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Sin embargo, Crazy Davey había mencionado a cuatro personas: dos chicas y dos chicos. En la foto había cinco personas, pero la mujer, la que salía muy borrosa cerca del borde de la foto, tal vez no era un miembro del grupo. ¿Y qué había dicho Scott sobre la última llamada de su hermana?

«Pensé que quería hablarme de lo último en que andaba metida: la aroma terapia, su nuevo grupo de rock…»

Grupo de rock. ¿Sería eso? ¿Era la foto de un grupo de rock?

Buscó en la página de Crazy Davey un número de teléfono o un nombre completo. Sólo salía una dirección de correo electrónico. Grace marcó el vínculo con el ratón y tecleó rápidamente: «Necesito su ayuda. Tengo que hacerle una pregunta muy importante sobre Allaw, el grupo de música que vio de estudiante. Por favor, llámeme a cobro revertido».

Añadió su número de teléfono y envió el mensaje.

«Así pues, ¿qué significa esto?», se preguntó.

Intentó encajar todas las piezas de distintas maneras. Nada tenía sentido. Pocos minutos después, una limusina se detuvo en el camino de entrada. Grace miró por la ventana. Había llegado Carl Vespa.

Tenía otro chófer, un hombre fornido con el pelo cortado al uno y expresión ceñuda, que no parecía ni la mitad de peligroso que Cram. Grace añadió el blog a su carpeta de Favoritos antes de recorrer el pasillo para abrir la puerta.

Vespa entró sin saludar. Seguía elegante, con una chaqueta blazer que parecía confeccionada por los dioses, pero por lo demás presentaba un aspecto extrañamente desaliñado. Siempre iba despeinado -ésa era su imagen habitual-, pero existe una fina línea entre ir despeinado y no arreglarse el pelo en absoluto. Él había traspasado esa línea. Tenía los ojos inyectados en sangre. Las arrugas que convergían en las comisuras de los labios eran más profundas, más pronunciadas.

– ¿Qué ocurre?

– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar? -preguntó Vespa.

– Los niños están con Cram en la cocina. Podemos ir al salón.

Vespa asintió. Desde lejos les llegó la risa sonora de Max. Al oírla, Vespa se puso tenso.

– Tu hijo tiene seis años, ¿no?

– Sí.

Vespa sonrió. Grace no sabía qué le rondaba por la cabeza, pero su sonrisa la conmovió.

– A los seis años, a Ryan le dio por los cromos de béisbol.

– Pues a Max le ha dado por Yu-Gi-Oh!

– ¿Yu-Gi-qué?

Grace meneó la cabeza dando a entender que no valía la pena explicarlo.

– Ryan solía jugar a un juego con los cromos. Los dividía por equipos y luego los extendía sobre la alfombra como si fuera un campo de béisbol. Ya sabes, el jugador de la tercera base -en aquel entonces era Graig Nettles- en la tercera base, tres jugadores en medio del campo; incluso tenía a los lanzadores de reserva en la zona de calentamiento a la derecha.

Le resplandecía la cara al recordarlo. Miró a Grace. Ella le sonrió, con la mayor delicadeza posible; aun así, no pudo disimular su ánimo. A Vespa se le demudó el rostro.

– Va a salir en libertad condicional.

Grace no dijo nada.

– Wade Larue. Van a soltarlo antes. Mañana.

– Ah.

– ¿Qué te parece?

– Lleva en la cárcel casi quince años -dijo ella.

– Murieron dieciocho personas.

Grace no quería hablar de eso con él. Ese número -el dieciocho- no significaba nada. Sólo importaba uno. Ryan. Desde la cocina Max volvió a reír. El sonido atravesó la habitación. El rostro de Vespa permaneció impasible, pero Grace vio que algo sucedía en su interior. Un torbellino. Vespa no dijo nada. No era necesario. Lo que pensaba en ese momento era evidente: ¿Y si hubiera sido Max o Emma? ¿Grace también habría pensado que era sólo un perdedor que se había drogado y dejado llevar por el pánico? ¿Lo habría perdonado tan fácilmente?

– ¿Te acuerdas del guardia de seguridad, Gordon MacKenzie? -preguntó Vespa.

Grace asintió. Había sido el héroe de la noche porque encontró la manera de abrir dos de las salidas de emergencias cerradas con llave.

