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– Oiga -dije, después de los preliminares de rigor-, he sabido algo sobre Terry Lennox que me ha dejado perplejo. Un tipo me dijo que lo conoció en Nueva York con otro nombre. ¿Usted verificó sus antecedentes durante la guerra?

– Ustedes nunca aprenden -replicó Green con tono malhumorado-, nunca aprenderán a no meterse en las cosas que no les conciernen. Aquel asunto está cerrado, liquidado; lo cargaron con plomo y lo arrojaron al océano. ¿Comprende?

– La otra semana me pasé media tarde con Harlan Potter, en la casa de su hija, en Idle Valley. ¿Quiere verificarlo?

– ¿Qué fue a hacer allí? -preguntó en tono agrio-. Suponiendo que lo crea.

– Conversamos de muchas cosas. Me invitaron. Potter dice que le resulto simpático. A propósito, me contó que su hija fue asesinada con una Mauser 7,65 mm., modelo P.P.K. ¿Esa es una novedad para usted?

– Continúe.

– Era el revólver de ella, su propio revólver, compañero. Según creo, es una pequeña diferencia. Pero no me interprete mal. No estoy examinando ninguna clase de rincones oscuros. Este es un asunto personal. ¿De dónde sacó Terry las cicatrices que tenía?

Green guardó silencio. Oí el ruido de una puerta que se cerraba. Entonces Green contestó:

– Probablemente en una pelea a cuchillazos al sur del Río Grande.

– ¡Al diablo, Green! Usted tenía sus impresiones digitales. Usted las envió a Washington como se hace siempre y recibió el informe correspondiente… como es lo habitual. Lo único que quiero saber son sus antecedentes durante la guerra.

– ¿Quién dijo que los tiene?

– Bueno, por lo pronto, Mendy Menéndez. Parece que Lennox le salvó la vida en una oportunidad, fue herido y de ahí le vienen las cicatrices. Los alemanes lo capturaron y le -arreglaron la cara.

– ¿Conque Menéndez, eh? ¿Usted le cree a ese hijo de tal por cual? ¡Entonces usted debe tener un agujero en la cabeza! Lennox no tenía ningún antecedente de guerra. No tenía ningún antecedente de ninguna clase, bajo ningún nombre. ¿Está satisfecho?

– Si usted lo dice -contesté-. Pero no veo por qué Menéndez se iba a molestar en venir hasta aquí para contarme un cuento andaluz y advertirme que no meta la nariz en este asunto porque Lennox era amigo suyo y de Randy Starr y ellos no querían que nadie anduviera entrometiéndose y escarneciendo la memoria de Terry. Después de todo, él ya había muerto.

– ¿Quién puede saber lo que piensa un rufián de esa calaña? -preguntó Green en tono amargo-. ¿O por qué lo piensa? Puede ser que Lennox anduviera en algún negocio con ellos antes de casarse con aquella millonaria y de volverse una persona respetable. Durante un tiempo fue una especie de maestro de ceremonias en el club nocturno que Starr tenía en Las Vegas. Allí conoció a la muchacha. Una sonrisa, un saludo y un traje de etiqueta. Con eso hacía feliz a la clientela y al mismo tiempo vigilaba a los jugadores. Creo que tenía clase para ese tipo de trabajo.

– Poseía un encanto particular -dije-, que es de lo que carecen en la policía. Muchas gracias, sargento. ¿Cómo anda el comisario Gregorius?

– Ha pedido la jubilación. ¿No lee los periódicos?

– Las noticias de la sección crimen, no, sargento. Demasiado sórdido.

Comencé a despedirme, pero me cortó en seco.

– ¿Qué quería de usted el señor Don Dinero?

– No hicimos nada más que tomar una taza de té. Una visita social. Me dijo que quizá me daría algunos negocios. También insinuó, no hizo más que insinuarlo, en pocas palabras, que cualquier polizonte que me mire con ojos aviesos se enfrentará con un futuro no muy agradable.

– El no dirige el departamento de policía -respondió Green.

– Eso lo admitió. Dijo que ni siquiera se preocupa en comprar a los comisarios o a los fiscales de distrito. Ellos simplemente se acurrucan en su regazo cuando duerme la siesta.

– ¡Váyase al diablo! -exclamó Green y me cortó la comunicación en las narices.

