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– Yo le ayudaré -ofreció con voz cansada-. Todo lo que hago es ayudar a la gente y todo lo que hace la gente como retribución es hacerme saltar los dientes.

– Me imagino cómo se siente -le dije.

Salí de la cabaña y los dejé solos.

Capítulo XX

Cuando los dos hombres salieron, el coche estaba estacionado cerca de la cabaña, pero Earl no estaba. Había cerrado el contacto, apagado las luces y vuelto a la casa principal sin decirme nada. Seguía silbando todavía, como si tratara de recordar una melodía medio olvidada.

Wade subió con cuidado al asiento de atrás y yo me senté a su lado. El doctor Verringer conducía. Quizá tuviera la mandíbula muy lastimada y le doliera la cabeza, pero no lo demostró ni lo mencionó para nada. Ascendió por la colina y luego bajó y recorrió el camino de césped hasta el final. Earl ya había estado allí, porque la puerta estaba abierta. Le indiqué a Verringer dónde estaba mi coche y nos acercó hasta el lugar. Wade pasó al otro coche y se sentó silencioso, mirando al vacío. Verringer bajó del auto, se le acercó y comenzó a hablarle suavemente.

– Con respecto a mis cinco mil dólares, señor Wade. El cheque que usted me prometió.

Wade se deslizó un poco hacia abajo y apoyó la cabeza sobre el respaldo del asiento.

– Lo pensaré.

– Usted lo prometio. Yo lo necesito.

– Usted me amenazó con hacerme daño, Verringer. Coacción es la palabra. Ahora tengo quien me proteja.

– Lo lavé y lo alimenté -insistió Verringer-. Fui a buscarlo por la noche. Le di mi protección y lo curé… al menos por un tiempo.

– Todo eso no vale cinco de los grandes -contestó Wade despreciativamente-. Ya me sacó bastante.

Verringer no se daba por vencido.

– Tengo en perspectiva un negocio en Cuba, señor Wade. Usted es hombre rico. Debería ayudar a los necesitados. Tengo que cuidar a Earl. Para poder aprovechar la oportunidad que se me presenta necesito dinero. Se lo devolveré en cuanto pueda.

Comencé a impacientarme. Sentía deseos de fumar pero tuve miedo que Wade se indispusiera.

– ¡Cualquier día me lo devolverá! ¡No vivirá tanto como para eso! Una de estas noches su muchachito lo matará mientras usted esté durmiendo.

Verringer retrocedió. No pude distinguir la expresión de su rostro, pero la voz se enronqueció de golpe.

– Hay formas más desagradables de morir -dijo-.

Creo que la suya será una de ellas.

Regresó a su coche, atravesó los portones y desapareció de nuestra vista. Di la vuelta y enfilé en dirección a la ciudad. Después de recorrer una o dos millas, Wade murmuró.

– ¿Por qué tendría que darle a ese gordo infeliz cinco mil dólares?

– No hay ninguna razón.

– Entonces, ¿por qué me siento como un canalla porque no se los doy?

– No hay ninguna razón.

Volvió la cabeza lo suficiente como para mirarme.

– Me trató como a un bebé -dijo Wade-. Casi no me dejó solo, por miedo a que Earl entrara y me golpeara. Me sacó hasta la última moneda de los bolsillos.

– Probablemente usted le dijo que lo hiciera.

– ¿Usted está de su parte?

– Déjelo pasar dije-. Para mí esto es sólo un empleo.

Silencio durante un par de millas. Pasamos por uno de los suburbios de los alrededores. Wade volvió a hablar.

– Tal vez se los dé. Está arruinado. La propiedad está hipotecada. No sacará ni un centavo de ella. Todo a causa de su amor por la psiquis. ¿Por qué lo hace?

– No lo sé.

Yo soy escritor -dijo Wade-. Se supone que tengo que comprender lo que hace actuar a la gente. Pero no comprendo ni un pito de nadie.

Di la vuelta por el desfiladero y después de ascender un poco, las luces del valle se extendieron interminables ante nuestra vista. Tomamos la carretera noroeste que va hasta Ventura. Después de recorrer un tramo pasamos por Encino. Una luz roja nos detuvo un instante y levanté la vista para observar las lucecitas que se divisaban en la cima de la colina, donde se levantan las grandes mansiones señoriales. En una de ellas habían vivido los Lennox. Después proseguimos nuestro camino.

