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«Muy bien. Acuérdate: primero tienes que desabrocharla. Luego tirar.»

Pensó en cuál sería el momento más oportuno. Ese hombre era muy fuerte. Eso ya lo había visto. Debía de estar muy habituado a la violencia. Grace tendría que esperar una oportunidad. Para empezar -y eso era evidente-, cuando diera el paso no podía estar conduciendo. Tendrían que estar en un semáforo en rojo o aparcados o… quizá le convenía esperar a salir del coche. Eso tal vez diera resultado.

En segundo lugar, tendría que distraer al hombre. La vigilaba muy atentamente. También él iba armado. Llevaba un arma en el cinturón. Podría empuñarla más rápido que ella. Así que debía asegurarse de que no la miraba, de que su atención, de algún modo, se desviaba.

– Coja esta salida.

El cartel rezaba: Armonk. Sólo habían recorrido unos cinco o seis kilómetros de la 287. No iban a cruzar el puente de Tappan Zee. Grace había pensado que tal vez el puente le daría otra oportunidad. Allí había cabinas de peaje. Habría podido intentar escapar o hacer alguna señal al empleado, aunque dudaba que hubiese servido de algo. Si se hubiesen detenido junto a una cabina, su captor habría estado vigilándola. Seguro que habría apoyado la mano en su rodilla.

Giró a la derecha y cogió la vía de salida. Volvió a repasarlo todo mentalmente. Cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que lo mejor era esperar a llegar a su destino. Para empezar, si de verdad la llevaba a donde estaba Jack, bueno, Jack estaría allí, ¿no? Eso parecía más lógico.

Pero sobre todo, cuando se detuviera el coche, los dos tendrían que salir. Sí, claro, eso era obvio, pero tendría una oportunidad. Él saldría por su lado. Ella por el suyo.

Ésa podría ser la distracción.

De nuevo empezó a repasarlo todo mentalmente. Abriría la puerta del coche. Al sacar las piernas, se levantaría la pernera. Tendría las piernas en el suelo y el coche la taparía. Él no la vería. Si calculaba bien el tiempo, en ese momento él estaría saliendo del coche. Le daría la espalda. Entonces ella podría sacar el arma.

– Coja la próxima a la derecha -dijo él-. Y la segunda a la izquierda.

Atravesaban una población que Grace no conocía. Había más árboles que en Kasselton. Las casas parecían más viejas, más vividas, más privadas.

– Métase por ese camino de entrada. El de la tercera casa a la izquierda.

Grace sujetaba el volante con firmeza. Cogió el camino de entrada. Él le ordenó que se detuviera delante de la casa.

Grace respiró hondo y esperó a que él abriera la puerta y saliera.

Perlmutter nunca había visto algo así.

El hombre de la furgoneta, un hombre obeso con un chándal típico de mafioso, estaba muerto. Sus últimos momentos no habían sido agradables. Tenía el cuello plano, totalmente plano, como si una apisonadora hubiera pasado por encima de su garganta, dejando la cabeza y el torso intactos.

Daley, que nunca se quedaba sin palabras, observó:

– Un grave problema de sobrepeso. -A continuación añadió-: Me suena su cara.

– Richie Jovan -dijo Perlmutter-. Trabaja para Carl Vespa.

– ¿Vespa? -repitió Daley-. ¿Está metido en esto?

Perlmutter se encogió de hombros.

– Esto tiene que ser obra de Wu.

Scott Duncan palidecía.

– Pero ¿qué está pasando aquí?

– Es muy sencillo, señor Duncan. -Perlmutter se volvió hacia él-. Rocky Conwell trabajaba para Indira Khariwalla, una investigadora privada a la que usted contrató. El mismo hombre, Eric Wu, asesinó a Conwell, mató a este pobre desgraciado y la última vez que se le vio se iba de la escuela en un coche con Grace Lawson. -Perlmutter se acercó a él-. ¿Quiere contarnos usted qué está pasando?

Otro coche patrulla se detuvo de un frenazo. Salió Veronique Baltrus a toda prisa.

– Ya lo tengo.

– ¿Qué tienes?

– Eric Wu en yenta-match.com. Usaba el nombre de Stephen Fleisher. -Caminó a paso rápido hacia ellos, con el pelo moreno recogido en un moño apretado-. Yenta-match empareja a viudos judíos. Wu flirteaba en línea con tres mujeres al mismo tiempo. Una es de Washington, D.C. Otra vive en Wheeling, Virginia Occidental. Y la última, una tal Beatrice Smith, reside en Armonk, Nueva York.