Ser policía es cosa difícil. Nunca se sabe con seguridad con quién tiene uno que vérselas.

Capítulo XXXIV

El tramo de camino con el pavimento destrozado que se extendía desde la carretera hasta la curva de la colina parecía calcinado por el sol del mediodía, y los pequeños arbustos que crecían sobre la tierra reseca, a ambos lados del mismo, estaban cubiertos de un polvo granítico que parecía harina. El olor que venía de la maleza era casi nauseabundo. Soplaba una leve brisa, ardiente y sofocante. Me había sacado la chaqueta y tenía las mangas subidas, pero no podía apoyar el brazo sobre la puerta del coche porque estaba demasiado caliente. Un caballo atado a una soga dormitaba cansadamente debajo de unos robles. En el suelo estaba sentado un mexicano de piel morena, que comía algo que tenía envuelto en un trozo de papel de diario. Unas cuantas ramitas vinieron rodando por el camino llevadas por el viento y fueron a chocar contra una roca granítica, y un lagarto que estaba allí un minuto antes desapareció en seguida.

Di la vuelta alrededor de la colina y empezó el asfalto y fue como si hubiera llegado de pronto a otro país. Cinco minutos después tomé por el camino de coches de los Wade, estacioné, bajé, atravesé el camino de lajas y toqué el timbre.

Wade me abrió la puerta. Llevaba una camisa de mangas cortas a cuadros marrones y blancos, pantalón azul pálido y sandalias. Estaba tostado por el sol y su aspecto era saludable. Tenía una mancha de tinta en la mano y un tizne de ceniza de cigarrillo a un costado de la nariz.

Me condujo hasta el estudio y se sentó detrás del escritorio, sobre el cual había una pila gruesa, de hojas de papel amarillo escritas a máquina. Coloqué la chaqueta sobre una silla y me senté en el sofá.

– Gracias por haber venido, Marlowe. ¿Quiere tomar algo?

Le dirigí esa mirada peculiar con que uno mira a un borracho que nos pregunta si queremos beber. Casi podía sentirla. Wade sonrió burlonamente.

– Tomaré una Coca-Cola -dijo.

– Se ha restablecido muy rápido -contesté-. Por ahora no tengo ganas de beber. Tomaré una Coca-Cola con usted.

Wade apretó un botón con el pie y al cabo de un rato apareció Candy. Tenía el aspecto del tipo que está furioso. Tenía puesta una camisa azul y un pañuelo color naranja y no llevaba la chaqueta, blanca. Zapatos en dos tonos, negro y blanco, y elegantes pantalones de gabardina de cintura alta. Wade ordenó las Coca-Colas. Candy me dirigió una mirada dura y salió de la habitación.

– ¿Es el libro? -pregunté señalando el montón de papeles.

– Sí. Apesta.

– No le creo. ¿Cuánto ha hecho?

– Más o menos dos tercios del camino… por lo que valen. Lo cual es condenadamente poco. ¿Usted sabe cuándo puede un escritor decir que está liquidado?

– No conozco nada sobre escritores -confesé, llenando la pipa.

– Cuando comienza a leer sus antiguos trabajos en busca de inspiración. Eso es cosa segura. Tengo aquí quinientas páginas de escritura a máquina, mucho más que cien mil palabras. Mis libros son extensos. Al público le gustan los libros largos. Ese maldito público tonto cree que si hay un montón de páginas debe haber un montón de oro. No me atrevo a volver a leerlo. Yo no me acuerdo ni de la mitad. Simplemente tengo miedo de mirar mi propio trabajo.

– Tiene usted muy buen aspecto -le dije-. Parece mentira cuando pienso en lo que pasó la otra noche. Usted tiene más agallas de lo que piensa.

– Lo que necesito en este momento es algo más que agallas. Algo que no se consigue simplemente con desearlo. Confianza en mí mismo. Soy un escritor arruinado que ya no cree en nada. Poseo una hermosa casa, una mujer hermosa y un récord de ventas magnífico. Pero lo único que deseo realmente es emborracharme y olvidar.

Apoyó el mentón en las palmas de las manos y me miró fijamente.

– Eileen dice que traté de dispararme un tiro. ¿Estuve tan mal como para llegar a tanto?

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