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Verringer se recostó en el respaldo de la silla.

– Necesito cinco mil dólares -dijo con calma-. ¿Cuándo podré contar con ellos?

– Usted recibió seiscientos cincuenta dólares -contestó Wade con desagrado -y también todo el cambio que llevaba suelto.

– Esos son porotos.

– ¿Cuánto demonios cobra usted por este antro?

– Ya le dije que los precios se fueron arriba.

– No me dijo que tenían la altura del monte Wilson.

– No discutamos, Wade -dijo Verringer en tono cortante-, no está en condiciones de hacerse el gracioso. Además, usted traicionó mi confianza.

– No sabía que tuviera alguna.

El doctor Verringer golpeteó suavemente con los dedos en los brazos del sillón.

– Usted me llamó en mitad de la noche. Estaba en estado desesperado. Me dijo que se mataría si yo no iba. No quise hacerlo y usted sabe el motivo. No tengo permiso para practicar la medicina en este Estado. Estoy tratando de desembarazarme de esta propiedad antes de perderlo todo. Tengo que cuidar a Earl y en cualquier momento le puede venir un ataque. Yo le advertí que le costaría mucho dinero. Usted siguió insistiendo y entonces fui a buscarlo. Quiero cinco mil dólares.

– Estaba enloquecido por la bebida -dijo Wade-. Usted no puede obligar a un hombre a cumplir un convenio en esas condiciones. Ya le pagué demasiado bien.

– Además -agregó Verringer lentamente-, usted mencionó mi nombre a su esposa. Le dijo que yo iba a ir a buscarlo.

Wade pareció sorprendido.

– No hice nada de eso. Ni siquiera la vi. Estaba durmiendo.

– Entonces se lo habrá dicho otra vez. Estuvo aquí un detective privado y preguntó por usted. No hay ninguna posibilidad de que haya venido aquí si alguien no se lo dijo. Me libré de él, pero puede volver. Tiene que irse a su casa, señor Wade. Pero primero quiero mis cinco mil dólares.

– Usted no es por cierto el tipo más brillante del mundo, ¿eh, doctor? Si mi esposa sabía dónde estaba yo, ¿para qué necesitaba un detective? Hubiera podido venir ella misma, suponiendo que se preocupara tanto. Hubiera podido traer a Candy, nuestro criado Candy podría cortar en tiritas finas a su Muchachito Azul mientras el Muchachito Azul estuviera decidiendo en qué película piensa trabajar hoy.

– Usted tiene una lengua desagradable, Wade. Y una mente desagradable.

– También tengo cinco mil mangos desagradables, doctor. Trate de conseguirlos.

– Haga el favor de darme el cheque -dijo Verringer con firmeza-. Ahora. En seguida. Después se vestirá y Earl lo llevará a su casa.

– ¿Un cheque? -Wade casi estaba riéndose-. ¡Claro que se lo daré! ¡Magnífico! ¿Cómo lo cobrará?

El doctor Verringer se sonrió con tranquilidad.

– Usted piensa que dará orden de que no lo paguen, pero no lo hará, señor Wade. Se lo aseguro.

– ¡Gordo estafador! -gritó Wade.

El doctor Verringer movió la cabeza.

– En algunas cosas sí, pero no en todas. Tengo una personalidad múltiple, como la mayoría de la gente. Earl lo llevará en coche a su casa.

– No. Ese muchacho me hace poner la piel de gallina -dijo Wade.

El doctor Verringer se puso de pie con toda calma, se reclinó sobre la palma y palmeó el hombro de Wade.

– Para mí, Earl es por completo inofensivo, señor Wade. Tengo medios para controlarlo.

– Dígame uno -dijo una nueva voz y Earl apareció por la puerta con su conjunto de Roy Rogers. El doctor Verringer se dio vuelta, sonriente.

– ¡Saque a ese psicópata de aquí! -gritó Wade, mostrando por primera vez que sentía miedo.

Earl colocó las manos sobre el cinturón tachonado. Su rostro estaba pálido como el de un muerto y silbaba entre dientes con un silbido suave. Entró en el cuarto caminando lentamente.

– No debería haber dicho eso -exclamó el doctor y se volvió hacia Earl-. Está bien, Earl. Yo me ocuparé del señor Wade. Lo ayudaré a vestirse mientras tú vas a buscar el auto; lo traerás lo más cerca que puedas de la cabaña. El señor Wade se siente muy débil.