– Murió hace unas semanas. De un tumor cerebral.

– Lo sé.

Los artículos sobre el aniversario habían concedido a Gordon MacKenzie un lugar destacado.

– ¿Crees en la vida después de la muerte, Grace?

– No lo sé.

– ¿Y tus padres? ¿Los verás algún día?

– No lo sé.

– Vamos, Grace, quiero saber qué piensas.

Vespa clavó su mirada en la de ella. Grace se movió inquieta en su asiento.

– Por teléfono me has preguntado si Jack tenía una hermana.

– Sandra Koval.

– ¿Por qué me lo has preguntado?

– Luego te lo diré -contestó Vespa-. Quiero saber qué piensas. ¿Adónde vamos cuando morimos, Grace?

Grace se dio cuenta de que no serviría de nada discutir con él. Desprendía una vibración desagradable, una sensación de malestar. No se lo preguntaba por curiosidad, como amigo, como figura paterna. Su voz transmitía un desafío. Incluso ira. Grace se preguntó si había bebido.

– Hay una cita de Shakespeare -dijo ella-. De Hamlet. Dice que la muerte es… y creo que son las palabras textuales… un país sin descubrir de cuyo territorio no retorna ningún viajero.

Vespa hizo una mueca.

– En otras palabras, no tenemos ni idea.

– Así es, más o menos -convino Grace.

– Ya sabes que eso es una estupidez.

Grace no dijo nada.

– Ya sabes que no hay nada. Que yo no volveré a ver a Ryan. Sólo que a la gente le cuesta mucho aceptarlo. Los débiles se inventan a dioses invisibles y jardines y reuniones en el paraíso. Y luego hay otros, como tú, que no se tragan esas bobadas, pero, aun así, os resulta demasiado doloroso aceptar la verdad. Por lo tanto, tendéis a racionalizar con eso de «¿Cómo vamos a saberlo?». Pero sí lo sabes, Grace, ¿verdad?

– Lo siento, Carl.

– ¿Qué sientes?

– Siento que sufras. Pero, por favor, no me digas qué crees.

Algo ocurrió en los ojos de Vespa. Se dilataron un momento y fue casi como si hubiera estallado algo en su interior.

– ¿Cómo conociste a tu marido?

– ¿Qué?

– ¿Cómo conociste a Jack?

– ¿Y eso qué tiene que ver con nada?

Vespa se acercó un paso. Un paso amenazador. La miró desde lo alto, y por primera vez Grace supo que todas las historias, todos los rumores sobre él, sobre lo que hacía, eran verdad.

– ¿Cómo os conocisteis?

Grace intentó no encogerse.

– Ya lo sabes.

– ¿En Francia?

– Sí.

La miró con dureza.

– ¿Qué ocurre, Carl?

– Wade Larue va a salir a la calle.

– Eso has dicho.

– Mañana su abogada dará una rueda de prensa en Nueva York. Irán las familias. Quiero que vayas.

Grace esperó. Sabía que había algo más.

– Su abogada estuvo brillante. Deslumbró a la comisión que dictaminó la libertad condicional. Seguro que también deslumbrará a la prensa.

Se interrumpió y esperó. Por un instante Grace se sintió confusa, pero de pronto una sensación de frío surgió en el centro de su pecho y se extendió por sus miembros. Carl Vespa se dio cuenta. Asintió y retrocedió.

– Háblame de Sandra Koval -dijo él-. Porque, la verdad, no entiendo cómo es posible que tu cuñada, precisamente, acabara representando a alguien como Wade Larue.

36

Indira Khariwalla esperaba al visitante.

Su despacho estaba a oscuras. Ya había acabado el trabajo del día. A Indira le gustaba sentarse con las luces apagadas. El problema de Occidente, estaba convencida de ello, era el exceso de estímulos. También ella se sentía expuesta a ellos, claro. Ése era el problema. Nadie se libraba. Occidente seducía con sus estímulos, con un aluvión constante de luz, color y sonido. Continuamente. Así que siempre que podía, sobre todo al final de la jornada, a Indira le gustaba sentarse a oscuras. No para meditar, como cabría suponer por su origen. Tampoco se sentaba en la posición del loto, con el pulgar y el dedo índice de cada mano formando un círculo.

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