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Casi.

Por un instante Charlaine no pudo moverse. Se quedó petrificada al verlo acercarse a Grace Lawson.

Había cambiado de aspecto. Ahora llevaba gafas. Ya no tenía el pelo rubio. Pero no cabía duda. Era el mismo hombre.

Era Eric Wu.

A más de trescientos metros, Charlaine se estremeció cuando Wu apoyó la mano en el hombro de Grace. Lo vio agacharse y susurrarle algo al oído.

Y entonces vio que el cuerpo entero de Grace Lawson se ponía rígido.

Grace se sintió intrigada por el hombre asiático que caminaba hacia ella.

Supuso que simplemente pasaría de largo. Era demasiado joven para ser un padre. Grace conocía a casi todos los profesores. No era uno de ellos. Debía de ser un nuevo profesor en prácticas. Seguro que era eso. En realidad tampoco se fijó mucho en él. Tenía la cabeza en otras cosas.

En cualquier caso, llevaba ropa suficiente para unos cuantos días. Grace tenía una prima que vivía cerca de Penn State, justo en medio de Pensilvania. Tal vez podía ir allí. Grace no la había llamado para avisar. No quería dejar ningún rastro.

Tras meter la ropa en las maletas, había cerrado la puerta de su dormitorio. Cogió la pequeña pistola que Cram le había dado y la dejó en la cama. Se quedó un buen rato mirándola. Siempre se había opuesto con vehemencia a las armas. Como la mayoría de las personas racionales, temía las consecuencias de tener un arma así en una casa. Pero Cram lo había expresado de manera sucinta el día anterior: ¿Acaso sus hijos no habían sido amenazados?

El comodín.

Grace se ciñó la pistolera de nilón al tobillo de la pierna ilesa. Le resultaba incómoda y le picaba la piel. Se puso unos vaqueros un poco acampanados. La pistola estaba tapada, pero la pernera dejaba espacio suficiente. Se veía un bulto bajo la tela, pero no más que si llevara botas.

Cogió el paquete de Bob Dodd procedente de su despacho en el New Hampshire Post y se marchó a la escuela. Como disponía de unos minutos, se quedó en el coche y empezó a inspeccionar el contenido del paquete. Grace no tenía ni idea de qué esperaba encontrar. Había varios objetos típicos de escritorio: una pequeña bandera americana, un tazón de Ziggy, un sello con el remitente, un pequeño pisapapeles de plexiglás. Había bolígrafos, lápices, gomas, sujetapapeles, líquido corrector, tachuelas, notas Post-it, grapas.

Grace quería saltarse todo eso y zambullirse en las carpetas, pero tampoco éstas contenían gran cosa. Dodd debía de trabajar básicamente con el ordenador. Encontró unos cuantos disquetes, sin etiqueta. A lo mejor alguno de ellos le proporcionaba una pista. Lo comprobaría en cuanto tuviera acceso a un ordenador.

En cuanto a los papeles, sólo había recortes de periódico. Artículos escritos por Bob Dodd. Grace los hojeó. Cora tenía razón. Las historias eran en su mayoría revelaciones de escasa importancia. La gente escribía una carta quejándose de algo. Bob Dodd lo investigaba. Desde luego no era el tipo de historia que podía conducir a un asesinato, pero ¿quién sabía? A veces las cosas pequeñas tenían grandes repercusiones.

Estaba a punto de desistir -en realidad ya había desistido- cuando encontró la foto en el fondo. El marco estaba boca abajo. Más por curiosidad que por otra cosa, le dio la vuelta y miró. Era una típica foto de vacaciones. Bob Dodd y su mujer Jillian estaban en una playa, los dos sonriendo con resplandecientes dientes blancos, los dos con camisas hawaianas. Jillian era pelirroja. Tenía los ojos muy separados. Grace de pronto entendió el papel de Bob Dodd en todo aquello. No guardaba la menor relación con el hecho de que fuera periodista.

Su mujer, Jillian Dodd, era Sheila Lambert.

Grace cerró los ojos y se frotó el caballete de la nariz. A continuación volvió a meterlo todo en el paquete. Lo puso en el asiento de atrás y salió del coche. Necesitaba tiempo para pensar y recomponerlo todo.

