– Oiga, señor Marlowe. Estuve casada con él. No simpatizo mucho con los borrachos. Quizá fui un poco insensible, quizá tuve algo importante que hacer. Usted es un detective privado y, si lo prefiere, puedo plantearle esto profesionalmente.
– No tiene por qué hacerlo, señora Lennox. Terry está viajando en un ómnibus a Las Vegas. Tiene allí un amigo que le dará trabajo.
Ella se animó en seguida.
– ¡Ah!… ¿A Las Vegas? Eso sí que es ser sentimental. Fue allí donde nos casamos.
– Creo adivinar que debe haber olvidado ese detalle, porque si no, se habría ido a alguna otra parte.
En lugar de colgar el tubo se rió, con risita insinuante.
– ¿Siempre es tan rudo con sus clientes?
– Usted no es mi cliente, señora Lennox.
– Puedo serlo algún día. ¿Quién sabe? Entonces, digamos, con sus amigas.
– La misma respuesta. El muchacho estaba en las últimas, muerto de hambre, sin un cobre. Usted podría haberlo ayudado si hubiera creído que valía la pena perder tiempo en ello. En aquel momento él no quiso recibir nada de usted y probablemente tampoco lo querrá ahora.
– Eso es algo que usted no puede saber. Buenas noches -dijo fríamente, y colgó el auricular.
Por supuesto, ella tenía razón y yo no, pero no tuve la sensación de haberme equivocado. Simplemente me sentí herido, molesto. Si hubiera llamado media hora antes podría haberme sentido lo suficiente molesto como para mandar al diablo a Steinitz… si éste no hubiera muerto hacía cincuenta años y yo no estuviera jugando contra un libro de ajedrez.
Capítulo III
Tres días antes de Navidad recibí un cheque por cien dólares sobre un banco de Las Vegas. Adjunta venía una nota escrita en un papel con membrete del hotel. Terry me agradecía, me deseaba feliz Navidad, toda clase de buenaventuras y decía que pronto esperaba verme de nuevo. Lo bueno venía en la posdata: “Sylvia y yo comenzamos nuestra segunda luna de miel. Ella dice que por favor no le reproche querer probar otra vez.”
Me enteré del resto de la historia en una de esas columnas de comentarios de la sección Sociales de los diarios. No las leo muy a menudo; sólo cuando no tengo otra cosa interesante en qué ocuparme.
“Este corresponsal está muy conmovido por la noticia de que Terry y Sylvia Lennox, esos dos encantos, se han unido de nuevo en Las Vegas. Ella es la hija menor del multimillonario Harlan Potter, de San Francisco y Pebble Beach, por supuesto. Sylvia ha llamado a los decoradores Marcel y Jeanne Duhaux para arreglar su mansión de Encino, desde el sótano hasta los techos, de acuerdo con el último y más devastador dernier cri. Ustedes recordarán mis queridos amigos, que Curt Westerheym, el penúltimo marido de Sylvia, le obsequió la pequeña cabaña de dieciocho habitaciones como regalo de casamiento. ¿Y qué pasó con Curt, preguntarán ustedes? ¿Sí, o sí? St. Tropez tiene la respuesta, y he oído decir que en forma permanente. Y también una duquesa francesa muy, muy sangre azul, con dos niños perfectamente adorables. ¿Y qué piensa Harlan Potter de esa nueva unión?, podrán preguntar también ustedes. Uno sólo puede hacer conjeturas. El señor Potter es una persona que nunca concede entrevistas. ¡Cuán exclusivos se están haciendo ustedes, queridos!”
Tiré el diario a un rincón y encendí la TV. Después de la nauseabunda página de sociales, hasta los luchadores que aparecían en la pantalla parecían buenos. Lo cual probablemente era cierto. Sobre todo por la página de sociales.
Podía imaginar la clase de cabaña con dieciocho habitaciones que hiciera juego con algunos de los millones de Potter, sin mencionar las decoraciones de Duhaux, del más nuevo simbolismo subfálico. Pero de ninguna manera podía imaginar a Terry Lennox holgazaneando alrededor de una de las piscinas de natación, con pantalones de baño estampados y telefoneando al criado para que pusiera el champaña al hielo y los faisanes al horno. No había ninguna razón para que pudiera hacerlo. Si el muchacho quería ser el juguete mimado de alguien, no era asunto mío. Simplemente no quería volver a verlo. Pero sabía que lo vería, aunque sólo fuera debido a su maldita maleta de cuero de cerdo con guarniciones de oro.
