Raymond Chandler
El largo adios
The Long Goodbye
Capítulo I
La primera vez que posé mis ojos en Terry Lennox, éste estaba borracho, en un Rolls Royce Silver Wraith frente a la terraza de The Dancers.
El encargado de la playa de estacionamiento había sacado el auto y seguía manteniendo la puerta abierta, por que el pie izquierdo de Terry Lennox colgaba afuera como si se hubiera olvidado que lo tenía. El rostro de Terry Lennox era juvenil, pero su cabello blanco como la nieve. Por sus ojos se podía ver que le habían hecho cirugía estética hasta la raíz de los cabellos, pero, por lo demás, se parecía a cualquier joven simpático en traje de etiqueta, que ha gastado demasiado dinero en uno de esos establecimientos que sólo existen con ese fin y para ningún otro.
Junto a él había una muchacha. El tono rojo profundo de su cabello era encantador; asomaba a sus labios una lejana sonrisa y sobre los hombros llevaba un visón azul que casi lograba que el Rolls Royce pareciera un auto cualquiera. Pero no lo conseguía enteramente; nada hay que pueda lograrlo.
El cuidador era de este tipo característico de semimatón vestido de uniforme blanco y mostrando en letras rojas, cosidas sobre el pecho, el nombre del restaurante. Estaba levantando presión.
– Oiga, señor dijo subrayando las palabras-, ¿quiere usted tener la santísima amabilidad de poner la pierna dentro del coche para que yo pueda cerrar la puerta? ¿O es que tendré que abrirla del todo, para que usted pueda caerse al suelo? La joven le dirigió una mirada que debió de haberle tras pasado la espalda. Pero el tipo no se conmovió en lo más mínimo. En The Dancers están acostumbrados a esa clase de gente que nos decepciona, por lo que una montaña de dinero puede hacer con su persona. Un coche extranjero tipo sport, de carrocería alargada y baja, sin capota, entró en la playa de estacionamiento: de él bajó un hombre que encendió un largo cigarrillo con el encendedor del tablero del coche. Llevaba un pulóver a cuadros, pantalones amarillos y botas de montar. Se alejó dejando tras de su una estela de incienso y sin siquiera molestarse en mirar en dirección del Rolls Royce. Seguramente pensó que sería cursi. Al llegar al pie de la escalinata que conducía a la terraza, hizo una pausa para ajustarse el monóculo.
La muchacha, en un encantador arranque de espontaneidad, dijo:
– Tengo una idea maravillosa querido. ¿Por qué no llevas a guardar este cabriolet y sacas tu descapotable? Es una noche maravillosa para un paseo por la costa hasta Montecito. Conozco allí a unos amigos que han organizado un baile junto a una piscina de natación.
El hombre de pelo blanco replicó cortésmente: -Lo siento mucho, pero ya no lo tengo. Me vi obligado a venderlo. -Por el tono de voz y la forma de articular las palabras podría haberse llegado en seguida a la conclusión de que no había bebido nada más alcohólico que jugo de naranjas.
– ¿Lo vendiste, querido? ¿Cómo es posible?
Se apartó de él corriéndose sobre el asiento, pero la voz se alejó mucho más que ella.
– Tuve que hacerlo -expresó él- para poder comer.
– Ah, comprendo.
Si sobre ella hubiera caído en ese momento un helado, no se habría derretido.
El cuidador tenía al joven de cabello blanco en posición cómoda para hacerle frente: era un hombre de ingresos escasos.
– Oiga, amiguito -le dijo-, tengo que sacar un coche. Espero poder atenderlo un poco más en otra oportunidad… tal vez.
Y dejó que la puerta se abriera de golpe. El borracho se deslizó rápidamente y fue a dar con el fundillo en el piso de asfalto. De modo que yo intervine y puse mi granito de arena. Creo que siempre se comete un error cuando se mete uno con un borracho. Aunque lo conozca a uno y simpaticen, es capaz de saltar y pegarle a uno en los dientes. Lo tomé por debajo de los brazos y lo levanté.
– Muchísimas gracias -dijo cortésmente.
La muchacha se corrió hacia el volante. -Se vuelve tan inglés cuando está ebrio -apuntó ella con voz de acero inoxidable-. Gracias por haberlo levantado.
