Muy de cuando en cuando, en momentos en que me siento completamente desgraciado, lo preparo y busco una nueva manera de resolverlo. Es una forma agradable y tranquila de volverse loco. Uno ni siquiera grita, aunque le falte poco.
George Peters me llamó a las cinco y cuarenta. Intercambiamos amabilidades y condolencias.
– He visto que se ha metido en otro lío -me dijo alegremente-. ¿Por qué no intenta algún negocio tranquilo como el embalsamamiento?
– Lleva demasiado tiempo para aprenderlo. Oiga, quiero hacerme cliente de su agencia, si no me costara mucho.
– Depende de lo que desea que hagamos, amigo. Y tendrá que hablar con Carne.
– No.
– Bueno, dígame.
– Londres está lleno de tipos de mi oficio, pero para mí todos son iguales, no distingo uno de otro. Allí los llaman agentes de investigación privada. Su empresa tendrá seguramente conexiones en aquella ciudad. Yo me vería obligado a elegir un nombre al azar y probablemente me engañarían. Necesito una información que debe ser fácil de conseguir y la necesito rápido. Antes de fines de la semana próxima.
– Desembuche.
– Quiero saber algo sobre la actividad durante la guerra de Terry Lennox o Paul Marston o cualquier otro nombre que haya usado. Estaba allí con los comandos. Fue herido y capturado en noviembre de 1942 durante un ataque, en una isla de Noruega. Quiero saber a qué puesto fue destinado y qué le ocurrió. La Oficina de Guerra debe tener todos los datos. No es una información secreta, por lo menos yo no lo creo. Se podría alegar que se trata de una cuestión de herencia.
– Usted no necesita un investigador privado para eso. Puede conseguirla directamente. No tiene más que escribir una carta.
– ¡Vamos, Georgie! Recibiría respuesta al cabo de tres meses y la necesito dentro de cinco días.
– Eso sí que es una ocurrencia. ¿Algo más?
– Una sola cosa. En un lugar llamado Somerset House llevan en un registro todas las estadísticas demográficas. Quiero saber si Lennox o Marston figura allí en alguno de los renglones… nacimiento, matrimonio, naturalización, etcétera…
– ¿Por qué?
– ¿Qué quiere decir con ese “por qué”? ¿Quién es el que paga la cuenta?
– ¿Supongamos que los nombres no aparezcan?
– Entonces me embromaré. Pero si aparecen, quiero copia certificada de todo lo que encuentre su hombre. ¿Cuánto piensa fajarme?
– Tendré que preguntar a Carne, es capaz de rechazar el asunto. No nos interesa esa clase de publicidad. Pero si me autoriza a ocuparme del trabajo, y usted se compromete a no mencionar la vinculación con nosotros, calculo que podrán ser unos trescientos dólares. Los muchachos ingleses no sacan mucho si comparamos con nuestras tarifas en dólares; podrían cargarnos diez guineas, o sea menos de treinta dólares, y a eso hay que agregar los posibles gastos. Digamos cincuenta dólares en total y Carne no abrirá un fichero por menos de doscientos cincuenta.
– ¿Tarifa profesional? ¡Ja, ja! El nunca oyó hablar de eso. Muy bien, Peters.
– Llámeme George. ¿Quiere que cenemos juntos?
– ¡Cómo no!
– ¿Qué le parece el restaurante Romanoff's?
– Muy bien -refunfuñé-, si es que me reservan una mesa…, cosa que dudo.
– Podemos ocupar la mesa de Carne. He podido averiguar que hoy comerá en privado. Es cliente de Romanoff's. Carne es un muchacho bastante importante en la ciudad.
– Sí, seguro. Conozco a alguien, y lo conozco personalmente, que podría perder a Carne con sólo mover la uña del dedo meñique.
– Buen trabajo, chico. Siempre me imaginé que se saldría con la suya. Lo veré a eso de las siete en el bar de Romanoff's. Dígale al chef que está esperando al coronel Carne. Le hará espacio alrededor suyo para que no se codee con cualquier pobre gato, como esos guionistas de películas o actores de televisión.
– Perfecto. Lo veré a las siete.
