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Spencer entró. Candy me dirigió una breve mirada y me cerró la puerta en las narices con mucha limpieza. Esperé un rato y no pasó nada. Apreté el timbre y oí el campanilleo. Se abrió la puerta y Candy salió gritando.

– ¡Salga de aquí! En seguida. ¿O quiere que le clave el cuchillo en el estómago?

– He venido a ver a la señora Wade.

– Ella no quiere saber nada de usted.

– ¡Fuera de mi camino, palurdo! Tengo que hacer aquí.

– ¡Candy! -Era la voz de la señora Wade y su tono era violento.

Candy me dirigió una mirada furiosa y se metió en la casa. Yo entré y cerré la puerta. Vi a la señora Wade de pie al lado de uno de los sofás y a Spencer a su lado. Estaba fantástica. Llevaba pantalones blancos, con la cintura muy alta, blusa tipo camisa sport, blanca, con media manga, y por el bolsillo colocado sobre su seno izquierdo asomaba un pañuelo color lila.

– Ultimamente Candy tiene impulsos de dictador -dijo la señora Wade dirigiéndose a Spencer-. Me alegro de verlo, Howard. Ha sido muy amable al hacer un viaje tan largo para venir a verme. No pensé que vendría con otra persona.

– Marlowe me trajo hasta aquí -explicó Spencer-. Además me dijo que quería verla.

– No puedo imaginarme para qué -contestó ella fríamente. Al fin se dio por enterada de mi presencia y se dignó dirigirme una mirada que no era precisamente como para darme a entender que el no haberme visto durante una semana había producido un vacío en su vida.

– ¿Bueno? -preguntó.

– Va a llevarme un poco de tiempo -respondí.

Ella se sentó lentamente. Yo me senté en el otro sofá. Spencer tenía el ceño fruncido. Se sacó los lentes y los limpió, lo que le dio la oportunidad de fruncir el ceño con mayor naturalidad. Se sentó en el mismo sofá que yo, pero en el otro extremo.

– Estaba segura de que vendría a tiempo para almorzar conmigo -le dijo la señora Wade, sonriendo.

– Hoy no puedo, gracias.

– ¿No? Bueno, lo dejaremos para otra vez, si está muy ocupado. Entonces, ¿únicamente quiere ver los escritos de Roger?

– Si es que puedo hacerlo.

– Por supuesto. ¡Candy! ¡Oh!, se ha ido. Se los traeré yo; están sobre el escritorio de Roger.

Spencer se puso de pie.

– ¿Puedo ir a buscarlos? -Sin esperar respuesta se encaminó hacia el estudio. Cuando estaba a unos dos metros detrás de Eileen se detuvo y me dirigió una mirada muy significativa. Después prosiguió su camino. Permanecí sentado, en actitud de espera, hasta que la señora Wade volvió la cabeza y me dirigió una mirada fría e impersonal.

– ¿Para qué quería verme? -me preguntó secamente.

– Por varias cosas. Veo que usa de nuevo aquel pendiente.

– Lo uso a menudo. Me lo regaló un amigo muy querido, hace ya mucho tiempo.

– Sí. Me lo contó. Es una especie de insignia militar inglesa, ¿no?

Ella sostuvo el pendiente con la mano, por el extremo de la cadena.

– Es la reproducción de una insignia hecha por un joyero. Es de oro y esmalte, y más pequeña que el original.

Spencer regresó al living-room, volvió a sentarse y colocó una gruesa pila de hojas de papel amarillo sobre la mesita que tenía delante. Les echó una ojeada indiferente y después fijó la vista en Eileen.

¿Puedo mirarlo más de cerca? -pregunté.

La señora Wade hizo girar la cadena alrededor del cuello hasta encontrar el broche y lo abrió. Me entregó el pendiente, o mejor dicho, lo dejó caer en mi mano. Apoyó las manos sobre la falda y me miró con curiosidad.

– ¿Por qué está tan interesado? Es la insignia de un regimiento llamado Los Rifleros, un regimiento territorial. El hombre que me lo regaló desapareció poco después. En Andalsnes, Noruega, en la primavera de aquel año terrible… 1940. -Sonrió e hizo un breve gesto con la mano-. Estaba enamorado de mí.

– Eileen estuvo en Londres durante toda la blitzkrieg -dijo Spencer con voz inexpresiva-. No alcanzó a irse a tiempo.

Los dos ignoramos a Spencer.

