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– Sí, doctor. Recibí un golpe jugando a fútbol.

El asintió: -Hay una ligera saliente ósea que tendría que haber sido cortada. Sin embargo es suficiente como para dificultar la respiración.

El doctor Vukanich se echó hacia atrás, sosteniendo la rodilla doblada.

– Usted me dirá en qué puedo servirlo -me dijo. Tenía la cara delgada y muy pálida, nada interesante. Parecía una rata blanca tuberculosa.

– Quería conversar con usted con respecto a un amigo mío. No se encuentra muy bien. Es escritor; tiene mucha plata, pero los nervios en malas condiciones. Necesita ayuda. Está insoportable durante días enteros. Necesita alguna pequeña ayudita extra. Su médico no quiere cooperar más.

– ¿Qué es lo que usted entiende exactamente por cooperación?

– Todo lo que el muchacho necesita es una inyección de vez en cuando para que se calme. Pensé que quizá podríamos llegar a algún acuerdo. El dinero es seguro.

– Lo siento, señor Marlowe; pero no me ocupo de esos problemas. -Se puso de pie-. Y si permite que se lo diga, ha encarado usted la cosa en forma un tanto brutal. Su amigo puede consultarme, si así lo desea, pues podría tener algo que requiera tratamiento. Son diez dólares, señor Marlowe.

– Vamos, doctor. Usted está en la lista.

El doctor Vukanich se apoyó contra la pared y encendió un cigarrillo. Me estaba dando tiempo. Arrojó el humo y se quedó contemplando las espirales que se elevaban por el aire. Le entregué mi tarjeta.

– ¿A qué lista se refiere?

– A la de los muchachos de ventanas con barrotes. Pensé que podría conocer a mi amigo. Se llama Wade. Quizás usted lo tenga instalado en algún lado, en una pequeña habitación blanca. El muchacho ha desaparecido de la casa.

– Usted es un estúpido -me dijo el doctor Vukanich-. Aunque me pagaran no me metería a realizar esas curas de cuatro días para borrachos. Además de que no curan nada. No tengo ninguna clase de pequeñas habitaciones blancas y no conozco al amigo que usted ha mencionado…, suponiendo que exista. Me debe diez dólares… al contado… y ahora mismo. ¿O prefiere que llame a la policía y lo denuncie por haberme pedido narcóticos?

– Eso sería una maravilla -dije-. Hágalo.

– ¡Largo de aquí, embaucador!

Me levanté de la silla.

– Creo que he cometido un error, doctor. La última vez que el muchacho se emborrachó estuvo con un doctor cuyo nombre empieza con V. Fue una operación estrictamente secreta. Lo vinieron a buscar por la noche y lo trajeron de vuelta en la misma forma, cuando ya se había recuperado. Ni siquiera esperaron para ver si el hombre entraba en la casa. De modo que cuando se prendió a la botella de nuevo y desapareció durante un tiempo, recurrimos a nuestros ficheros, como es natural, en busca de alguna pista. Seleccionamos a tres médicos cuyos nombres comienzan con V

– Interesante -dijo con sonrisa inexpresiva. Todavía continuaba dándome tiempo-. ¿Cuál es la base de esa selección?

Lo miré fijamente. Su mano derecha se movía suavemente sobre la parte de adentro del brazo izquierdo, hacia arriba y hacia abajo. Tenía el rostro ligeramente transpirado.

– Lo siento, doctor. Trabajamos en forma confidencial.

– Perdóneme un instante. Tengo otro enfermo que…

No terminó la frase y salió de la habitación. En su ausencia, una enfermera asomó la cabeza por la puerta, me echó una mirada rápida y se retiró.

En aquel momento el doctor Vukanich regresó al consultorio. Tenía un aspecto inusitadamente animado, sonriente y descansado. Los ojos le brillaban.

– ¿Qué? ¿Todavía está usted aquí? -Parecía muy sorprendido o lo simulaba. -Pensé que nuestra breve visita había concluido.

– Ya me voy. Creí que usted quería que esperara.

Se rió entre dientes.

– ¿Sabe una cosa, señor Marlowe? Vivimos en tiempos extraordinarios. Por sólo quinientos dólares podría ponerlo en el hospital con huesos rotos. Cómico, ¿no cree?