– Estamos muy cerca del desfiladero, ahora -dijo Wade-. ¿O usted lo conoce?

– Lo conozco.

– Ahora que recuerdo, creo que no me dijo su nombre.

– Philip Marlowe.

– Lindo nombre. -De pronto exclamó con la voz cambiada: -¡Espere un minuto! ¿Usted no es el tipo que anduvo mezclado con Lennox?

– Sí.

En la oscuridad del coche me contempló fijamente. Dejamos atrás los últimos edificios de Encino.

– Yo la conocía a ella -dijo Wade-. Un poco. A él no lo vi nunca. Fue un asunto extraño. Los muchachos de la policía no lo trataron muy bien; ¿no?

Yo no contesté.

– Tal vez no le guste hablar de eso -dijo.

– Puede ser. ¿Por qué le interesaría a usted?

– ¡Diablos! Porque soy escritor. Debe de ser toda una historia.

– No le conviene oírla. Debe de sentirse todavía bastante débil.

– Está bien, Marlowe, está bien. Comprendo. No soy de su agrado.

Llegamos a la salida de la carretera; tomé por el camino lateral en dirección a las lomas bajas y a la hondonada que se extiende entre ellas conocida por el nombre de Idle Valley.

– Usted ni me agrada ni me desagrada -le dije-. No lo conozco. Su esposa me pidió que lo encontrara y lo llevara a su casa. Cuando lo deje allí, mi tarea habrá terminado. No podría decirle por qué su esposa me eligió a mí. Pero como digo siempre, se trata simplemente de un trabajo.

Contorneamos los flancos de la colina y llegamos a un camino más ancho y mejor pavimentado. Wade dijo que su casa estaba a una milla de distancia sobre la mano derecha. Me dijo el número, que yo ya conocía. Para un tipo en su estado, era conversador bastante persistente.

– ¿Cuánto le pagará mi mujer?

– No discutimos el precio.

– Sea lo que fuere, nunca será bastante. Tengo con usted una deuda de gratitud. Usted hizo un gran trabajo, amigo mío. No merezco toda la molestia que se tomó por mi.

– Eso lo dice porque hoy anda con el ánimo medio decaído Wade se rió.

– ¿Sabe una cosa, Marlowe? Me parece que podría llegar a resultarme simpático. Usted tiene algo de raro… como yo.

Llegamos a la casa. Era un edificio de dos pisos, con techo de tejas, un pequeño pórtico con pilares y desde la entrada se extendía el césped hasta una hilera de tupidos arbustos que bordeaba la verja blanca. Había una luz prendida en el pórtico. Entré en el camino para autos y me detuve cerca del garaje.

– ¿Puede arreglarse sin ayuda?

– Por supuesto. -Wade bajó del coche. -¿No quiere entrar para tomar una copa o algo así?

– Esta noche no; gracias. Esperaré aquí hasta que lo vea entrar en la casa.

Se quedó parado, respirando con fuerza.

– Muy bien -dijo.

Se dio vuelta y empezó a caminar con cuidado por el camino de lajas que conducía a la puerta principal. Se apoyó contra uno de los pilares blancos por un instante; después abrió la puerta y entró en la casa. La puerta quedó abierta y la luz iluminó el césped. Hubo un súbito estallido de voces. Comencé a dar marchar atrás, iluminando el camino con el faro posterior. Sentí la voz de alguien que me llamaba.

Miré hacia la casa y vi a Eileen Wade, parada al lado de la puerta abierta. Continué retrocediendo y ella empezó a correr. Me vi obligado a detenerme. Apagué los faros y bajé del coche. Cuando ella se acercó, le dije:

– Debí haberla llamado, pero temí dejarlo solo.

– Hizo bien. ¿Le costó mucho trabajo?

– Bueno… un poco más que tocar el timbre de la puerta.

– Por favor, venga a casa y cuéntemelo todo.

– Me parece que tendría que acostar a su marido. Mañana estará como nuevo.

– Candy lo llevará a la cama -dijo ella-. Hoy no beberá, si es eso lo que usted está pensando.

– Nunca se me ocurrió pensar eso. Buenas noches, señora Wade.

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