Perlmutter echó a correr. Seguro, pensó. Seguro que Wu había ido allí. Scott Duncan lo siguió. No tardaría más de veinte minutos en llegar a Armonk.

– Llama al Departamento de Policía de Armonk -gritó a Baltrus-. Diles que manden a todas las unidades disponibles de inmediato.

45

Grace esperó a que el hombre saliera.

Debido a los numerosos árboles del jardín, costaba ver la casa desde la calle. Por encima asomaban chapiteles y abajo había una espaciosa terraza. Grace vio una vieja barbacoa y una sarta de luces que parecían faroles antiguos, pero estaban viejos y gastados. Detrás había un juego de hamacas oxidadas, como ruinas de otra era. En su día allí se habían celebrado fiestas. Vivía una familia. Gente a la que le gustaba recibir amigos. La casa daba sensación de pueblo fantasma, como si en cualquier momento fueran a pasar por delante plantas rodadoras.

– Apague el motor.

Grace lo repasó todo otra vez: «Abre la puerta. Saca las piernas. Coge la pistola. Apunta… ¿Y entonces qué? ¿Le digo arriba las manos? ¿Le disparo en el pecho? ¿Qué hago?».

Giró la llave y esperó a que él saliera primero. El hombre acercó la mano al tirador de la puerta. Ella se preparó. Él miraba fijamente la puerta de la casa. Ella bajó un poco la mano.

¿Debía intentarlo ya?

«No. Espera a que él empiece a salir. No vaciles.» La menor vacilación y perdería la oportunidad.

El hombre se quedó inmóvil con la mano en el tirador. A continuación, se volvió, apretó el puño y golpeó a Grace con tal fuerza en las costillas inferiores que ella pensó que todo el tórax se le hundiría como el nido de un pájaro. Se oyó un ruido sordo y un crujido.

Sintió un estallido de dolor en el costado.

Creyó que su cuerpo entero se derrumbaría sin más. El hombre le sujetó la cabeza con una mano y, con la otra, le recorrió el costado del tórax. Detuvo el índice justo en el lugar donde acababa de golpearle, en la base del tórax.

Habló con suavidad.

– Por favor, dígame de dónde sacó esa foto.

Grace abrió la boca pero no salió de su garganta sonido alguno. Él asintió como si fuera eso lo que esperaba. La soltó. Abrió la puerta y salió. Grace estaba mareada del dolor.

«La pistola -pensó-. ¡Coge la maldita pistola!»

Pero él ya había rodeado el coche. Le abrió la puerta. La cogió por el cuello, con el pulgar por un lado y el índice por el otro. Apretó los puntos de presión y empezó a levantarla. Grace intentó seguirlo. Al moverse, sintió un intenso dolor en las costillas. Era como si alguien le hubiera clavado un destornillador entre dos huesos y lo desplazara hacia arriba y hacia abajo.

Él la sacó sujeta por el cuello. Para Grace, cada paso era una nueva aventura de dolor. Intentó no respirar. Cuando lo hacía, la más ligera dilatación de las costillas le producía la sensación de que se le rasgaban los tendones. El hombre la arrastró hacia la casa. La puerta estaba abierta. Giró el pomo, abrió y la obligó a entrar de un empujón. Ella cayó violentamente y estuvo a punto de desmayarse.

– Por favor, dígame cómo consiguió esa foto.

Se acercó a ella despacio. El miedo la despejó. Se apresuró a contestar.

– Fui a recoger un carrete en Photomat -empezó a explicar.

El hombre asintió como haría alguien que no escucha. Siguió acercándose. Grace continuó hablando e intentó retroceder. El rostro del asiático no expresaba nada; habría podido estar realizando cualquier tarea cotidiana, como plantar semillas, clavar un clavo, hacer un pedido, tallar madera.

Se colocó encima de ella. Grace intentó forcejear, pero él era asombrosamente fuerte. La levantó lo suficiente para ponerla boca abajo. Sus costillas golpearon contra el suelo. Un dolor distinto, un dolor nuevo, la traspasó. Empezó a ver borroso. Seguían en el vestíbulo. Él se sentó a horcajadas sobre ella. Grace lanzó patadas al aire, pero no lo alcanzó. Él la inmovilizó.

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