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Así pues, estaba de pie. De vez en cuando se sentaba en el borde de la cama, pero temía molestar a Mike. Así que volvía a levantarse. Y tal vez fuese mejor así. Tal vez le sirviese en cierto modo de penitencia.

La puerta se abrió a sus espaldas. No se molestó en volverse. La voz de un hombre, una voz que nunca había oído, preguntó:

– ¿Cómo se encuentra, señora Swain?

– Bien.

– Ha tenido suerte.

Ella asintió.

– Me siento como si me hubiera tocado la lotería.

Charlaine alzó la mano y se tocó la frente vendada. Unos cuantos puntos y posiblemente una leve conmoción. A eso se habían reducido sus heridas en el accidente: arañazos, moretones, unos cuantos puntos.

– ¿Cómo está su marido?

No se molestó en contestar. La bala había alcanzado a Mike en el cuello. Si bien, según los médicos, «lo peor ya había pasado» -a saber qué querían decir con eso-, aún no había recobrado el conocimiento.

– El señor Sykes vivirá -informó el hombre detrás de ella-. Gracias a usted. Le debe la vida. Unas horas más en esa bañera…

El hombre -Charlaine supuso que era otro agente de policía- bajó la voz gradualmente. Ella se volvió por fin y lo miró. En efecto, era un policía. Aunque de uniforme. La insignia en el brazo indicaba que pertenecía al Departamento de Policía de Kasselton.

– Ya he hablado con los inspectores de Ho-Ho-Kus -dijo ella.

– Lo sé.

– No sé nada más, ¿agente…?

– Perlmutter -dijo-. Capitán Stuart Perlmutter.

Ella se volvió otra vez hacia la cama. Mike tenía el torso desnudo. El vientre le subía y bajaba como si se lo hinchasen con la bomba de aire de una gasolinera. Pesaba unos kilos de más y daba la impresión de que respirar, la simple acción de respirar, le representaba un esfuerzo excesivo. Tenía que haberse cuidado más. Ella debería haber insistido.

– ¿Quién está con sus hijos? -preguntó Perlmutter.

– El hermano de Mike y su mujer.

– ¿Quiere que le traiga algo?

– No.

Charlaine cambió la postura de la mano con que tenía cogida la de Mike.

– He leído su declaración.

Ella no dijo nada.

– ¿Le importaría si le hago un par de preguntas de seguimiento?

– No sé si lo entiendo -dijo Charlaine.

– ¿Perdón?

– Vivo en Ho-Ho-Kus. ¿Qué tiene que ver Kasselton con esto?

– Sólo estoy echando una mano.

Sin saber por qué, ella asintió.

– Ya veo.

– Según su declaración, cuando usted miró por la ventana de su dormitorio vio el guardallaves en el camino trasero de la casa del señor Sykes. ¿Es así?

– Sí.

– ¿Y por eso llamó a la policía?

– Sí.

– ¿Conoce usted al señor Sykes?

Ella se encogió de hombros, sin desviar la mirada del vientre que subía y bajaba.

– Sólo de saludarnos.

– Es decir, ¿como vecinos?

– Sí.

– ¿Cuándo fue la última vez que habló con él?

– No nos hablábamos. O sea, nunca hablé con él.

– Sólo se saludaban como buenos vecinos.

Ella asintió.

– ¿Y cuándo fue la última vez que se saludaron?

– ¿Que nos saludamos con la mano?

– Sí.

– Pues no lo sé. Hará una semana, tal vez.

– Estoy un poco confuso, señora Swain, así que quizá pueda ayudarme. Usted vio un guardallaves en el camino y decidió llamar a la policía.

– También vi movimiento.

– ¿Disculpe?

– Movimiento. Vi algo moverse en la casa.

– ¿Como si hubiera alguien dentro?

– Sí.

– ¿Y cómo sabía que no era el señor Sykes?

Ella se volvió.

– No lo sabía. Pero también vi el guardallaves.

– Allí en el suelo. A la vista de todos.

– Sí.

– Entiendo. ¿Y ató cabos?

– Exacto.

Perlmutter asintió como si acabase de comprenderlo todo de pronto.

– Y si el señor Sykes hubiera usado el guardallaves, no lo habría dejado tirado en el sendero. ¿Fue eso lo que pensó?

Charlaine no contestó.