– Y usted estaba enamorada de él -agregué.

Eileen bajó la vista y al cabo de un instante levantó la cabeza y nuestras miradas se entrecruzaron.

– Fue hace mucho tiempo y estábamos en guerra. A veces ocurren cosas extrañas.

– Fue algo más que eso, señora Wade. Me parece que se ha olvidado de todo lo que me dijo con respecto a aquel hombre. “Ese amor intenso, misterioso y apasionado que sólo se siente una sola vez.” Estoy citando sus propias palabras. En cierto sentido usted todavía sigue enamorada de él. Es una casualidad que yo tenga sus mismas iniciales. Supongo que eso tuvo algo que ver con el hecho de que me eligiera a mí y no a cualquier otro detective.

– Su nombre no tenía parecido alguno con el suyo -contestó fríamente-. Y él está muerto, muerto, muerto.

Le pasé a Spencer el pendiente de oro y esmalte. Lo tomó de mala gana y murmuró:

– Ya lo he visto antes.

– Fíjese en el dibujo, a ver si mis ojos no me engañan -le dije-. Consiste en una daga o puñal ancho, en esmalte blanco con borde dorado. El puñal apunta hacia abajo y la hoja cruza frente a un par de alas enroscadas hacia arriba, en esmalte azul, y después pasa detrás de una hoja de pergamino. Sobre el pergamino están escritas las siguientes palabras. EL QUE OSA, VENCE.

– Parece correcto, pero ¿qué importancia puede tener?

– La señora Wade dijo que era una insignia de los Rifleros, un regimiento territorial. Dijo que se lo regaló un hombre que estuvo en aquel regimiento y que desapareció durante la campaña de Noruega, en la primavera de 1940, en Andalsnes.

Los dos me escuchaban con atención. Spencer no me sacaba los ojos de encima. Sabía que no estaba hablando porque sí y Eileen también lo sabía. Tenía las cejas contraídas en una arruga profunda que impartía al rostro una expresión de perplejidad que podía muy bien ser auténtica, pero que con toda seguridad era inamistosa.

– Esta es una insignia que se lleva en el brazo. Fue creada cuando Los Rifleros fueron reorganizados o asignados o incorporados o sea lo que fuere el nombre que corresponde, a un Equipo Especial de Servicio Aéreo. Originariamente había sido un Regimiento Territorial de Infantería. Esta insignia ni siquiera existió hasta 1947. En consecuencia, nadie pudo dársela a la señora Wade en 1940. Además no hubo ningún regimiento de Rifleros que desembarcara en Andalsnes, Noruega, en 1940. Los Foresters Sherwood y los Leicestershires sí lo hicieron; ambos eran Territoriales. Pero Los Rifleros, no.

Spencer puso el pendiente sobre la mesa y lo empujó lentamente hasta que quedó delante de Eileen. No pronunció una sola palabra.

– ¿Usted cree que si eso fuera cierto yo no lo sabría? -preguntó Eileen en tono despreciativo.

– ¿Usted cree que el Ministerio de Guerra Británico no lo sabría? -repliqué de inmediato.

– Es evidente que debe haber algún error -dijo Spencer suavemente.

Me di vuelta y le dirigí una mirada dura.

– Esa es una forma de explicarlo.

– Otra forma de explicarlo es que yo sea una mentirosa -dijo Eileen Wade con voz fría como el hielo-. Nunca conocí a nadie llamado Paul Marston, nunca lo quise, ni él a mí. El no me dio la reproducción de la insignia de su regimiento, ni desapareció en acción, ni existió nunca. Yo misma compré esta insignia en un negocio de Nueva York donde se especializan en artículos ingleses importados, artículos de cuero, zapatos hechos a mano, corbatas de colegios y regimientos, chaquetas para jugar al cricket, chucherías con escudos de armas y otras cosas por el estilo. ¿Esta explicación le satisface, señor Marlowe?

– La última parte, sí, pero no la primera. Sin duda alguien le dijo que era una insignia de los Rifleros y se olvidó especificar de qué clase se trataba o no lo sabría. Pero usted conoció a Paul Marston y él prestó servicios en aquel regimiento y desapareció en acción en Noruega. Pero eso no sucedió en 1940, señora Wade, sino en 1942, y en aquel entonces él estaba en los comandos y no fue en Andalsnes sino en una pequeña isla costera en donde los comandos realizaron una acción relámpago.

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