Buscó en sus ropas y me alcanzó un llavero de cuero, por sobre la mesa.
– ¿Qué le parece? -me preguntó.
– Depende de quién lo escuche. Aún no he terminado. Usted tomó solamente lo que llevaba puesto y algún dinero que le dio su suegro. Dejó todo lo que ella le había dado hasta un hermoso coche que dejó estacionado en la Brea esquina Fountain. Usted quería irse lo más limpiamente que pudiera hacerlo y sigue haciéndolo. Está bien. Estoy dispuesto a ayudarlo. Ahora voy a afeitarme y vestirme.
– ¿Por qué va a hacer esto, Marlowe?
– Sírvase una copa mientras me afeito.
Salí de la cocina y lo dejé allí sentado, en el rincón. Todavía tenía puesto el sobretodo y el sombrero, pero parecía bastante más animado.
Entré en el baño y me afeité. Regresé al dormitorio y me estaba anudando la corbata cuando de pronto apareció en el umbral de la puerta.
– Por si acaso lavé las tazas -dijo-. Pero estoy pensando una cosa. Quizá sería mejor que usted llamara a la policía.
– Llámela usted mismo. Yo no tengo nada que decirles.
– ¿Quiere que lo haga?
Me di vuelta de golpe y le dirigí una mirada dura.
– ¡Maldito sea! -expresé casi a gritos-. Por amor de Dios, ¿no puede dejar las cosas como están?
– Lo siento.
– Claro que lo siente. Los tipos como usted siempre lamentan las cosas y siempre lo hacen demasiado tarde.
Se volvió y, atravesando el vestíbulo, se dirigió al living.
Terminé de vestirme y cerré con llave la parte de atrás de la casa. Cuando entré en el living vi que se había quedado dormido en el sillón; tenía la cabeza inclinada hacia un costado, el rostro pálido, todo el cuerpo vencido por el cansancio y el agotamiento. Daba lástima. Le toqué el hombro y comenzó a despertarse lentamente, como si tuviera que recorrer un largo camino desde donde estaba hasta donde yo me encontraba.
Cuando se despertó del todo y pudo prestarme atención, le pregunté:
– ¿No va a llevarse ninguna maleta? Todavía tengo aquella blanca de cuero de cerdo en el estante superior de mi ropero.
– Está vacía -contestó con indiferencia-. Además es demasiado llamativa.
– Llamará más la atención si no lleva equipaje.
Volví al dormitorio, me apoyé en uno de los estantes del armario para poder alcanzar el estante superior. La puerta superior del armario, en forma de escotilla, estaba justo sobre mi cabeza, de modo que la levanté y metí la mano adentro hasta donde podía alcanzar, dejando caer el llavero de cuero detrás de una de las polvorientas vigas o lo que fueran. De un tirón bajé la maleta.
Sacudí el polvo que la cubría y empecé a meter adentro algunas cosas, un par de pijamas nuevos, pasta dentífrica, cepillo de dientes, un par de toallas grandes y otro de toallitas de mano, una serie de pañuelos de algodón, un tubo de crema de afeitar de quince centavos y una de esas maquinitas de afeitar que regalan con el paquete de navajitas. No había nada usado, nada marcado, nada llamativo, excepto que su propio equipaje hubiera sido mejor. Agregué una botella de whisky que todavía conservaba su envoltura original. Cerré la maleta, dejé la llave puesta en una de las cerraduras y la llevé al living. Terry se había vuelto a dormir. Abrí la puerta tratando de no hacer ruido, fui al garage con la maleta y la coloqué detrás del asiento delantero del descapotable. Saqué el coche, cerré el garaje y subí las escaleras para despertarlo. Después cerré la casa y partimos.
Manejé a bastante velocidad, pero no demasiado rápido como para que nos detuvieran. Casi no intercambiamos palabras y no nos paramos para comer. No había tiempo para eso.