– Porque verá, señora Swain, eso es lo que me extraña. ¿Por qué dejaría el guardallaves a la vista de todos el hombre que entró en la casa y agredió al señor Sykes? ¿No habría sido más lógico esconderlo o llevárselo a la casa?

Silencio.

– Y hay otro detalle. El señor Sykes sufrió las lesiones al menos veinticuatro horas antes de que lo encontráramos. ¿Cree que el guardallaves estuvo en el camino todo ese tiempo?

– Eso no puedo saberlo.

– No, supongo que no. Tampoco es que se pase usted el día observando el jardín trasero del vecino ni nada por el estilo.

Ella se limitó a mirarlo.

– ¿Por qué lo siguieron su marido y usted? Me refiero al hombre que entró en la casa de Sykes.

– Ya le he dicho al otro agente…

– Que querían ayudar, para que no se nos escapara.

– También tenía miedo.

– ¿De qué?

– De que supiera que yo había llamado a la policía.

– ¿Y eso por qué habría de preocuparla?

– Yo estaba mirando por la ventana. Cuando llegó la policía, él se volvió, miró y me vio.

– ¿Y qué pensó? ¿Que iría a buscarla?

– No lo sé. Tenía miedo, eso es todo.

Perlmutter volvió a asentir con la cabeza.

– Supongo que todo encaja. O sea, algunas piezas… bueno, hay que forzarlas un poco, pero eso es normal. La mayoría de los casos no son del todo lógicos.

Ella se dio media vuelta.

– Dice que ese hombre conducía un Ford Windstar.

– Sí.

– Salió del garaje con ese vehículo, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Y le vio la matrícula?

– No.

– Mmm. ¿Por qué cree que lo hizo?

– Hizo ¿qué?

– Aparcar en el garaje.

– No tengo ni idea. Tal vez para que nadie viera su coche.

– Ya, claro, eso tiene sentido.

Charlaine volvió a coger de la mano a su marido. Se acordó de la última vez que estuvieron cogidos de la mano. Dos meses antes, cuando fueron a ver una comedia de Meg Ryan. Curiosamente, a Mike le encantaban las películas para mujeres. Se le humedecían los ojos con las películas románticas malas. En la vida real, Charlaine sólo recordaba haberlo visto llorar una vez, cuando murió su padre. Pero si uno lo observaba en el cine, sentado a oscuras, veía un ligero temblor en su cara y luego, sí, se le saltaban las lágrimas. Esa noche él tendió la mano y cogió la suya, y lo que Charlaine más recordaba -lo que la atormentaba ahora- fue que ella no se conmovió. Mike intentó entrelazar los dedos, pero ella movió los suyos justo lo suficiente para impedírselo. Tan poco había significado para ella, nada en realidad, que ese hombre obeso peinado con una raya al lado le tendiese la mano.

– ¿Le importaría marcharse ya? -pidió a Perlmutter.

– Ya sabe que no puedo.

Ella cerró los ojos.

– Sé lo de su problema con los impuestos.

Charlaine permaneció inmóvil.

– De hecho, por eso ha llamado usted a H amp;R Block esta mañana, ¿no es así? Es donde trabajaba el señor Sykes.

Charlaine no quería soltar la mano de Mike, pero tuvo la sensación de que él la apartaba.

– ¿Señora Swain?

– Aquí no -dijo Charlaine a Perlmutter. Soltó la mano de Mike y se levantó-. No delante de mi marido.

22

Los ancianos de las residencias siempre están en casa y dispuestos a recibir visitas. Grace marcó el número y contestó una mujer de voz alegre.

– ¡Residencia geriátrica asistida Starshine!

– ¿Podría indicarme el horario de visitas? -preguntó Grace.

– ¡No hay! -Hablaba con exclamaciones.

– ¿Perdón?

– No tenemos horario de visitas. Puede venir a cualquier hora, las veinticuatro horas del día.

– Ah. Me gustaría visitar a Robert Dodd.

– ¿A Bobby? Bien, le paso con su habitación. Ah, un momento, son las ocho. Estará en clase de gimnasia. A Bobby le gusta mantenerse en forma.

– ¿Puedo concertar una cita con él?

– ¿Para visitarlo?

– Sí.

– No hace falta, puede venir cuando quiera.

En coche tardaría un par de horas. Sería mejor que intentar explicarse por teléfono, sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera sabía qué iba a preguntar. En todo caso, con los ancianos era más fácil tratar cara a cara.

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