Grace no podía moverse.
– Por favor, dígame cómo consiguió la foto.
Grace sintió que las lágrimas le asomaban a los ojos, pero no se permitiría llorar. Era una estupidez. Una fantochada. Pero no lloraría. Volvió a decirlo, que había ido a Photomat y recogido el paquete de fotos. Todavía sentado encima de ella, con las rodillas a ambos lados de la cadera, acercó el índice a la base herida del tórax. Grace intentó sacudirse. Él encontró el punto de mayor dolor y apoyó allí la yema del dedo. Por un instante no hizo nada. Ella dio otra sacudida. Meneó la cabeza. Agitó las piernas. Él sólo esperó un segundo. Luego otro.
Y entonces hundió el dedo entre las dos costillas rotas.
Grace gritó.
Volvió a preguntar con la misma voz:
– Por favor, dígame cómo encontró esa foto.
Ahora sí lloró. Él esperó. Grace empezó a explicar lo mismo otra vez, cambiando las palabras, esperando que sonara más creíble, más convincente. Él no dijo nada.
Volvió a apoyar el índice entre las costillas.
Fue entonces cuando sonó el móvil.
El hombre suspiró. Apoyó las manos en la espalda de ella y se levantó. Las costillas volvieron a quejarse. Grace oyó un gimoteo y se dio cuenta de que procedía de ella. Se obligó a contenerse. Consiguió mirar por encima del hombro. Sin apartar la mirada de ella, él sacó el móvil del bolsillo y lo abrió.
– Sí.
Tenía una sola idea en la mente: «Coge la pistola».
Él la miraba fijamente. A ella casi le dio igual. Intentar coger la pistola en ese momento habría sido un suicidio, pero sus pensamientos se reducían a uno solo: «Huye del dolor. Da igual a costa de qué. Da igual el riesgo. Huye del dolor».
El hombre tenía el teléfono junto a la oreja.
Emma y Max. Las caras flotaron hacia ella en una especie de nebulosa. Grace alentó la visión. Y entonces ocurrió algo extraño.
Allí tumbada, todavía boca abajo, con la mejilla contra el suelo, Grace sonrió. Sonrió de verdad. No por un sentimiento de afecto maternal, aunque eso pudo ser parte de la razón, sino por un recuerdo concreto.
Cuando estaba embarazada de Emma, le dijo a Jack que quería tener un parto natural y que no deseaba tomar ningún fármaco. Jack y ella asistieron diligentemente a las clases del método Lamaze cada lunes por la noche durante tres meses. Practicaron las técnicas de respiración. Jack se sentaba detrás de ella y le frotaba la barriga. Respiraba y ella lo imitaba. Jack incluso se compró una camiseta en la que se leía «Entrenador» por delante y «Equipo del bebé sano» por detrás. Llevaba un silbato colgado del cuello.
Cuando empezaron las contracciones, se fueron corriendo al hospital, perfectamente preparados, dispuestos a cosechar los beneficios de sus arduos esfuerzos. Una vez allí, Grace tuvo una contracción más fuerte que las demás. Empezaron a practicar los ejercicios de respiración. Primero los realizaba Jack y Grace lo imitaba. Funcionó perfectamente hasta el momento en que Grace empezó a… bueno, empezó a sentir dolor.
En ese momento, la insensatez de su plan -cuando la «respiración» se convirtió en un eufemismo para «analgésico»- se hizo evidente. Dio al traste con esa estúpida fanfarronada de «que hay que asumir el dolor», ya de entrada una idea absurdamente masculina, y por fin la razón, una razón serena, se impuso.
Entonces tendió la mano, cogió a Jack por cierta parte de su anatomía, y lo acercó para que la oyera. Le dijo que buscara un anestesiólogo. Inmediatamente. Jack dijo que lo haría en cuanto le soltara dicha parte de su anatomía. Ella obedeció. Él se fue corriendo y encontró un anestesiólogo. Pero para entonces ya era tarde. Las contracciones estaban demasiado avanzadas.
Y la razón por la que Grace sonreía ahora, unos ochos años después, era que el dolor de aquel día había sido al menos igual de intenso, probablemente más. Lo había soportado. Por su hija. Y luego, milagrosamente, había estado dispuesta a soportarlo también por Max.
«Así que adelante», pensó.
Tal vez deliraba. No, tal vez no. Seguro que deliraba. Pero le daba igual. Siguió sonriendo. Grace veía el hermoso rostro de Emma.
También veía el rostro de Max. Parpadeó y desaparecieron. Pero eso ya no le importó. Miró al hombre cruel que hablaba por teléfono.
