– No veo la necesidad de decirlo en forma tan hostil -dijo Spencer en tono decidido. Comenzó a jugar con las hojas amarillas que tenía delante. Yo no sabía si trataba de calmarse o simplemente se sentía resentido. Agarró un alto de hojas amarillas y las sopesó en la mano.
– ¿Piensa comprar el material por el peso? -le pregunté.
Pareció sorprendido y después sonrió, con sonrisa de compromiso.
– Eileen pasó una época muy dura en Londres dijo Spencer-. Uno puede confundir las cosas en la memoria.
Saqué del bolsillo un papel doblado.
– Claro, como por ejemplo con quién se ha casado uno. Esta es una copia certificada de un acta matrimonial. El original proviene de la Oficina de Registro Civil de Caxton. La fecha del casamiento es agosto de 1942. Los cónyuges son Paul Edward Marston y Eileen Victoria Sampsell. En cierto sentido la señora Wade tiene razón. Paul Edward Marston no existía. Era un nombre falso porque en el ejército hay que tener autorización para contraer matrimonio. El hombre inventó una identidad. En el ejército tenía otro nombre. Tengo en mi poder su historia militar completa. A mí me asombra que la gente nunca parezca comprender que todo lo que uno tiene que hacer es preguntar.
Spencer quedó inmóvil, con la mirada fija, pero no en mí, sino en Eileen. Ella lo miró a su vez y en su rostro se dibujó una de esas sonrisas lánguidas, con una mezcla de arrepentimiento y seducción, en las que son tan especialistas las mujeres.
– Pero él había muerto, Howard. Mucho antes de que yo conociera a Roger. ¿Qué importancia podía tener? Roger estaba enterado de todo. Nunca dejé de usar mi apellido de soltera. Tuve que hacerlo dadas las circunstancias. Estaba en mi pasaporte. Entonces, cuando él murió en acción… -hizo una pausa, suspiró lentamente y dejó que la mano cayera con suavidad sobre la rodilla-. Todo terminó, todo estaba arruinado, perdido para siempre.
– ¿Está segura de que Roger lo sabía? -preguntó Spencer suavemente.
– Sabía algo -interrumpí yo-. El nombre Paul Marston tenía para él algún significado. Se lo pregunté una vez y sus ojos adquirieron una expresión extraña, pero no me explicó el motivo.
Eileen no hizo caso de mis palabras y se dirigió a Spencer.
– ¡Claro! ¡Por supuesto que Roger estaba enterado de todo! -Sonrió a Spencer pacientemente, como si éste fuera algo lento en comprender. ¡Los trucos que usan las mujeres!
– Entonces, ¿por qué mintió con respecto a las fechas? -preguntó Spencer con sequedad-. ¿Por qué dice que el hombre desapareció en 1940 cuando eso ocurrió en 1942? ¿Por qué usa una insignia que él no pudo haberle dado y se empecina en contar que se la regaló?
– Tal vez estuve perdida en un sueño -contestó ella con voz suave -o en una pesadilla, para ser más exacta. Muchos de mis amigos murieron en los bombardeos. Cuando uno daba las buenas noches a alguien, en aquellos días era más que eso, una despedida final. Y cuando se decía adiós a un soldado… era mucho peor. Siempre mueren los buenos y los honrados.
El no dijo nada. Yo no dije nada. Ella bajó la vista y miró el pendiente abandonado sobre la mesa. Lo tomó, lo unió a la cadena de alrededor del cuello y lo echó hacia atrás con toda calma.
– Sé que no tengo ningún derecho a interrogarla, Eileen -dijo Spencer-. Dejemos esto y olvidémonos. Marlowe hizo toda una alharaca con la insignia y el certificado de matrimonio y lo demás. Durante un instante creo que hasta me hizo dudar.
– El señor Marlowe transforma cualquier bagatela en una cosa importante -dijo ella con calma-. Pero cuando se trata verdaderamente de una cosa importante, como salvar la vida de un hombre, se va afuera a observar una lancha insignificante que anda dando vueltas por el lago.
– Y usted nunca volvió a ver a Paul Marston -continué.
– ¿Cómo podría haberlo visto si había muerto?
– Usted no sabía que había muerto. La Cruz Roja no informó sobre su muerte. Pudo haber caído prisionero.
Ella se estremeció de pronto.
