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Sí -dijo y de pronto se quedó pensativo y tranquilo-. Pasó el examen, compañero. ¿Qué le parece si viene a vivir aquí por un tiempo? Usted podría hacerme mucho bien estando aquí.

– No veo cómo.

– Pues yo sí. Sólo con estar aquí. ¿Mil dólares al mes le interesarían? Soy peligroso cuando estoy borracho. No quiero ser peligroso y no quiero emborracharme.

– Yo no podría impedírselo.

– Pruebe durante tres meses. Terminaré ese maldito libro y después me iré lejos por un tiempo. Me iré a algún lugar en las montañas suizas para curarme.

– ¿El libro, eh? ¿Necesita el dinero?

– No. Pero tengo que terminar lo que he empezado. Si no lo hago, estoy liquidado. Se lo pido como un amigo. Usted hizo más que eso por Lennox.

Me levanté, me acerqué a Wade y lo miré fijamente, con dureza.

– Lennox murió, señor. Yo no pude salvarlo.

– ¡Uf! No se haga el blando conmigo, Marlowe. -Se llevó el borde de la mano a la altura de la garganta. -Estoy hasta aquí de niños blandos.

– ¿Blando? -pregunté-. ¿O simplemente bueno?

Retrocedió y tropezó con el borde del diván, pero no perdió el equilibrio.

– ¡Váyase al diablo! -exclamó Wade suavemente-. No hacemos trato. No le echo a usted la culpa, por supuesto. Hay algo que quiero saber, que tengo que saber. Usted no sabe qué es y yo mismo no estoy seguro de saberlo. Lo único positivo es que hay algo y tengo que saberlo.

– ¿Algo sobre quién? ¿Sobre su mujer?

Movió los labios uno sobre otro, humedeciéndolos.

– Creo que es sobre mí -dijo-. Vamos a beber aquella copa de que hablábamos hace un momento.

Se encaminó hacia la puerta, la abrió de un tirón y salimos al estudio.

Si se había propuesto hacerme sentir incómodo, en verdad había realizado un trabajo de primer orden.

Capítulo XXIV

Cuando la puerta se abrió, el bullicio proveniente del living se oyó como un estallido. Parecía más fuerte y estrepitoso que antes; unas dos copas más fuerte. Wade saludó aquí y allá y la gente pareció alegrarse al verlo. Pero a esa altura de la fiesta también se hubieran alegrado de ver al Manco de Lepanto. La vida no era más que una gran función de vodevil.

Cuando nos dirigíamos hacia el bar nos encontramos frente al doctor Loring y su mujer. El doctor se puso de pie y se adelantó para encararse con Wade; su mirada revelaba odio.

– Me alegro de verlo, doctor -dijo Wade amablemente-. ¡Hola, Linda! ¿Dónde ha estado metiéndose últimamente? No, creo que acabo de hacer una pregunta tonta. Yo…

– Señor Wade -dijo Loring con voz estremecedora-, tengo algo que decirle. Algo muy sencillo y espero que sea muy concluyente. No se acerque a mi mujer.

Wade lo miró con extrañeza.

– Doctor, usted está cansado y no tiene nada para beber. Permítame que le sirva algo.

– Yo no bebo, señor Wade, cosa que usted sabe muy bien. He venido aquí con un propósito determinado y ya se lo he hecho conocer.

– Bueno, creo que comprendo su punto de vista -replicó Wade sin cambiar el tono amable de voz-, y como usted es huésped en mi casa no tengo nada que decir, excepto que me parece que usted está un poco desequilibrado.

La conversación había cesado alrededor de los dos hombres. Las muchachas y los jóvenes eran todo oídos. Se trataba de un gran espectáculo. El doctor Loring sacó del bolsillo un par de guantes, los enderezó, agarró uno de los guantes por los dedos y lo golpeó con fuerza en el rostro de Wade.

Wade no pestañeó.

– ¿Pistolas y café al amanecer? -preguntó con calma.

Miré a Linda Loring. Estaba roja de furia. Se levantó lentamente y se paró frente al doctor.

– ¡Mi Dios! ¡Qué actorzuelo tan malo eres! ¿Quieres dejar de portarte como un loco, querido? ¿O prefieres seguir dando vueltas hasta que alguien te abofetee a ti en la cara?

Loring se volvió hacia ella y levantó los guantes. Wade se interpuso entre los dos.

