– En realidad, no. He exhumado el cadáver de Geri. Tardé un tiempo en conseguir autorización. Se está haciendo una autopsia completa, para ver si encuentran alguna prueba física, pero es una posibilidad remota. Ésta… -cogió la foto del spam-… ésta es la primera auténtica pista que consigo.
A Grace no le gustó el tono de esperanza en su voz.
– Quizá sólo sea una foto -dijo ella.
– No es eso lo que usted cree.
Grace apoyó las manos en la mesa.
– ¿Piensa que mi marido tuvo algo que ver con la muerte de su hermana?
Duncan se frotó la barbilla.
– Buena pregunta -contestó.
Grace esperó.
– Es probable que tuviera algo que ver. Pero no creo que la matase él, si se refiere a eso. Les pasó algo hace mucho tiempo. No sé qué fue. Mi hermana murió en un incendio. Su marido huyó al extranjero, supongo. ¿Ha dicho que a Francia?
– Sí.
– Y Shane Alworth también. O sea, está todo relacionado. Tiene que estarlo.
– Mi cuñada sabe algo.
Scott Duncan asintió.
– ¿Ha dicho que es abogada?
– Sí. Trabaja en Burton y Crimstein.
– Mala cosa. Conozco a Hester Crimstein. Si no quiere hablar, no podré presionarla demasiado.
– ¿Qué podemos hacer, pues?
– Seguiremos sacudiendo la jaula.
– ¿Sacudiendo la jaula?
Él asintió.
– La única manera de progresar es sacudir jaulas.
– Así que habrá que empezar sacudiendo a Josh en Photomat -dijo Grace-. Fue él quien me dio la foto.
Duncan se puso en pie.
– Parece un buen plan. ¿Piensa ir ahora? -preguntó Scott Duncan.
– Sí.
– Me gustaría acompañarla.
– Pues vamos.
– Dichosos los ojos, capitán Perlmutter. ¿A qué debo el placer?
Indira Khariwalla era una mujer menuda y arrugada. Su piel oscura -era, como sugería su nombre, de la India, en concreto de Bombay- parecía más dura y más gruesa. Seguía siendo atractiva, pero ya no era la mujer tentadora y exótica que había sido en sus buenos tiempos.
– Han pasado muchos años -dijo él.
– Sí. -La sonrisa, en su día irresistible, ahora le requería un gran esfuerzo y casi le resquebrajaba la piel-. Pero preferiría no desenterrar el pasado.
– Yo también.
Cuando Perlmutter empezó a trabajar en Kasselton, tenía como compañero a un veterano llamado Steve Goedert, una bellísima persona, al que le faltaba un año para jubilarse. Enseguida entablaron una profunda amistad. Goedert tenía mujer, Susan, y tres hijos, ya adultos. Perlmutter no sabía cómo había conocido Goedert a Indira, pero tuvieron una aventura. Y Susan se enteró.
Omitiremos los detalles de un desagradable divorcio.
Cuando los abogados acabaron con él, Goedert se quedó a dos velas. Acabó trabajando como investigador privado pero con un sesgo especial: se especializó en la infidelidad. O al menos eso decía. Al modo de ver de Perlmutter, era un timo, una incitación manifiesta a la comisión de un delito. Utilizaba a Indira como cebo. Ella abordaba al marido, lo seducía y luego Goedert sacaba las fotos. Perlmutter le aconsejó que lo dejara. La fidelidad no era un juego. No era una broma poner a prueba a un hombre de esa manera.
Goedert debía de saber que eso estaba mal. Se dio a la bebida y ya no la dejó. También él tenía una pistola en su casa, y al final tampoco él la empleó para prevenir un allanamiento en su domicilio. Tras su muerte, Indira siguió por su cuenta. Se hizo cargo de la agencia, dejando el nombre de Goedert en la puerta.
– Ha pasado mucho tiempo -dijo ella en voz baja.
– ¿Lo querías?
– Eso no es asunto tuyo.
– Arruinaste su vida.
– ¿De verdad crees que puedo tener semejante poder sobre un hombre? -Cambió de posición en la silla-. ¿Qué puedo hacer por ti, capitán Perlmutter?
– Tienes un empleado que se llama Rocky Conwell.
Ella no contestó.
– Sé que trabaja extraoficialmente. Eso no me preocupa.
Seguía callada. Él puso en la mesa una Polaroid, una imagen descarnada del cadáver de Conwell.
Indira le lanzó una ojeada, dispuesta a restarle importancia, pero de pronto fijó la mirada.
