrecama, los ojos muy abiertos contemplando el techo. Parecía un hombre fornido, aunque el rostro estaba parcialmente en la sombra, pude ver que estaba pálido y que necesitaba una afeitada. Los dedos de las manos, extendidos sobre la cama, estaban inmóviles. Parecía no haberse movido durante horas.
Oí ruido de pasos que se acercaban por el sendero, hacia el otro lado de la cabaña. Se oyó el crujido de la puerta y entonces apareció la figura maciza del doctor Verringer. Traía en la mano lo que parecía ser un vaso grande de jugo de tomate. Al entrar encendió una lámpara de pie. La camisa hawaiana brilló con destellos amarillentos. El hombre acostado en la cama no le dirigió ni una mirada.
El doctor Verringer colocó el vaso sobre la mesita de noche, acercó una silla y se sentó. Asió la mano del hombre por la muñeca y le tomó el pulso.
– ¿Cómo se siente ahora, señor Wade? -La voz era amable y solícita.
El hombre no contestó ni lo miró. Siguió contemplando el techo.
– Vamos, vamos, señor Wade. No sea caprichoso. El pulso está ligeramente acelerado, pero sólo un poco más de lo normal. Usted está débil, pero por lo demás…
– Tejjy -dijo de pronto el hombre acostado-, dile a este hijo de tal por cual que si sabe cómo estoy, entonces no tiene por qué molestarse en preguntármelo.
Tenía voz clara y agradable, pero el tono era amargo.
– ¿Quién es Tejjy? -preguntó el doctor pacientemente.
– Mi intérprete. Está allí arriba en el rincón.
El doctor Verringer levantó la vista.
– Veo una pequeña araña -dijo-. Deje de fingir, señor Wade. Conmigo no es necesario.
– Tegenaria doméstica, la araña saltona común, compañero. Me gustan las arañas. Prácticamente nunca usan camisas hawaianas.
El doctor Verringer se humedeció los labios.
– No tengo tiempo para perder en juegos, señor Wade.
– Tejjy no tiene nada de juguetona. -Wade dio vuelta la cabeza lentamente como si la sintiera muy pesada y dirigió a Verringer una mirada despreciativa-. Tejjy es muy seria. Se acerca insensiblemente a usted. Como no la mira, pega un salto rápido y silencioso. Después de un tiempo ya está bastante cerca. Da el último salto y lo empieza a succionar hasta que lo deja seco, doctor. Muy seco. Tejjy no se lo come. Solamente le chupa los jugos hasta que no le queda nada más que la piel. Si usted piensa usar esa camisa durante mucho tiempo más, doctor, yo diría que eso podrá suceder muy pronto.