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– Tenemos un problema -dijo Cram.

Vespa esperó a la vez que seguía a Wade Larue con la mirada.

– Richie no contesta por la radio.

– ¿Dónde estaba apostado?

– En una furgoneta al lado de la escuela.

– ¿Dónde está Grace?

– No lo sabemos.

Vespa miró a Cram.

– Eran las tres. Sabíamos que había ido a recoger a Emma y Max. Richie tenía que seguirla desde allí. Llegó a la escuela, eso lo sabemos. Richie lo comunicó por radio. Desde entonces, nada.

– ¿Has enviado a alguien?

– Simon fue a ver la furgoneta.

– ¿Y?

– Sigue allí, aparcada en el mismo lugar. Pero ahora la zona está llena de policías.

– ¿Y los niños?

– Todavía no lo sabemos. Simon dice que cree que los ha visto en el patio de la escuela. Pero no quiere acercarse estando allí la policía.

Vespa cerró los puños.

– Tenemos que encontrar a Grace.

Cram no dijo nada.

– ¿Qué?

Cram se encogió de hombros.

– Creo que te equivocas, eso es todo.

Ninguno de los dos dijo nada más. Permanecieron inmóviles, mirando a Wade Larue. Éste se paseaba por el jardín, fumando un cigarrillo. Desde la parte más alta de la finca se disfrutaba de una vista magnífica del puente de George Washington y, por detrás, los lejanos rascacielos de Manhattan. Desde allí Vespa y Cram, al desplomarse las Torres Gemelas, habían contemplado las nubes de humo que se elevaban como si surgiesen del Hades. Vespa conocía a Cram desde hacía treinta y ocho años. No sabía de nadie que lo superara con una pistola o una navaja. Le bastaba con una mirada para asustar a la gente. Los hombres más viles, los psicópatas más violentos, pedían piedad antes de que Cram siquiera los tocara. Pero aquel día, de pie en el jardín, mientras veían en silencio disiparse el humo, incluso Cram se había venido abajo y había roto a llorar.

Miraron a Wade Larue.

– ¿Has hablado con él? -preguntó Vespa.

Cram negó con la cabeza.

– Ni una palabra.

– Se lo ve muy tranquilo.

Cram no dijo nada. Vespa se dirigió hacia Larue. Cram se quedó donde estaba. Larue no se volvió. Vespa se detuvo a unos tres metros y preguntó:

– ¿Querías verme?

Larue siguió mirando el puente.

– Una vista hermosa -dijo.

– No estás aquí para admirarla.

Se encogió de hombros.

– Eso no significa que no pueda hacerlo.

Vespa esperó. Wade Larue no se dio la vuelta.

– Has confesado.

– Sí.

– ¿Dijiste la verdad? -preguntó Vespa.

– ¿En ese momento? No.

– ¿Eso qué significa? ¿En ese momento?

– Quiere saber si disparé esos dos tiros esa noche. -Wade Larue por fin se volvió y miró a Vespa de frente-. ¿Por qué?

– Quiero saber si mataste a mi hijo.

– En cualquier caso yo no le disparé.

– Ya sabes a qué me refiero.

– ¿Puedo preguntarle una cosa?

Vespa esperó.

– ¿Esto lo hace por usted? ¿O por su hijo?

Vespa se quedó pensativo.

– No es por mí.

– ¿Es por su hijo, pues?

– Está muerto. No le servirá de nada.

– Entonces ¿por quién es?

– Da igual.

– A mí no me da igual. Si no es por su hijo, ¿por qué todavía necesita vengarse?

– Hay que hacerlo.

Larue asintió.

– El mundo necesita equilibrio -prosiguió Vespa.

– ¿El yin y el yang?

– Algo así. Murieron dieciocho personas. Alguien tiene que pagar.

– ¿Y si no el mundo se desequilibra?

– Sí.

Larue sacó un paquete de tabaco. Le ofreció un cigarrillo a Vespa. Vespa negó con la cabeza.

– ¿Disparaste tú esa noche? -preguntó Vespa.

– Sí.

Fue entonces cuando Vespa estalló. Era su temperamento. Podía pasar de un estado de indiferencia a una ira incontenible sin transición alguna. Se le disparaba la adrenalina, como un termómetro que sube de temperatura en unos dibujos animados. Apretó el puño y le asestó un golpe a Larue en plena cara. Larue cayó de espaldas. Se sentó y se llevó la mano a la nariz. Sangraba. Sonrió a Vespa.

