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– Así es. El dejó a su esposa algunos millones para sus gastos y el resto lo puso en fideicomiso La propiedad debía ser mantenida como estaba en el momento de su muerte. No se podía cambiar nada, todas las noches se tenía que poner la mesa a todo lujo, y sólo se permitía la entrada a los sirvientes y abogados. Por supuesto, el testamento no se cumplió Con el tiempo la propiedad fue loteada, y cuando me casé con el doctor Loring mi padre me la regaló. Debió de haberle costado una fortuna hacerla habitable de nuevo Yo la detesto. Siempre la he detestado.

– Usted no tiene por qué quedarse aquí, ¿no?

Se encogió de hombros con gesto de cansancio. -Al menos parte del tiempo. Alguna de sus hijas tenía que mostrarle algún indicio de estabilidad. Al doctor Loring le gusta mucho esta casa.

– Por supuesto. Cualquier tipo capaz de hacer la escena que él armó hace unos días en casa de los Wade, tiene que usar polainas cortas con su pijama.

Ella arqueó las cejas. -Bueno, gracias por tomarse tanto interés, señor Marlowe. Pero creo que ya se dijo bastante a ese respecto. ¿Entramos? A mi padre no le gusta que lo hagan esperar.

Subimos las escaleras de piedra. Una de las hojas de la gran puerta doble de la entrada se abrió silenciosamente y un tipo altanero y de mirada despreciativa se hizo a un lado para dejarnos pasar. El hall era más grande que todo el departamento en el que yo vivía. El suelo era de mosaicos y al fondo me pareció divisar grandes ventanas con vitrales. Si se hubiera filtrado alguna luz por esos ventanales me habría sido posible ver algunos otros detalles de la habitación. Franqueamos unas puertas dobles talladas y entramos en una habitación poco iluminada, que no debía de tener menos de veintitrés metros de largo. Un hombre estaba sentado allí, silencioso, esperando. Nos miró fijamente, con ojos fríos y escrutadores.

– ¿Llego muy tarde, padre? -preguntó la señora Loring, apresuradamente-. Este es el señor Philip Marlowe. El señor Harlan Potter.

El hombre me miró e inclinó imperceptiblemente la cabeza.

– Toca el timbre para que traigan el té -dijo-. Siéntese, señor Marlowe.

Me senté y lo miré. El me estudiaba como un entomólogo que observa a un escarabajo. Nadie dijo nada. Reinó completo silencio hasta que trajeron el té en una gran bandeja de plata que fue colocada sobre una mesa china. Linda se sentó al lado de la mesa y sirvió el té.

– Dos tazas -dijo Harlan Potter-, puedes tomar el té en la otra pieza, Linda.

– Sí, padre. ¿Cómo prefiere usted el té, señor Marlowe?

– En cualquier forma -dije. Mi voz pareció resonar a la distancia, solitaria y pequeña.

Ella sirvió una taza al viejo y luego me dio una a mí. Después, silenciosamente, se puso de pie y salió del cuarto. Tomé un sorbo de té y saqué un cigarrillo.

– No fume, por favor. Tengo asma.

Volví a guardar el cigarrillo en el paquete.

Yo lo contemplé en silencio. No sé cómo debe sentirse una persona cuya fortuna asciende a cien millones de dólares o algo así, pero el hombre que tenía enfrente no parecía estar nada contento. Era un tipo enorme, de un metro noventa y cinco de altura y el resto de su figura guardaba proporción con la estatura. Usaba traje de tweed gris, sin hombreras. Con aquellos hombros no las necesitaba. Tenía camisa blanca, corbata oscura y no se le veía pañuelo. Por el bolsillo de arriba de la chaqueta asomaba el estuche de los anteojos, de color negro, como los zapatos. Tenía el cabello negro, peinado con raya al costado, estilo Mac Arthur. Tuve la intuición de que debajo no había nada, nada más que el cráneo pelado. Tenía las cejas espesas y negras. Su voz parecía venir de muy lejos y bebía el té como si le resultara odioso hacerlo.

– Ahorraremos tiempo, señor Marlowe, si le explico mi punto de vista. Creo que usted se está interfiriendo en mis asuntos. Si lo que pienso es correcto, le propongo que termine con esa interferencia.

– No conozco lo suficiente sus asuntos como para interferir en ellos, señor Potter.