Los cuatro miembros de Allaw: todo revertía a ellos. Sheila Lambert, ahora lo sabía Grace, se había quedado en el país. Se había cambiado el nombre y casado. Jack había huido a un pueblo de Francia. Shane Alworth estaba muerto o en paradero desconocido; tal vez, como dijo su madre, ayudaba a los pobres en México. Geri Duncan había sido asesinada.

Grace miró el reloj. El timbre sonaría en pocos minutos. Sintió la vibración del móvil en el cinturón.

– ¿Diga?

– Señora Lawson, soy el capitán Perlmutter.

– Ah, capitán. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Necesito hacerle unas preguntas.

– Ahora mismo estoy en la escuela, recogiendo a mis hijos.

– ¿Quiere que vaya a su casa? Podemos vernos allí.

– Saldrán dentro de un par de minutos. Ya pasaré yo por la comisaría. -La invadió una sensación de alivio. Esa idea descabellada de huir a Pensilvania tal vez fuera una exageración. A lo mejor Perlmutter sabía algo. A lo mejor, con lo que ella sabía ahora sobre la foto, por fin él la creería-. ¿Le parece bien?

– Perfecto. Aquí la espero.

En cuanto Grace cerró el móvil, sintió una mano en el hombro. Se volvió. La mano pertenecía al joven asiático. Éste inclinó la cabeza hacia su oído.

– Tengo a su marido -susurró.

– ¿Charlaine? ¿Te pasa algo?

42

Era la madre popular y parlanchina. Charlaine no le hizo caso. «Bien, Charlaine, piensa», se dijo.

¿Qué haría la heroína tonta?, se preguntó. Hasta ese momento había actuado de ese modo: imaginando qué habría hecho la mujer desvalida… para hacer todo lo contrario.

«Vamos, vamos…»

Charlaine intentó luchar contra el miedo que casi la paralizaba. No esperaba volver a ver a ese hombre. La policía lo buscaba. Eric Wu había herido a Mike. Había agredido a Freddy y lo había mantenido prisionero. La policía tenía sus huellas dactilares. Sabían quién era. Volverían a meterlo en la cárcel. Así pues, ¿qué hacía allí?

«¿Y eso qué más da, Charlaine? Haz algo.»

La respuesta no requería muchas luces: debía llamar a la policía.

Metió la mano en el bolso y sacó su Motorola. Las madres seguían ladrando como perros falderos. Charlaine abrió el móvil.

Estaba sin batería.

Típico, y sin embargo tenía su explicación. Lo había usado en la persecución. Lo había llevado encendido durante todo ese tiempo. El teléfono tenía dos años. Al maldito aparato se le agotaba la batería cada dos por tres. Volvió a dirigir la mirada hacia el otro extremo del patio. Eric Wu hablaba con Grace Lawson. Los dos empezaron a alejarse.

La misma mujer volvió a preguntar:

– ¿Pasa algo, Charlaine?

– Necesito usar tu móvil -dijo-. Ahora.

Grace se quedó mirando al hombre.

– Si me sigue, la llevaré a donde está su marido. Lo verá. Volverá dentro de una hora. Pero el timbre de la escuela sonará dentro de un minuto. Si no viene conmigo, sacaré una pistola. Dispararé a sus hijos. Dispararé a bulto contra cualquier niño. ¿Entendido?

Grace no podía hablar.

– No tiene mucho tiempo.

Recuperó la voz.

– Iré con usted.

– Usted conduce. Sólo tiene que caminar tranquilamente a mi lado. Le ruego que no cometa el error de intentar hacer una señal a alguien. Porque lo mataré. ¿Entendido?

– Sí.

– Tal vez se pregunte por el hombre encargado de protegerla -prosiguió-. Le puedo asegurar que ya no interferirá.

– ¿Quién es usted? -preguntó Grace.

– El timbre está a punto de sonar. -Apartó la mirada con un asomo de sonrisa en los labios-. ¿Quiere que yo continúe aquí cuando salgan sus hijos?

«Grita -pensó Grace-. Grita como una loca y echa a correr.» Pero vio el bulto de la pistola. Vio los ojos del hombre. Eso no era ningún farol. Hablaba en serio. Era capaz de matar.

Y tenía a su marido.

Empezaron a caminar hacia su coche, uno al lado del otro, como dos amigos. Grace dirigió la mirada hacia el patio. Vio a Cora. Cora la miró con expresión de perplejidad. Grace no quiso arriesgarse. Volvió la cara.

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