«Adelante, hijo de puta. Adelante.»
El hombre concluyó la conversación telefónica. Volvió a acercarse a ella. Ella seguía boca abajo. Él volvió a sentarse encima a horcajadas. Grace cerró los ojos. Se le saltaron las lágrimas. Esperó.
El hombre le cogió las dos manos y se las colocó detrás de la espalda. Se las sujetó con cinta adhesiva y se puso en pie. Cogió a Grace para que se pusiera de rodillas, con las manos a la espalda. Le dolían las costillas, pero de momento el dolor era soportable.
Ella alzó la vista hacia él.
– No se mueva -dijo él.
Se volvió y la dejó sola. Ella aguzó el oído. Oyó que se abría una puerta y luego pasos.
Bajaba al sótano.
Estaba sola.
Grace forcejeó para soltarse los brazos, pero los tenía bien atados. Era imposible coger la pistola. Pensó en ponerse en pie y echar a correr, pero eso en el mejor de los casos no serviría de nada. La postura de los brazos, el dolor atroz en las costillas y, por supuesto, el hecho de que para colmo era coja… si se sumaba todo, no parecía una opción muy razonable.
Pero ¿podía pasar las manos por debajo de las piernas?
Si era capaz de eso, capaz de situar las manos, pese a tenerlas atadas, por delante del cuerpo, podría coger la pistola.
Era una posibilidad.
Grace no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba sola -no mucho, supuso-, pero tenía que intentarlo.
Forzó los hombros hacia atrás. Estiró los brazos tanto como pudo. Cada vez que se movía -cada vez que respiraba- era como si le ardieran las costillas. Resistió. Se puso en pie y se dobló por la cintura. Bajó las manos al máximo.
Ya era un avance.
Todavía de pie, dobló las rodillas y se encogió. Ya estaba más cerca. Volvió a oír pasos.
Maldita sea, el hombre estaba subiendo la escalera.
La sorprendería en pleno proceso, con las manos atadas bajo las nalgas.
«Date prisa, maldita sea.» O una cosa u otra. O seguía con las manos detrás de la espalda o acababa de intentarlo.
Decidió intentarlo. No parar.
Eso tenía que terminar ya.
Los pasos eran lentos. Más pesados. Parecía que el hombre arrastraba algo.
Grace redobló sus esfuerzos. Se le trabaron las manos. Dobló más la cintura y las rodillas. La cabeza le daba vueltas del dolor. Cerró los ojos y se balanceó. Estiró los brazos, dispuesta a dislocarse los hombros si eso servía para algo.
Los pasos cesaron. Se cerró una puerta. Ya estaba allí.
Se pasó los brazos por debajo de los pies. Dio resultado. Consiguió ponerlos delante.
Pero ya era tarde. El hombre había vuelto. Estaba en la habitación, a menos de dos metros. Vio lo que ella había hecho. Pero Grace no se dio cuenta. De hecho, ni se había fijado en el hombre. Miraba boquiabierta su mano derecha.
El hombre abrió la mano. Y a su lado cayó Jack.
46
Grace se abalanzó hacia él.
– Jack? Jack?
Jack tenía los ojos cerrados y el pelo pegado a la frente. Aunque Grace seguía con las manos atadas, pudo cogerle la cara. Jack tenía la piel empapada en sudor y los labios secos y agrietados. Tenía las piernas inmovilizadas con cinta adhesiva y una esposa en torno a la muñeca derecha. Grace vio costras en la muñeca izquierda; también había estado esposada, y a juzgar por las señales, durante mucho tiempo.
Volvió a llamarlo. Nada. Acercó la oreja a su boca. Respiraba. Eso sí. Era una respiración superficial, pero respiraba. Grace se volvió y apoyó la cabeza de él en su regazo. El dolor en la costilla la traspasó, pero eso ahora daba igual. Él estaba tumbado de espaldas, y el regazo de ella le hacía las veces de almohada. Los pensamientos de Grace retrocedieron a los viñedos de Saint-Emilion. Entonces ya llevaban tres meses juntos, totalmente encaprichados el uno con el otro, en plena fase de «atravesar el parque corriendo con el corazón latiendo con fuerza cada vez que se veían». Grace había llevado paté, queso y, por supuesto, vino. Era un día soleado, con el cielo de ese azul que lo inducía a uno a creer en los ángeles. Se habían tumbado en una manta a cuadros rojos escoceses, él con la cabeza apoyada en su regazo igual que ahora mientras ella le acariciaba el pelo. Se había pasado más tiempo mirándolo a él que a las maravillas naturales de alrededor. Le recorría la cara con los dedos.