– No estoy de acuerdo.

Tomó un poco más de té y dejó la taza a un lado. Se reclinó sobre el respaldo del enorme sillón y me perforó, literalmente hablando, con la mirada fría de sus ojos grises.

– Naturalmente, sé quién es usted y cómo se gana la vida, si es que lo consigue, y cómo se relacionó con Terry Lennox. Me informaron que usted ayudó a Terry a salir del país, que tiene dudas sobre su culpabilidad y que desde entonces se ha puesto en contacto con un conocido de mi difunta hija. Lo que no me han explicado es con qué propósito. Explíquemelo usted.

– Si ese hombre tiene un nombre, dígalo.

Se sonrió levemente.

– Wade. Roger Wade. Creo que es escritor, un escritor, según me han dicho, que escribe libros un tanto lascivos que no tengo ningún interés en leer. Además entiendo que ese hombre es un alcohólico peligroso. Eso puede darle a usted una idea extraña.

– Sería mejor que usted deje tranquilas mis ideas, señor Potter. No son importantes, naturalmente, pero son todo lo que tengo. Primero, no creo que Terry haya matado a su mujer, por la forma en que fue cometido el asesinato y porque creo que él no era tipo capaz de hacer eso. Segundo, yo no me puse en contacto con Wade. Me pidieron que fuera a vivir a su casa y que hiciera lo posible por mantenerlo sobrio hasta que concluyera un libro que está escribiendo. Tercero, si es un alcohólico peligroso, yo no he visto indicio alguno de ello. Cuarto, mi primer contacto tuvo lugar a pedido de un editor de Nueva York y en aquel momento no tenía la menor idea de que Roger Wade conocía a su hija. Quinto, rechazé el ofrecimiento de empleo que se me hizo y entonces la señora Wade me pidió que localizara a su marido que se había ido de la casa para seguir una cura en alguna parte. Lo encontré y lo llevé a su casa.

– Muy metódico -dijo Potter secamente.

– No he concluido de ser metódico, señor Potter. Sexto…, creo que es el número que corresponde…, usted o alguien que seguía sus instrucciones envió a un abogado llamado Sewell Endicott para que me sacara de la cárcel. No me dijo quién lo mandaba, pero no había nadie más que usted que pudiera haberlo hecho. Séptimo, cuando salí de la cárcel, un rufián llamado Mendy Menéndez se hizo el guapo conmigo, me advirtió que no metiera la nariz donde no me importaba y me contó toda una historia emocionante sobre cómo Terry le había salvado la vida y la de otro jugador de Las Vegas llamado Randy Starr. Por mi parte, creo que la historia puede ser verdadera. Menéndez pretendía estar enojado porque Terry no le pidió a él ayuda para llegar a México y en cambio se la pidió a un infeliz como yo. Según Menéndez, él lo habría podido ayudar con sólo levantar un dedo, y lo habría hecho mucho mejor.

– Espero -dijo Harlan Potter con sonrisa helada -que usted no tenga la impresión de que cuento al señor Menéndez y al señor Starr entre mis amistades.

– No podría saberlo, señor Potter. No puedo comprender en qué forma y por qué medios un hombre puede amasar una fortuna como la suya. La siguiente persona que me amenazó fue su hija, la señora Loring. Nos encontramos accidentalmente en un bar y comenzamos a hablar porque los dos estábamos bebiendo gimlets. Era la bebida favorita de Terry, pero aquí es muy poco conocida. No sabía quién era hasta que ella me lo dijo. Le conté algo de lo que pensaba sobre el caso de Terry y ella me dio a entender que mi carrera sería breve y desgraciada si lo hacía enojar a usted. ¿Está enojado, señor Potter?

– Cuando lo esté -replicó fríamente -no tendrá necesidad de preguntármelo. No le quedará ninguna duda al respecto.

– Es lo que pensé. Esperaba que apareciera un regimiento de inspectores o algo por el estilo, pero hasta ahora no han asomado las narices. Tampoco he sido molestado por la policía. Pudieron haberlo hecho. Pudieron haberme hecho pasar un mal rato. Creo que todo lo que usted quería era tranquilidad y silencio, señor Potter. ¿Qué es lo que he hecho para que se sienta inquieto, si es que puedo saberlo?

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