Un día lluvioso de marzo, a las cinco de la tarde, entró en mi destartalada oficina. Parecía cambiado, más viejo, más sobrio y muy serio, y con una serenidad y una calma que me impresionaron. Parecía un hombre que había aprendido a vivir y a defenderse en la vida. Llevaba un impermeable de color blancuzco y guantes, pero iba sin sombrero y su cabello blanco parecía suave como la seda.
– Vamos a tomar una copa a algún bar tranquilo -dijo, como si nos hubiéramos visto diez minutos antes-. Si dispone de tiempo, por supuesto.
No nos estrechamos la mano. Nunca lo hacíamos. Los ingleses no se dan la mano a cada rato como los norteamericanos, y aunque él no era inglés tenía algunas de sus costumbres.
– Vamos primero a casa a recoger esa maleta suya tan elegante. Me preocupa un poco tenerla -le dije.
Sacudió la cabeza.
– Sería muy amable de su parte si me la guardara.
– ¿Por qué?
– Simplemente, desearía que lo hiciera. ¿Le molesta mucho? Es una especie de vínculo con una época en la que yo no era un desperdicio inútil.
– Tonterías -contesté-, pero es asunto suyo.
– Si está preocupado porque piensa que se la pueden robar…
– Eso también es asunto suyo. Vamos a tomar esa copa.
Fuimos al bar Victor. Me llevó en un Jowett Jupiter de capota bastante precaria, bajo la cual sólo había el lugar justo para nosotros dos. El tapizado era de cuero de color claro, y los accesorios parecían de plata. No soy muy exigente con respecto a los autos, pero al ver aquel maldito coche se me hizo un poquito agua la boca. El dijo que podía hacer sesenta y cinco en segunda. Tenía una palanca de velocidad tan pequeña que apenas le llegaba a la rodilla.
– Cuatro velocidades -dijo-. Todavía no han inventa do un cambio automático para estos coches. Pero en realidad no lo necesita. Se puede empezar directamente en tercera, aun subiendo una cuesta, y eso es lo que más se necesita para el tránsito en cualquier circunstancia.
– ¿Regalo de boda?
– Es esa clase de regalos que se hacen acompañados de una frase casual: “Pasaba por ahí y vi este chiche en la vidriera.” Soy un muchacho muy mimado.
– Muy bien -dije, y agregué-: si es que usted no tiene que llevar una etiqueta con su precio.
Me dirigió una mirada rápida y luego clavó la vista en la calle mojada. Los limpiaparabrisas dobles oscilaban suavemente sobre los vidrios.
– ¿Etiqueta con el precio? Todo tiene su precio, compañero. ¿Quizá piensa que no soy feliz?
– Lo siento. Estuve fuera de lugar.
– Soy rico. ¿A quién diablos le importa ser feliz? -En su voz había un tono de amargura nuevo para mí.
– ¿Cómo va con la bebida?
– Perfectamente, viejo. Por alguna razón extraña he podido controlar la cosa. Pero uno nunca puede saber, ¿no le parece?
– Tal vez usted nunca se embriagó en serio.
Estábamos sentados en un rincón del bar Victor bebiendo gimlets.
– Aquí no saben prepararlo -dijo-. Lo que llaman gimlet no es más que jugo de lima o de limón con gin, una pizca de azúcar y licor de raíces amargas. El verdadero gimlet está hecho mitad de gin y mitad de jugo de lima de Rose y nada más. Deja chiquito al Martini.
– Nunca fui muy exigente con las bebidas… ¿Cómo se lleva con Randy Starr? Por mis barrios lo consideran un punto fuerte.
Se echó hacia atrás y quedó pensativo.
– Creo que lo es. Creo que todos lo son. Pero no lo de muestra. Podría nombrarle una buena cantidad de tipos que en Hollywood andan en el mismo negocio y se mandan la parte. Randy no se preocupa por eso, no hace ostentación. En Las Vegas es un hombre que tiene negocios legales. Vaya a verlo la próxima vez que ande por allá. Se hará amigo suyo.