– Voy a ponerlo en el asiento de atrás -le ofrecí.
– Lo siento mucho. Tengo un compromiso y se me hace tarde. -Apretó el embrague y el Rolls Royce comenzó a andar. -Es un caso perdido -agregó con fría sonrisa-. Tal vez usted pueda encontrarle una casa donde vivir. Está en bancarrota… más o menos.
Y el Rolls Royce franqueó la salida en dirección al Sunset Boulevard, giró hacia la derecha y desapareció. Me había quedado mirándola, cuando regresó el cuidador. Yo seguía sosteniendo al hombre que ahora se había quedado profundamente dormido.
– Linda manera de resolver el problema -le dije al del uniforme blanco.
– Ya lo creo -asintió él con cinismo-. ¿Por qué va a perder el tiempo con un borracho con las curvas que tiene y todo lo demás?
– ¿Usted conoce a este hombre?
– Oí que la dama lo llamaba Terry. Por lo demás no lo conozco ni por las tapas. Hace sólo dos semanas que estoy aquí.
– ¿Quiere hacer el favor de traerme mi coche? -y le di el número.
Cuando volvió con mi Oldsmobile, me parecía estar sosteniendo una bolsa llena de plomo. El tipo del uniforme blanco me ayudó a colocarlo en el asiento delantero. El cliente abrió un ojo, nos dio las gracias, y siguió durmiendo.
– Es el borracho más cortés que he encontrado en mi vida -dije al del saco blanco.
– Vienen en todas las medidas y formas, y con toda clase de modales -dijo-. Y son todos unos inútiles. Parece que a éste le hicieron cirugía plástica.
– Sí. -Le di un dólar y él me agradeció. Tenía razón en lo referente a la cirugía plástica. El lado derecho de la cara de mi nuevo amigo estaba congelado, blancuzco y cosido con finas y tenues cicatrices. La piel, a lo largo de las cicatrices, tenía apariencia satinada. Un trabajo plástico, y bien drástico por cierto.
– ¿Qué piensa hacer con él?
– Llevarlo a casa y desembriagarlo lo suficiente como para que me diga dónde vive.
El del uniforme blanco me hizo una mueca.
– Está bien, amigo. Si por mí fuera lo dejaría caer en la primera cloaca y seguiría viaje. Estos malditos borrachos no hacen más que crearle a uno dificultades, sin dar ninguna ventaja. Tengo mi filosofía sobre estas cosas. Tal como anda la competencia en nuestros días, la gente tiene que reservar sus fuerzas para defenderse en los cuerpo a cuerpo.
– Veo que gracias a eso ha logrado usted mucho éxito -le dije.
Me miró intrigado y luego empezó a enojarse, pero yo ya estaba dentro del coche y marchándome.
Por supuesto que en parte tenía razón. Terry Lennox me acarreó abundantes problemas. Pero, después de todo, aquello estaba dentro de mi ocupación habitual. Este año yo vivía en una casa de la avenida Yucca, en el distrito Laurel Canyon. Estaba situada en una calle cerrada, bordeada por una hilera de eucaliptos; la casa era pequeña y una larga serie de escalones de pino colorado conducía a la puerta principal. La casa era amueblada y pertenecía a una mujer que se había ido a Idaho a vivir durante un tiempo con su hija viuda. El alquiler era reducido, en parte porque la propietaria quería reservarse el derecho de regresar avisándome a corto plazo, y en parte debido a la longitud de las escaleras. Se estaba haciendo demasiado vieja como para enfrentarse con ellas cada vez que volvía a casa.
Me las arreglé como pude para transportar al borracho Estaba ansioso por colaborar, pero sus piernas parecían de goma y se quedaba dormido en medio de una frase de disculpa o de justificación. Conseguí abrir la puerta con la llave, lo arrastré adentro y después de extenderlo sobre un largo sofá, le eché encima una manta y dejé que siguiera durmiendo. Durante una hora roncó como un lirón y de pronto despertó y quiso ir al baño. Cuando volvió, me miró de soslayo en forma inquisitiva y quiso saber dónde demonios estaba. Se lo dije. Me contestó que su nombre era Terry Lennox, que vivía en un apartamento en Westwood y que nadie lo esperaba. Su voz era clara y se expresaba correctamente.