– ¿Eso le ha dado equilibrio?

Vespa jadeaba.

– Es un principio.

– Yin y yang -dijo Larue-. Me gusta esa teoría. -Se limpió la cara con el antebrazo-. La cuestión es si ese equilibrio universal se transmite de generación en generación.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Larue sonrió. Tenía sangre en los dientes.

– Creo que ya está enterado.

– Voy a matarte. Ya lo sabes.

– ¿Porque obré mal? ¿Para pagar el precio?

– Sí.

Larue se puso en pie.

– ¿Y usted, señor Vespa?

Vespa apretó el puño, pero los efectos de la adrenalina empezaban a disminuir.

– Usted ha obrado mal. ¿Ha pagado el precio? -Larue ladeó la cabeza-. ¿O lo pagó su hijo por usted?

Vespa asestó un fuerte puñetazo a Larue en el estómago. Larue se dobló. Vespa le golpeó en la cabeza. Larue volvió a caerse. Vespa le pateó la cara. Ahora Larue estaba tumbado boca arriba. Vespa se acercó. Aunque Larue sangraba por la boca, seguía riéndose. Las únicas lágrimas estaban en el rostro de Vespa, no en el de Larue.

– ¿De qué te ríes?

– Yo era como usted. Deseaba vengarme.

– ¿De qué?

– Por estar en esa celda.

– Tú tuviste la culpa.

Larue se incorporó.

– Sí y no.

Vespa retrocedió un paso. Miró hacia atrás. Cram, inmóvil, observaba.

– Dijiste que querías hablar.

– Esperaré a que acabe de pegarme.

– Dime por qué me llamó.

Wade Larue comprobó si tenía sangre en la boca. Casi pareció alegrarse al verla.

– Yo quería venganza. No sabe hasta qué punto. Pero ahora, hoy, al salir, al quedar libre por fin… ya no la quiero. Me he pasado quince años en la cárcel. Pero ahora mi condena ha acabado. Su condena… bueno, la verdad es que la suya nunca acabará, ¿no es así, señor Vespa?

– ¿Qué quieres?

Larue se puso en pie. Se acercó a Vespa.

– Está sufriendo mucho. -Ahora hablaba con voz suave, tan íntima como una caricia-. Quiero que lo sepa todo, señor Vespa. Quiero que sepa la verdad. Esto tiene que acabar. Hoy. De una manera u otra. Quiero vivir mi vida. No quiero estar mirando por encima del hombro. Así que voy a contarle lo que sé. Voy a contárselo todo. Y después podrá decidir lo que tiene que hacer.

– Creía haberte oído decir que disparaste esos tiros.

Larue no le hizo caso.

– ¿Se acuerda del teniente Gordon MacKenzie?

La pregunta sorprendió a Vespa.

– El guardia de seguridad. Claro.

– Fue a verme a la cárcel.

– ¿Cuándo?

– Hace tres meses.

– ¿Por qué?

Larue sonrió.

– Una vez más, por eso del equilibrio. Por enmendar las cosas. Usted lo llama yin y yang. MacKenzie lo llamó Dios.

– No lo entiendo.

– Gordon MacKenzie estaba muriéndose. -Larue apoyó la mano en el hombro de Vespa-. Así que antes de irse, tenía que confesar sus pecados.

44

Grace llevaba la pistola en la funda sujeta al tobillo.

Arrancó el coche. El asiático iba sentado a su lado.

– Siga recto y luego gire a la izquierda.

Grace tenía miedo, claro, pero también sentía una calma extraña. Supuso que tenía que ver con el hecho de estar en el ojo del huracán. Por fin ocurría algo. Ahora tenía la posibilidad de encontrar respuestas. Intentó definir las prioridades.

Primero: tenía que alejarlo de los niños.

Eso era lo más importante. Emma y Max estarían bien. Los profesores se quedaban fuera hasta que recogían a todos los niños. Al ver que ella no aparecía, suspirarían con impaciencia y los llevarían a la secretaría. La vieja sargenta de la recepción, la señora Dinsmont, desaprobaría el comportamiento de la madre irresponsable chasqueando la lengua con fruición y haría esperar a los niños. Unos seis meses antes, Grace había llegado tarde a causa de unas obras en la carretera. Corroída por la culpa, imaginó que Max la esperaba como en una escena de Oliver Twist. Sin embargo, cuando llegó, Max estaba en la secretaría dibujando un dinosaurio. Quería quedarse.

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