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Me recosté contra la pared y saqué un cigarrillo, nada más que para tener algo que hacer con los dedos. Lo apreté hasta romperlo en dos y arrojé al suelo una de las mitades. Eileen siguió con los ojos lo que yo hacía. Me agaché y recogí el trozo de cigarrillo y apreté los dos pedazos juntos hasta formar una bolita.

La señora Wade preparó el té.

– Siempre lo tomo con crema y azúcar -me explicó-. Es raro, porque el café lo tomo puro. Aprendí a tomar té en Inglaterra. Usaban sacarina en lugar de azúcar. Cuando vino la guerra no tenían leche, por supuesto.

– ¿Usted vivió en Inglaterra?

– Trabajaba allí. Permanecí durante toda la blitzkrieg. En aquella época conocí a un hombre…, pero ya le hablé de eso.

– ¿Dónde conoció a Roger?

– En Nueva York.

– ¿Se casaron allí?

Ella se dio vuelta, con el ceño fruncido.

– No; no nos casamos en Nueva York. ¿Por qué?

– Se lo pregunté por decir algo, mientras espero que el té se oscurezca un poco.

Ella miró hacia afuera, por la ventana situada arriba de la pileta. Desde allí se divisaba todo el lago. Se apoyó contra el borde de la pileta y los dedos jugaron con una servilleta de té.

– Es necesario terminar con este asunto y no sé cómo hacerlo. Quizá Roger tendría que ser internado en algún sanatorio o establecimiento, pero no sé si me decidiré a ello. Me imagino que tendría que firmar algo, ¿no es cierto? -Mientras hacía la pregunta se dio vuelta.

– Podría hacerlo él mismo -dije-, más bien dicho podía haberlo hecho hasta este momento.

El reloj tocó el timbre señalando que el té estaba listo. Eileen se dio vuelta y volcó el té de uno a otro recipiente. Después colocó la tetera sobre la bandeja en la que había dos tazas. Me acerqué, levanté la bandeja y la llevé hasta la mesa situada entre los dos sofás, en el living-room. Eileen se sentó frente a mí y sirvió las dos tazas. Agarré la mía y la puse sobre la mesa esperando que se enfriara. Observé a Eileen mientras se servía el azúcar y la leche. Después lo probó.

– ¿Qué quiso decir con esa última observación? -preguntó de pronto-. ¿Qué hubiera podido hacer él mismo hasta ese momento?… Se refirió a que habría podido entrar en algún establecimiento de ésos, ¿no es así?

– Creo que es una observación que se me escapó. ¿Usted escondió el revólver de que le hablé? ¿Se acuerda aquella mañana, después de la escena que representó Roger la noche anterior?

– ¿Si lo escondí? -repitió frunciendo el entrecejo-. No, nunca haría una cosa semejante. No creo en eso. ¿Por qué me lo pregunta?

– ¿Y usted se olvidó hoy las llaves de la casa?

– Ya se lo dije.

– Pero no la llave del garaje. Generalmente en este tipo de casas las llaves de afuera son llaves maestras.

– Yo no necesito llave para el garaje -contestó ella en tono cortante-. Se abre mediante un conmutador. Hay uno al lado de la puerta principal que se levanta cuando uno sale y otro al lado del garaje que hace funcionar la puerta del mismo. A menudo dejamos abierta la puerta del garaje. O Candy sale y la cierra.

– Comprendo.

– Usted está haciendo observaciones y preguntas un tanto extrañas -dijo ella con voz acre-. Lo mismo ocurrió la otra mañana.

– Es que en esta casa he pasado por experiencias bastante extrañas. Revólveres que son disparados durante la noche, borrachos tirados en el césped, médicos que llegan y no quieren mover un dedo, mujeres encantadoras que me echan los brazos al cuello y me hablan como si pensaran que soy otra persona, criados mexicanos que arrojan cuchillos. Es una lástima lo del revólver. Pero usted en realidad no amaba a su marido, ¿no es cierto? Creo que esto también lo dije antes.