– Y se sentirá mucho más débil en seguida -dijo Earl con voz silbante-. Déjeme pasar.

– Oyeme, Earl… -dijo el doctor y agarró al joven por el brazo-. ¿No quieres volver a Camarillo, no es cierto?

Una palabra mía y…

No alcanzó a decir más, Earl soltó el brazo que le sujetaba el doctor y levantó la mano derecha en la que brilló un destello metálico. El puño armado golpeó contra la mandíbula del doctor Verringer. Este cayó al suelo como si le hubiesen disparado un tiro en el corazón. La caída hizo estremecer la cabaña. Yo comencé a correr.

Llegué hasta la puerta y la abrí de un golpe. Earl se dio media vuelta, inclinándose un poco hacia adelante y me miró sin reconocerme. De sus labios salía un sonido balbuceante. Se abalanzó hacia mí de inmediato.

Empuñé el revólver y le apunté, pero para él eso no significaba nada. O bien sus pistolas no estaban cargadas o se había olvidado por completo de ellas. La manopla de bronce era todo lo que necesitaba. Siguió avanzando.

Disparé un tiro contra la ventana situada frente a la cama. El estallido del disparo resonó en la pequeña habitación con mucha más fuerza que la habitual. Earl se detuvo en seco con el rostro pálido como una hoja de papel. Dio vuelta la cabeza y miró el agujero hecho en la persiana. Después su mirada se fijó en mi persona. Lentamente el rostro cobró vida y se sonrió.

– ¿Qué pasó? -preguntó vivamente.

– Sáquese la manopla -le dije, vigilando la expresión de sus ojos.

Se miró la mano sorprendido; después se sacó la manopla y la arrojó distraídamente a un rincón.

– Ahora el cinturón con los revólveres. No toque las armas. Sólo desabróchese la hebilla.

– No están cargados -dijo sonriendo-. Diablos, ni siquiera son revólveres; pura exhibición.

– El cinturón. Apúrese.

Earl miró el revólver 32 de caño corto.

– ¿Ese es de verdad? Ah, claro que sí. La persiana. Sí, la persiana.

El hombre acostado ya no estaba en la cama. Se había puesto detrás de Earl. Se acercó rápidamente y le sacó una de las brillantes pistolas. A Earl no le gustó y lo demostró en su cara.

– ¡Salga de ahí! -gritó en tono enojado-. Vuelva a poner el arma donde estaba.

– El muchacho tiene razón -dijo Wade-. Son pistolas de juguete. -Se alejó de Earl y colocó el revólver sobre la mesa-. ¡Cristo! Me siento terriblemente débil.

– Sáquese el cinturón -ordené por tercera vez-.Cuando uno comienza algo con un tipo como Earl hay que terminarlo. Es necesario mantenerse en sus trece y no cambiar de idea.

Al fin se sacó el cinturón, con actitud bastante amigable y sosteniéndolo en la mano se dirigió hacia la mesa, agarró el revólver, lo volvió a poner en la pistolera y colocó el cinturón sobre la mesa. Dejé que hiciera todo eso y justo en aquel momento Earl vio al doctor Verringer tirado en el suelo contra la pared. Expresó su consternación con un sonido indefinido y se dirigió rápidamente al baño, de donde volvió casi en seguida trayendo una jarra llena de agua que volcó sobre la cabeza del doctor Verringer. El doctor balbució algo y rodó de costado. Entonces empezó a quejarse y se llevó la mano a la mandíbula. Trató de ponerse de pie y Earl lo ayudó.

– Lo siento, Doc. Se me fue la mano y golpeé sin ver a quién dirigía el golpe.

– Está bien; no tengo nada roto -dijo Verringer, haciendo un ademán para que se apartara-. Ve a buscar el coche, Earl, y no te olvides de la llave para el candado del portón.

– Traigo el coche aquí. Claro. En seguida. La llave del candado. Ya la tengo. En seguida. Doc.

Salió del cuarto, silbando.

Wade se había sentado en el borde de la cama y parecía que tiritaba.

– ¿Usted es el detective del cual me habló el doctor?

¿Cómo me encontró?

– No hice más que preguntar un poco a la gente que conoce de estas cosas -contesté-. Si quiere regresar a su casa, vístase.

El doctor Verringer se había apoyado contra la pared y se daba masajes en la mandíbula.

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