– Cálmese, doctor. Aquí nosotros -acostumbramos a pegar a nuestras esposas únicamente en privado.

– Si habla por usted, estoy perfectamente enterado de ello -dijo Loring en tono de mofa- y no necesito que me dé lecciones de buenos modales.

– Sólo tomo alumnos que prometen -contestó Wade-. Lamento que tenga que irse tan pronto. -Levantó la voz y gritó: -¡Candy! ¡Que el doctor Loring salga de aquí en el acto! -Se volvió hacia Loring y agregó-: Por si no hubiera usted entendido, doctor, eso significa que la puerta está por allí -y la señaló con el dedo.

Loring siguió mirándolo, sin moverse.

– Le he hecho una advertencia, señor Wade, y hay mucha gente que me ha oído. No se la haré de nuevo.

– Será mejor que no lo haga -contestó Wade en tono cortante-, pero si cambia de idea, elija un terreno neutral. Déme un poco más de libertad de acción. Lo siento, Linda, pero usted se casó con él.

Se frotó la mejilla suavemente, donde el guante le había golpeado. Linda Loring sonrió amargamente y se encogió de hombros.

– Nos vamos -dijo Loring-. Ven, Linda.

Ella se sentó y agarró de nuevo la copa. Dirigió a su marido una mirada de tranquilo desprecio.

– Tú eres el que se va. Recuerda que tienes que hacer unas cuantas visitas.

– Tú vienes conmigo -dijo él, furioso.

La señora Loring le volvió la espalda. Entonces él se le acercó y la tomó por el brazo. Wade lo agarró de un hombro y le hizo dar una vuelta en redondo.

– Calma, doctor. No puede ganarlas todas.

– ¡Sáqueme la mano de encima!

– Cómo no, pero tranquilícese -dijo Wade-. Se me ocurre una idea, doctor. ¿Por qué no va a ver a un buen médico?

Alguien se rió en voz alta. Loring se puso en tensión como un animal dispuesto a saltar. Wade lo notó y con toda elegancia le dio la espalda y se alejó. Loring quedó con un palmo de narices. Si iba en busca de Wade su situación sería aún más ridícula y desairada. Lo único que le quedaba por hacer era retirarse, y así lo hizo. Atravesó con pasó rápido el living con la mirada fija hacia adelante, donde se hallaba Candy, que sostenía la puerta abierta. Candy, con el rostro impenetrable, esperó a que saliera; entonces cerró la puerta y regresó al bar. Yo dirigí mis pasos al mismo lugar y pedí un whisky. No pude ver dónde se había ido Wade, pero desapareció. Tampoco vi a Eileen. Me volví de espaldas al living y, mientras hombres y mujeres seguían parloteando, bebí mi whisky con toda tranquilidad.

Una muchacha menuda, de cabello color barroso y una vincha alrededor de la frente, apareció a mi lado, puso el vaso en el mostrador y lanzó un balido. Candy asintió y le preparó otro trago.

La muchachita se volvió hacia mí: -¿Le interesa el comunismo? -me preguntó. Tenía los ojos vidriosos y se pasó la lengua por los labios como buscando un trocito de chocolate-. Creo que todos deberían interesarse -prosiguió-. Pero cuando uno se lo pregunta a cualquiera de los hombres que están aquí, lo único que piensan es en manosearla a una.

Asentí y por encima de mi copa le miré la nariz chata y la piel curtida por el sol.

– No es que me preocupe mucho, si lo hacen bien -dijo, agarrando la bebida recién servida. Mostró sus molares mientras bebía hasta la mitad.

– No cuente conmigo -le dije.

– ¿Cómo se llama?

– Marlowe.

– ¿Con “e” o sin?

– Con.

– Ah, Marlowe -entonó-. Un nombre tan hermoso y tan triste. -Dejó el vaso casi vacío en el mostrador, cerró los ojos y echó hacia atrás la cabeza y extendió los brazos y casi me golpeó en los ojos. Su voz temblaba de emoción al recitar:

“¿Era éste el rostro que echó a pique miles de barcos

y quemó las altas torres de Ilium?

Dulce Helena, hazme inmortal con un beso.”

Abrió los ojos, agarró la copa y me guiñó el ojo.

– Allí estuvo muy bien, compañero. ¿Escribió algo de poesía en los últimos tiempos?

– No mucho.

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