Eileen se puso de pie, lentamente. Estaba tranquila, pero sus ojos violetas parecían haber cambiado un tanto de color, o quizá no tuviera la expresión de dulzura habitual en ellos. Un leve temblor estremeció sus labios.

– ¿Ha… ha ocurrido algo allí adentro? -preguntó muy lentamente y miró en dirección al estudio.

Apenas tuve tiempo de hacer una leve inclinación de cabeza cuando ya había echado a correr. En un instante llegó hasta la puerta, la abrió de un tirón y entró como una flecha. Si yo esperaba un alarido terrible, me quedé con las ganas. No oí nada. Me sentí un miserable. Debí haber impedido que entrara y debí haber comenzado con la rutina de las malas noticias: prepárese ¿no quiere sentarse?, me temo que haya ocurrido algo serio y bla, bla, bla. Y cuando usted ha largado todo ese discurso, resulta que no sirve para nada. A menudo lo único que hace es empeorar las cosas.

Me levanté y la seguí hasta el estudio. La encontré arrodillada al lado del sofá; estaba manchada de sangre y tenía la cabeza de Wade apretada contra su pecho. No había emitido sonido alguno y tenía los ojos cerrados. Se balanceaba sobre las rodillas hacia adelante y hacia atrás, sin soltar a Roger.

Salí del estudio y busqué el teléfono y la guía. Llamé a la sección de policía que me pareció más cercana, aunque ese detalle no tenía importancia, ya que de todos modos la noticia sería retransmitida por radio. Después me dirigí a la cocina, abrí el agua, saqué las hojas de papel amarillo que tenía en el bolsillo y las arrojé en el triturador eléctrico de desperdicios. Luego tiré también las hojas de té de la otra tetera. En cuestión de segundos todo aquello había desaparecido. Cerré el agua y apagué el motor. Regresé al living-room, abrí la puerta principal y me paré fuera.

Es probable que un agente de policía hubiera estado paseando cerca de allí, porque apareció a los pocos minutos. Cuando entramos en el estudio, Eileen seguía arrodillada al lado del sofá. El agente se le acercó de inmediato.

– Lo siento señora. Comprendo su estado de ánimo pero no tiene que tocar nada.

Ella volvió la cabeza y con gran esfuerzo se puso de pie.

– Es mi marido. Le pegaron un tiro.

El agente se sacó la gorra y la colocó encima del escritorio. Después agarró el teléfono.

– Se llama Roger Wade -continuó Eileen en voz alta y entrecortada-. Es el famoso novelista.

– Ya sé quién es, señora -dijo el agente e hizo girar el disco.

Eileen se miró la blusa manchada de sangre y preguntó:

– ¿Puedo ir arriba a cambiarme?

– ¡Cómo no! -El agente le hizo una inclinación de cabeza, habló por teléfono brevemente, cortó y se dio vuelta-. Usted dice que le pegaron un tiro. ¿Quiere dar a entender que alguna persona lo mató?

– Creo que este hombre lo asesinó -dijo ella sin mirarme y salió con paso rápido de la habitación.

El agente me miró y sacó una libreta de notas del bolsillo. Escribió algo y después dijo:

– Será mejor que anote su nombre y dirección. ¿Usted fue el que avisó?

– Sí.

Le di mi nombre y dirección.

– Será mejor que se quede quieto hasta que llegue el teniente Ohls.

– ¿Bernie Ohls?

– Sí. ¿Lo conoce?

– Claro. Hace mucho que lo conozco. Trabajaba en la oficina del Fiscal del Distrito.

– Ultimamente no. Es ayudante en jefe de la sección Homicidios de la Administración del Condado. ¿Usted es amigo de la familia, señor Marlowe?

– La señora Wade no lo dio a entender así.

El agente se encogió de hombros y sonrió a medias.

– Quédese tranquilo por ahora, señor Marlowe. ¿No lleva revólver?

– Hoy no.

– Será mejor que me cerciore. -Así lo hizo. Después miró hacia el sofá-. En momentos como éste no se puede esperar que la esposa mantenga la cabeza serena. Será mejor que vayamos afuera.

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