Pasamos sin dificultad la frontera. Llegamos a la meseta ventosa donde se levanta el aeropuerto de Tijuana; estacioné el coche cerca de la oficina y me quedé sentado en el auto mientras Terry iba a sacar el pasaje. Las hélices del DC3 estaban ya girando lentamente, lo suficiente como para mantener calientes los motores. El piloto, un tipo alto y robusto, de uniforme de color gris, conversaba con un grupo de cuatro personas. Una de ellas medía aproximadamente un metro noventa centímetros y llevaba una funda de revólver. Al lado suyo había una muchacha en pantalones, un hombre más bajo, de mediana edad, y una mujer de pelo gris y tan alta que a su lado el hombre parecía aún más bajo. También se encontraban tres o cuatro hombres por aquí y por allá; por su aspecto eran evidentemente mexicanos. Este parecía ser todo el pasaje. Habían colocado ya la escalerilla en la puerta, pero nadie parecía ansioso por subir. Entonces un camarero mexicano salió del avión, bajó los escalones y se detuvo, esperando. No parecía haber ningún equipo de altavoces. Los mexicanos subieron al avión, pero el piloto seguía la charla con los norteamericanos.
Había un Packard grande estacionado junto a mí. Salí del coche y eché una mirada alrededor. Quizás algún día aprenda a no meterme en asuntos ajenos. Al sacar la cabeza para salir, vi que la mujer alta miraba hacia mí.
Terry se acercó por el polvoriento camino de grava.
– Todo está arreglado -dijo-. Aquí nos despedimos.
Me tendió la mano. Se la estreché. Parecía encontrarse bien en aquel momento; sólo estaba cansado, cansado como el mismo diablo.
Saqué del Olds la maleta de cuero de cerdo y la deposité en el suelo. Terry la contempló con enojo.
– Le dije que no la quería -protestó con tono irritado.
– Adentro hay una hermosa botella, Terry, y algunos pijamas y otras cositas. Todas intrascendentes y anónimas. Si no la quiere, déjela en depósito o tírela.
– Tengo mis razones -insistió, poniéndose rígido.
– Yo también.
De pronto sonrió. Agarró la maleta y con la otra mano me apretó el brazo.
– Muy bien, amigazo; usted manda. Y recuerde, si las cosas se ponen feas, usted tiene carta blanca. No me debe nada. Tomamos juntos algunas copas y llegamos a ser amigos, y yo hablé demasiado de mi persona. En su tarro de café le dejé cinco cheques al portador. No se enoje conmigo.
– Hubiera preferido que no lo hiciera.
– Nunca podré gastar ni la mitad de lo que tengo.
– Buena suerte, Terry.
Los dos norteamericanos estaban subiendo al avión. Un muchacho fornido, de cara ancha y morena, salió del edificio de la oficina, hizo un gesto con la mano y señaló al avión.
– Suba a bordo -dije-. Sé que usted no la mató. Por eso estoy aquí.
Trato de dominarse, pero su cuerpo se puso rígido y tenso. Se dio vuelta lentamente y me miró.
– Lo siento -expresó con calma-. Pero en eso está equivocado. Voy a ir caminando despacio hasta el avión. Tiene tiempo más que suficiente para detenerme.
Comenzó a andar. Yo lo observaba. El muchacho que estaba a la puerta de la oficina seguía esperando, pero no parecía demasiado impaciente. Los mexicanos rara vez lo son. Se agachó, palmeó la maleta de cuero de cerdo y sonrió a Terry. Después se hizo a un lado y Terry atravesó la puerta. Al cabo de un instante Terry apareció por el otro lado de la puerta, donde se encuentran esperando los empleados de aduana cuando uno llega de viaje. Terry seguía caminando lentamente hacia la escalerilla. Allí se detuvo y me miró. No hizo señal ni ademán alguno. Yo tampoco. Después subió al avión y la escalerilla fue retirada.
Entré en el Olds, lo puse en marcha, di la vuelta y recorrí la mitad de la playa de estacionamiento. La mujer alta y el hombre de corta estatura estaban todavía en el campo. La mujer hacía señas con un pañuelo. El avión comenzó a deslizarse hasta el extremo del campo, levantando una polvareda enorme. Al llegar al final dio la vuelta y los motores comenzaron a bramar con ruido ensordecedor. Empezó a moverse hacia adelante, tomando velocidad lentamente.
En su marcha levantó nubes de polvo, y por fin despegó. Lo observé elevarse lentamente en el cielo borrascoso, hasta que se perdió de vista en dirección al sudeste.