– Terriblemente -le contesté-. ¿Conque sólo se la aplicó en la vena, eh doctor? Muchacho, ¡eso sí que le levanta el ánimo!

Me dirigí hacia la puerta.

– Hasta luego, amigo -me gritó con voz cantarina-. No se olvide de los diez dólares. Páguele a la enfermera.

Agarró el aparato interno y estaba hablando por él cuando salí.

En la sala de espera estaban las mismas doce personas u otras parecidas, todas igualmente incómodas. La enfermera sabía su oficio.

– Son diez dólares, por favor, señor Marlowe. En este consultorio el pago es inmediato y al contado.

Me abrí paso entre la gente en dirección a la puerta. Ella saltó de la silla y dio la vuelta corriendo alrededor del escritorio. Yo tiré de la puerta y la abrí.

– ¿Qué sucede cuando uno no les paga? -le pregunté.

– ¡Ahora verá lo que sucede! -contestó enojada.

– Seguro. Usted no hace más que cumplir con su trabajo. Lo mismo que yo. Eche una mirada a la tarjeta que he dejado y verá cuál es mi trabajo.

Los pacientes me observaron con mirada de desaprobación. Esa no era manera de tratar al doctor.

Capítulo XVIII

El doctor Amos Varley era un caso muy diferente. Tenía una vieja casona en medio de un gran jardín antiguo lleno de robles enormes que le daban sombra. El edificio era de estructura maciza, con adornos muy trabajados sobre pórticos y galerías, los cuales tenían soportes blancos, torneados y acanalados como las patas de los antiguos pianos de cola. En las galerías se encontraban algunas personas de edad sentadas en tumbonas y cubiertas con mantas.

Las puertas de entrada eran dobles y tenían paneles de vidrio en estado de bastante abandono. El vestíbulo era amplio y fresco; el piso de parquet, bien lustrado y sin alfombra. Altadena es un lugar caluroso en verano. Se levanta entre las colinas y la brisa pasa por arriba. Hace ochenta años la gente sabía cómo construir casa para este clima.

Una enfermera de delantal blanco y almidonado se llevó mi tarjeta y después de una espera prudencial el doctor Amos Varley condescendió a recibirme. Era un tipo alto, calvo, de sonrisa alegre. Su largo guardapolvo blanco lucía inmaculado y caminaba silenciosamente con zapatos de suela de goma.

– ¿En qué puedo servirle, señor Marlowe?

Tenía una voz llena y suave, propicia para calmar el dolor y reconfortar el corazón atribulado. El doctor está aquí, no tiene por qué preocuparse, todo saldrá bien. Tenía esa manera pesada y melosa, verdaderas capas de miel, del médico solícito junto a la cama del enfermo. Era maravilloso y tan blindado como una armadura.

– Doctor, estoy buscando a un hombre llamado Wade, un alcohólico de buena posición, desaparecido de su casa. Su historia nos indica que debe estar metido en alguno de esos establecimientos discretos que saben atender con habilidad. Mi única pista es una referencia hecha sobre un doctor V. Usted es el tercer doctor V que visito y estoy perdiendo las esperanzas.

Se sonrió benévolamente.

– ¿Solamente el tercero, señor Marlowe? Seguramente debe haber por lo menos cien doctores cuyos apellidos comiencen con V en Los Angeles y sus alrededores.

– ¡Claro que sí!, pero no hay muchos que tengan habitaciones con ventanas enrejadas. He observado que aquí tiene algunas arriba, al costado de la casa.

– Son gente anciana -dijo el doctor Varley tristemente, pero con una tristeza llena de fuerza expresiva-. Ancianos solitarios, deprimidos y desgraciados, señor Marlowe. Algunas veces… -Hizo un gesto expresivo con la mano, un movimiento curvo hacia afuera, una pausa y después la dejó caer suavemente, como una hoja seca que se balancea hasta llegar al suelo. -Pero aquí no atiendo a alcohólicos -agregó con firmeza-. Ahora, si quiere perdonarme…

– Lo siento, doctor. Lo que pasa es que usted figuraba precisamente en nuestra lista. Probablemente se trata de un error. Tenía algo que ver con un entredicho con la gente del Departamento de Narcóticos. Fue hace un par de años.

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