– En octubre de 1942, Hitler dictó la orden de que todos los prisioneros de los comandos fueran entregados a la Gestapo. Creo que todos sabemos lo que esto significaba. Torturas espantosas y la muerte anónima en algún calabozo de la Gestapo. -Se estremeció de nuevo. Después me miró con ojos centelleantes: -Usted es un hombre horrible. Quiere hacerme vivir de nuevo todo aquello, castigarme por una mentira trivial. Supóngase que alguien que usted amara hubiera sido agarrado por esa gente y usted supiera lo que debía haberle sucedido a él o a ella. ¿Es tan extraño que yo haya tratado de reconstruir otra clase de memoria… aunque fuera falsa?
– Necesito beber algo -dijo Spencer-. Necesito beber algo en seguida.
Eileen golpeó las manos y Candy apareció sin que se supiera de dónde venía, como era su costumbre. Se inclinó ante Spencer y preguntó:
– ¿Qué desea tomar, señor Spencer?
– Whisky puro y en cantidad respetable.
Candy se encaminó a un extremo del living y abrió el bar empotrado en la pared. Sacó la botella y echó en un vaso una buena porción de whisky. Se acercó a Spencer y colocó el vaso sobre la mesa.
– Candy -dijo la señora Wade-, puede ser que el señor Marlowe también quiera beber algo.
El se detuvo y la miró; su cara morena aparecía terca y decidida.
– No, gracias, no quiero nada.
Candy emitió una especie de gruñido y salió de la habitación. Hubo otro silencio prolongado. Spencer bebió la mitad del whisky de un trago y encendió un cigarrillo. Se dirigió a mí pero sin mirarme.
– Estoy seguro de que la señora Wade o Candy me llevarán de regreso a Beverly Hills o quizá pueda conseguir un taxi. Supongo que usted ha terminado.
Volví a doblar la copia certificada de la licencia matrimonial y la guardé en el bolsillo.
– ¿Está seguro de que quiere que las cosas queden en esta forma? -le pregunté.
– Es así como lo quieren todos.
– Bien -me puse de pie-. Creo que fui un tonto al encarar el asunto de esta manera. Pero siendo como es usted un gran editor y publicista y teniendo el cerebro adecuado para desempeñarse como tal, si es que es necesario tenerlo, pudo haber supuesto que no vine aquí tan sólo para hacerme el interesante. No reviví una vieja historia o gasté mi propio dinero para averiguar hechos concretos con el solo objeto de venir a exponerlos ante terceros. No investigué a Paul Marston porque la Gestapo lo asesinó, porque la señora Wade usaba una insignia equivocada, porque se equivocó en las fechas o porque se casó con él en uno de aquellos casamientos relámpagos de la época de guerra. Cuando comencé a investigarlo no conocía ninguno de aquellos datos. Lo único que sabía era su nombre. ¿Cómo cree usted que lo supe?
– Sin duda alguien se lo dijo -replicó Spencer, secamente.
– Justo, señor Spencer. Me lo dijo alguien que lo conoció en Nueva York después de la guerra y más tarde volvió a verlo en el restaurante Chasen con su mujer.
– Marston es un nombre muy común -dijo Spencer y siguió bebiendo. Ladeó la cabeza y bajó el párpado derecho una fracción de centímetro. Entonces me senté de nuevo-. Hasta sería difícil que hubiera un solo Paul Marston. Por ejemplo, en la guía telefónica de la región del Gran Nueva York, hay diecinueve Howard Spencer, sin inicial en el medio.
– Sí. ¿Cuántos Paul Marston diría usted que existen a quienes una granada haya desfigurado un lado de la cara y que muestren en el rostro las cicatrices y señales dejadas por la cirugía plástica?
Spencer quedó con la boca abierta y emitió una especie de suspiro profundo. Sacó el pañuelo y se secó las sienes.
– ¿Cuántos Paul Marston diría usted que existen que en aquella misma ocasión hayan salvado las vidas de un par de jugadores y rufianes llamados Mendy Menéndez y Randy Starr? Ellos andan todavía por aquí y tienen buena memoria. Pueden hablar cuando les convenga. ¿Por qué no rendirnos a la evidencia? Paul Marston y Terry Lennox eran una misma persona. Puede ser probado sin ninguna sombra de duda.