Cortamos la comunicación y yo volví al tablero de ajedrez. Pero La Esfinge dejó de interesarme. A los pocos minutos Peters me volvió a llamar para decirme que Carne estaba de acuerdo, siempre que el nombre de la agencia no fuera vinculado para nada con mis problemas. Peters me comunicó entonces que enviaría de inmediato a Londres un cable nocturno.
Capítulo XLI
Howard Spencer me llamó el viernes por la mañana. Se alojaba en el “Ritz-Beverly” y me sugería que pasara por el bar a tomar una copa.
– Será mejor que nos veamos en su habitación.
– Muy bien, si lo prefiere así. Cuarto número ochocientos veintiocho. Acabo de hablar con Eileen Wade. Parece bastante resignada. Ha leído la parte del libro que dejó escrita Roger y cree que puede terminárselo con mucha facilidad. Resultará bastante más corto que sus otros libros, pero se verá compensado por el valor publicitario. Me imagino que usted piensa que nosotros, los editores, somos tipos sin ningún corazón. Eileen estará en la casa toda la tarde. Quiere verme, naturalmente, y yo quiero verla a ella.
– Dentro de media hora estaré en el hotel, señor Spencer.
Spencer ocupaba un lindo apartamento en el ala oeste del hotel. El living-room tenía ventanas altas que daban a un balcón estrecho, con barandilla de hierro. Los muebles tapizados con tela rayada y el dibujo floreado de la alfombra, daban al conjunto un aire anticuado, aunque todos los objetos sobre los que se podía apoyar un vaso tenían una tapa de cristal y había diecinueve ceniceros diseminados por todos los rincones. El cuarto de un hotel indica en forma bastante clara los modales de sus huéspedes. El Ritz -Beverly no esperaba modales de ninguna clase.
Nos estrechamos las manos.
– Tome asiento -dijo-. ¿Qué quiere beber?
– Cualquier cosa o nada. No es obligación que tome algo.
– Tengo ganas de tomar una copa de amontillado. En California no se puede beber mucho en verano. En Nueva York bebo cuatro veces más y las consecuencias son mucho menores.
– Tomaré un whisky.
Se dirigió hacia el teléfono e hizo el pedido. Después se sentó en uno de los sillones tapizados con tela a rayas y se sacó los lentes para limpiar los cristales con el pañuelo. Se los colocó de nuevo, los ajustó con cuidado y me clavó la vista.
– Supongo que quiere decirme algo y es por eso que prefirió verme aquí y no en el bar -dijo.
– Lo llevaré hasta Idle Valley. Yo también quisiera ver a la señora Wade.
Me pareció que se sentía un poco incómodo.
– No estoy seguro que ella tenga deseos de verlo -dijo.
– Ya sé que no los tiene. Me doy cuenta por su expresión.
– ¿No le parece que eso sería poco diplomático de mi parte?
– ¿La señora Wade le dijo que no quería verme?
– No exactamente, no con esas palabras. -Se aclaró la garganta-. Tengo la impresión de que le echa la culpa de la muerte de Roger.
– Sí. Eso lo dijo en seguida al agente que vino la tarde que Roger murió. Es probable que también se lo haya dicho al teniente de la sección homicidios que investigó la muerte del marido. Sin embargo, no se lo dijo al investigador.
Spencer se recostó en el respaldo y se rascó la planta de la mano con el dedo, lentamente.
– ¿Qué sacará con verla, Marlowe? Para ella ha sido una experiencia terrible. Me imagino que toda su vida debe haber sido espantosa desde hace bastante tiempo. ¿Por qué volver a revivir todo aquello? ¿Piensa convencerla de que usted no pasó nada por alto y de que no tuvo la culpa?
– Ella le dijo al agente que yo lo maté.
– Quizá no quiso decirlo en sentido literal. De otra manera…
Se oyó el zumbido del llamador de la puerta. Spencer se levantó y abrió la puerta. El mozo apareció con las bebidas y las puso en la mesa con tanto aparato como si estuviera sirviendo una cena de siete platos. Spencer firmó la cuenta y le dio la propina. El mozo agradeció y se fue. Spencer agarró la copa de jerez y se apartó de la mesa como si no quisiera alcanzarme la mía. Yo la dejé donde estaba.