– Dios mío.
Perlmutter esperó, pero Indira no dijo nada. Siguió mirando la foto por un momento y luego echó atrás la cabeza.
– Su mujer dice que trabajaba para ti.
Ella asintió.
– ¿Qué hacía?
– Turnos de noche.
– ¿Y qué hacía en los turnos de noche?
– En general, recuperaba artículos impagados. También entregaba alguna que otra citación.
– ¿Y qué más?
No dijo nada.
– Había unos cuantos objetos en su coche. Encontramos una cámara con teleobjetivo y unos prismáticos.
– ¿Y?
– ¿Estaba vigilando a alguien?
Ella lo miró. Tenía lágrimas en los ojos.
– ¿Crees que lo mataron mientras trabajaba?
– Es una suposición lógica, pero no lo sabré con certeza hasta que me digas qué estaba haciendo.
Indira apartó la mirada. Empezó a mecerse en la silla.
– ¿Estaba trabajando hace dos noches?
– Sí.
Más silencio.
– ¿Qué hacía, Indira?
– No puedo decirlo.
– ¿Por qué no?
– Tengo clientes. Y ellos tienen derechos. Ya te conoces la canción, Stu.
– No eres abogada.
– No, pero puedo trabajar para una.
– ¿Me estás diciendo que este caso era encargo de un abogado?
– No estoy diciendo nada.
– ¿Quieres echarle otro vistazo a la foto?
Ella casi sonrió.
– ¿Crees que eso me hará hablar? -dijo Indira, pero echó otro vistazo-. No veo sangre.
– No la hubo.
– ¿No le dispararon?
– No. No se usaron pistolas ni cuchillos.
Ella se mostró confusa.
– ¿Y cómo lo mataron?
– Todavía no lo sé. Están practicando la autopsia. Pero se me ocurre una posibilidad, ¿quieres oírla?
Aunque no quería, Indira asintió.
– Murió por asfixia.
– ¿Te refieres a que lo agarrotaron?
– Lo dudo. No había señales de ligadura en el cuello.
Ella frunció el entrecejo.
– Rocky era corpulento. Y fuerte como un toro. Tuvo que ser veneno, o algo así.
– No lo creo. Según el forense, presentaba considerables lesiones en la laringe.
Indira quedó desconcertada.
– En otras palabras, tenía la garganta aplastada como una cáscara de huevo.
– ¿Lo estrangularon con las manos, pues?
– No lo sabemos.
– Era demasiado fuerte para eso -insistió ella.
– ¿A quién seguía? -preguntó Perlmutter.
– Déjame hacer una llamada. Puedes esperar en el pasillo.
Perlmutter obedeció. No tuvo que esperar mucho.
Cuando Indira salió, tenía la voz entrecortada.
– No puedo hablar contigo -dijo-. Lo siento.
– ¿Órdenes del abogado?
– No puedo hablar contigo.
– Volveré. Pediré una orden judicial.
– Suerte -dijo ella, volviéndose, y Perlmutter pensó que tal vez se lo había deseado sinceramente.
27
Grace y Scott Duncan se encaminaron hacia Photomat. A Grace se le cayó el alma a los pies cuando llegaron y no vio la menor señal de El Pelusilla. Estaba el subdirector Bruce. Sacó pecho. Cuando Scott Duncan mostró su placa, se deshinchó de inmediato.
– Josh ha salido a comer -dijo.
– ¿Sabe adónde ha ido?
– Suele ir al Taco Bell. Está en la esquina.
Grace lo conocía. Salió primero, temiendo volver a perderle el rastro. Scott Duncan la siguió. En cuanto Grace entró en el Taco Bell, asaltándola el olor a grasa de cerdo, divisó a Josh.
Y no menos importante, Josh también la vio a ella. Abrió los ojos de par en par.
Scott Duncan se detuvo a su lado.
– ¿Es él?
Grace asintió.
El Pelusilla estaba solo. Tenía la cabeza gacha, y el pelo le colgaba ante la cara como una cortina. Su expresión -y Grace supuso que era la única que tenía- era hosca. Dio un mordisco al taco como si éste hubiera insultado a su grupo favorito de grunge. Llevaba los auriculares perfectamente encajados. El cable se había caído en la nata agria. Grace detestaba parecer una vieja, pero tener esa clase de música enchufada directamente al cerebro todo el día no podía ser bueno para una persona. A ella le gustaba la música. Cuando estaba sola, subía el volumen, cantaba, bailaba, lo que fuera.